miércoles, 21 de marzo de 2018

En guerra con los berberiscos-Juan Laborda Barceló


*Esta reseña apareció en achtungmag.com:

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“En Guerra Con Los Berberiscos” de Juan Laborda: Mediterráneo a sangre y fuego

El Mediterráneo, ese mar que los romanos bautizaron como Mare Nostrum en un ejercicio de etnocentrismo, siempre ha sido un mar de sangre. En sus aguas se han librado batallas feroces y ya nos resulta imposible de aceptar la imagen apacible y sorollesca de un mar que es sinónimo de muerte. Un mar que nos ha sido arrebatado por las mafias que comercian con las vidas de los africanos desesperados, un mar que mucho antes perdió la calma de sus costas por el azote de los piratas, por los delirios de grandeza continentales y por los pulsos de poder. Y así, como escenario de batalla, nos lo presenta el historiador Juan Laborda Barceló en su libro En guerra con los berberiscos, que lleva por subtítulo Una historia de los conflictos en la costa mediterránea, publicado por Turner. Un recorrido por el manto de sangre, tan denso como el aceite, con el que trataron de cobijarse los monarcas Carlos I y Felipe II en el intento de hacer que ese mar fuera suyo.

Triste es el Mediterráneo de nuestro siglo XXI, plagado de dramas y tragedias que cada día arriban a sus costas, de cadáveres que respiran arena y agua sobre sus orillas, de noticias de primera plana que conmocionan a Occidente durante la media hora del telediario. Y hubo una época, el siglo XVI, en que la monarquía española de los Austrias decidió mirar con violencia a esas aguas en donde los piratas berberiscos, amparados por el todopoderoso Imperio de la Sagrada Puerta, hostigaban los intereses de España.
Se trataba de una lucha por el territorio, es cierto, pero también de religión y poder, justo cuando los dos monarcas sostenían el mismo combate en la Europa continental, con los tercios poniendo picas enFlandes contra el protestantismo mientras la enorme caja registradora del Nuevo Mundo se endeudaba a pasos agigantados. Lepanto pudo haberlo cambiado todo, pero eso no ocurrió. A pesar del golpe, el turco se aprovechó de la torpeza hispana, de que los intereses de los monarcas estaban centrados en mantener la paz con Francia, en sostener Italia, en machacar al protestantismo de los Países Bajos.
Juan Laborda Barceló nos presenta en su En guerra con los berberiscos este panorama marítimo justo antes y después de Lepanto, en el intento de conquistar porciones de la costa africana por parte de los españoles para frenar, fundamentalmente, las razias de los piratas berberiscos sobre las costas levantinas. Los piratas Hayreddyn Barbarroja, el calabrés Uluj Alí —mencionado como Uchali en El Quijote— o el corsario Turgut Reis, conocido como Dragut por los españoles, extendían sus ataques con el permiso de la Sagrada Puerta de Solimán el Magnífico.
El pirata Barbarroja.

Monumento a Dragut en Estambul.

Uchali, de origen italiano, apodado como “el tiñoso”. Las malas lenguas decían que se había convertido al Islam para poder llevar el turbante con el que taparse la tiña de la cabeza.

Desde la terracita del apartamento de mi hermana en La Zenia, entre Torrevieja y Campoamor, se vislumbra el torreón blanqueado de Cabo Roig, un torreón que es como un viejo hueso del terror que sobresale de la tierra. Porque esa torre es producto del pavor de la gente de la costa que nunca sabia cuando iba a ser atacada por los piratas. Estaban en sus campos, arando, trabajando, y de repente unas embarcaciones surgían en lontananza.
Dos vistas, frontal y trasera, del torreón de Cabo Roig, declarado como Bien de Interés Cultural y Patrimonio Histórico de España en 1949:


