sábado, 29 de diciembre de 2018

La vida invisible-Lorenzo Amurri (1)


*Esta crítica apareció en Mi Nueva Edad:
https://www.minuevaedad.com/actualidad/2018/12/5/el-libro-del-mes-la-vida-invisible-lorenzo-amurri/

La escritura como salvación

No me atrevo a calificar de novela el libro que hoy recomendamos en Mi Nueva Edad, una incómoda novedad editorial que nos trae Ático de los libros. Y no me atrevo porque la obra del italiano Lorenzo Amurri es compleja, y va más allá de poder ser catalogada en un género determinado.
El subtítulo que le ha colocado la editorial española, ese Memorias de transformación, música y superación, ayuda a que comprendamos la dificultad a la hora de englobar el trabajo de Amurri en un género literario determinado.
Podemos empezar por el asunto de que Amurri no era escritor. Digo era, porque, lamentablemente, falleció en 2016. Este libro nace de una necesidad, de la obligación por aferrarse a la escritura después de un drama tremendo, de escribir como una forma de sobrevivir. Es una escritura confesional, un vómito duro y existencial, una obra curativa y terapéutica que, por el camino, además de servirle de gran ayuda a su autor, hace pensar, y mucho, al lector, gracias a una visión clara, directa y contundente de la realidad.
Amurri era un joven algo descerebrado que con 26 años vivía al límite el lema de sexo, drogas y rock`n roll, hasta que un brutal accidente de esquí —el impacto contra el poste de un telesilla— lo dejó tetrapléjico. Adiós a la vida que conocía, adiós a tocar la guitarra y a los conciertos, adiós, realmente, a casi todo. O a todo.
Empieza así un relato de supervivencia en donde el protagonista nos va detallando los estados por los que va pasando desde que sufre el accidente. Del ingreso en la UVI y las operaciones, hasta la durísima rehabilitación; desde los tratamientos, las inyecciones y las sondas, hasta la silla de ruedas. Es una historia que no solo trata de la descomposición personal, sino de la desintegración familiar y social. Porque cuando uno enferma de ese modo, todo lo que le rodea enferma de la misma manera.
La batalla de Lorenzo Amurri no se reduce a encarar el día a día con los tremendos problemas de movilidad, la pesadilla de ir al baño, el afeitarse, comer…, no poder valerse por sí mismo. También es una lucha contra la incomprensión: en primer lugar contra su propia incredulidad, que no acepta que le esté ocurriendo semejante desgracia, y en segundo lugar contra la barrera que la sociedad levanta para aislar a estos enfermos.
Todo ello aparece reflejado en una prosa rápida y eficaz, sin apenas concesiones ni florituras, directa, que te golpea con fuerza al mostrarte lo más descarnado del sufrimiento humano con palabras sencillas y sin victimismos. Las reflexiones de Lorenzo ante la soledad, la incomunicación, el miedo al futuro, el deseo de suicidarse o la complejidad en la que se ha tornado su relación de pareja, llegan hasta nosotros en un fluir natural que nos presenta la realidad de su desgracia de una forma natural y sin circunloquios.
Por todo ello, el libro de Lorenzo Amurri deja una huella en el lector cuando lo termina. Invita a reflexionar, dado que todo él es una meditación en primera persona, que muy bien podría servirnos como un gran acicate para plantearnos qué es la vida y qué cosas hacen que merezca la pena vivirla.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Factor limitante-Yolanda Vega



*Esta crónica apareció en achtungmag.com:


Factor limitante: respuestas para preguntas que no nos atrevemos a hacer

El pasado miércoles tuve la ocasión y la fortuna de ver una de esas obras de teatro que te remueven algo por dentro. Se trata de Factor limitante, un texto de Yolanda Vega que, además, lo dirige. La obra está muy bien interpretada por tan solo cuatro actores: José Ramón Arredondo, Chema Abellón, Eliana Santander y Vanessa Morr. Todo ello, además, en una sala muy propicia e íntima, pequeñita e independiente, que permite sacarle todo el jugo a una obra, y a las evoluciones de los actores: Intemperie Teatro. Así que lo habéis adivinado, Achtungers!, esta columna de hoy de El Odradek va sobre teatro.

Muchas cosas, y todas buenas, sorprenden de Factor limitante. Cuando accedes a la sala para acomodarte, ya están los cuatro actores sobre el escenario, quietos como estatuas, lo que inmediatamente consigue la plena identificación y la fusión del espectador con la obra que se va a llevar a cabo. Antes de comenzar ya te han implicado en ella.
Y esto es un detalle muy importante, puesto que los materiales de los que se nutre la obra son asuntos que nos tocan muy dentro y de una forma muy directa. Al fin y al cabo, todos los hombres somos el hombre que interpreta Chema Abellón, y todas las mujeres son la mujer que encarna Vanessa