Las acciones sobre la costa dejaban muerte, saqueos, impotencia y terror, mucho terror. Así que el torreón de Cabo Roig, observatorio de piratas, ahí continúa, recordándonos que por ese mar al que se enfrenta llegaba la muerte y la desgracia; ahora sólo nos llega la desgracia de otros, a veces sus cuerpos entre las algas, lo que no lo hace menos peligroso e incómodo para nuestras conciencias primermundistas.
En el intento de frenar esta piratería alentada por el turco, las monarquías españolas decidieron tomar —con una suerte más bien dispar— los lugares más significativos en los que encontraban refugio. El procedimiento era casi rutinario, pero no por sabido resultaba exitoso; es más, en demasiadas ocasiones fue desastroso. Se organizaba un carísimo desembarco en el que durante su planificación era necesario tener en cuenta numerosos factores: los lugares de salida y llegada de la flota; el sitio en donde depositar a las tropas; las cantidades de raciones de campaña; el bizcocho, el vino y las aguadas necesarias para que los hombres no sucumbieran a los climas africanos; las tácticas de ataque; y los dineros, siempre las ingentes cantidades de dinero necesarias para esparcir la sangre sobre las arenas.
De esa forma se tomaban las plazas importantes y se dejaba una guarnición en el fuerte que dominaba la zona, llamado presidio. El presidio —ni rastro de Clint Eastwood intentando una fuga imposible— se convertía en un lugar asediado, peligroso, en cuyo interior la tropa dejada de la mano de Dios y del Monarca pasaba hambre, sed, calor y se acostumbraba a vivir con el permanente pavor a los enemigos que lo rodeaban.
El Peñón de Vélez de la GomeraLos GelvesLa Goleta de Túnez y Argel, son algunos de los lugares principales a los que Juan Barceló presta atención en su informe. Porque este En guerra con los berberiscos tiene vocación de relato de batallas, de crónica escrupulosa de los intentos y de los escasos éxitos que llevaron a cabo los españoles por coronar esos lugares. Una historia de sus colisiones contra la fortaleza de piedra, arenas, polvo, sol y cimitarras que representaban las plazas africanas.
Tapiz del ataque de los arcabuceros españoles a La Goleta de Túnez.

Emocionante es la historia de la toma de La Goleta de Túnez, como agobiante resulta el ilustre batacazo de Carlos I en su intento de la toma de Argel, y cómo pudo ponerse a salvo escoltado por los buques de sus más fieles pretorianos, conducido hasta la localidad de Bujía. En Argel pudo dejarse la piel el Emperador como en el día más caluroso de un futuro agosto de 1578 se la dejaría de su sobrino-nieto Sebastian I de Portugal en Alcazarquivir, y tal vez en alguna ucronía cuántica eso esté ocurriendo ahora mismo. La tempestad, la tormenta, tuvo mucha culpa del descalabro imperial, tal y como le sucedería a la Grande y Felicísima Armada en su camino a Inglaterra, apenas cuarenta y tantos años después.
Tapiz que representa a los españoles y los turcos enfrentándose en Túnez.

De todos aquellos tesones hay uno que todavía permanece en poder hispano, se trata del Peñón de Vélez de la Gomera, un risco a 138 kilómetros de Melilla con unas cuantas casas enjalbegadas de blanco y una frontera que lo separa de Marruecos por apenas 85 metros escasos.
El resto de las plazas se acabaron rindiendo. Notable fue la dolorosa pérdida por partida doble de Los Gelves, frente a las costas de Túnez, con numerosa entrega de armamento y hombres cautivos al turco, tanto que caló en los versos nobles de Garcilaso —llorando el desastre de 1510 cuando Pedro Navarro y García Álvarez de Toledo cayeron con estrépito— y en las coplillas populares que se referían a la dificultad de ganar la plaza.
Pero esta historia que pone en pie Juan Laborda con la ayuda de un aparato documental abundante y preciso —sostenido por crónicas de notables de la época como el clérigo benedictino y obispo Prudencio de Sandoval, del viajero y soldado Luis del Mármol y Carvajal, del historiador López de Gómara o de otro historiador como Jerónimo de Zurita, entre muchos de los citados— no es solo una enumeración de conflictos y sus resoluciones. Laborda atiende a los aspectos de la intendencia a la hora mantener las plazas ganadas, los llamados presidios, y a las figuras de los principales mandos que se quedaron al cargo junto con sus continuadas peticiones de socorro y atención a unos reyes que tenían girado el cuello en dirección a Flandes.
Jerónimo de Zurita.

Obra de Prudencio de Sandoval.
Un buen ejemplo de esto es la desesperación de Álvaro de Sande en Los Gelves, que se verá obligado a abandonar la plaza dado que no recibe el socorro peninsular y la guarnición está cercana a sucumbir de sed. Sande, con más de 70 años de edad, terminará cautivo de los turcos. Por su parte, Alonso de la Cueva, que mandaba en la fortaleza de La Goleta, tuvo que lidiar con los espías y los traidores que, entre las propias filas de los guarnicionados del presidio, intentaron rendirlo desde el interior.
Las guerras de las monarquías españolas en el siglo XVI ilustran el fracaso, y unos pocos éxitos, de las consecuencias de importar las técnicas de guerra terrestre de los Tercios españoles curtidos en Flandese implicarlos en luchas de desembarco sobre un territorio tan hostil como desconocido. En eso, los turcos llevaban ventaja. La organización de sus tropas, lanzando caballería contra infantería, emboscando en los oasis a los soldados que llegaban exhaustos y en desorden a beber el último sorbo de vida, o arremetiendo con los temibles jenízaros, auténticas tropas de élite, hizo muchas veces de esas jornadas auténticos desastres.
Como soy comparatista, siempre lo afirmo, no puedo dejar de recomendar una lectura transversal o paralela al magnífico trabajo de Juan Laborda. Se trata de la novela El cerco (Alianza Editorial), de Ismaíl Kadaré, en donde el autor albanés nos describe con minuciosidad el proceder del ejército turco, las evoluciones de sus diferentes secciones y las intervenciones de los jenízaros en el asedio a una fortaleza albanesa. Aquí os dejo una crítica que hice de esta obra de Kadaré:

Pero el furor de la sangre suele plegarse a intereses políticos, que son los mismos que lo habían desencadenado. Por ello, el libro dedica sus últimas páginas a los intentos de establecer una tregua en la zona, casi un statu quo en el Mediterráneo entre los españoles y los turcos porque el corazón de Europaera el centro de la batalla del Imperio español.
Y esa tregua llegó de la mano de un personaje curioso: Martín de Acuña, una suerte de espía, fullero, bocazas y caradura, un torpe que viajó a Estambul con el encargo de volar el arsenal del puerto y que, por mor de su indiscreción, se vio en un tris de ser descubierto. En momentos tan delicados decidió hacerse pasar por embajador y la mentira terminó con una paz negociada con el Visir. Sus imprudentes y sorpresivamente fructíferos servicios fueron recompensados por Felipe II con la cárcel en la fortaleza de Pinto, donde fue ajusticiado en 1585.
El libro de Juan Laborda Barceló es un texto minucioso y muy entretenido que, en una extensión de algo más de 200 páginas, nos presenta un panorama diáfano de estos conflictos mediterráneos que son una muestra del eterno y enconado choque entre la cruz y la media luna. Laborda, además de historiador y docente, es novelista, por ello sabe muy bien cómo encandilar en su ensayo al lector más ajeno a los sucesos, en un ejercicio de didáctica que demuestra claramente las vocaciones que recorren al autor: la enseñanza de la Historia y la pasión por narrar.
Si quieres conocer su faceta como novelista puedes consultar el siguiente enlace de Achtung! en donde encontrarás una reseña crítica de su última novela: Paraíso imperfecto:
Y si deseas saber algo más de la personalidad del autor, no dejes de consultar esta entrevista que nos concedió para nuestra Galería de Cronopios de Achtung!:
Es, por tanto, En guerra con los berberiscos un libro sobre los sucesos históricos de un momento muy determinado que se sostiene en una documentación sobresaliente, pero también es un ejercicio de estilo ameno y didáctico de su autor que nos regala una lectura apasionante como sólo puede construirla quien, además de historiador y erudito, siente el latido de la tinta que nos hace escritores.

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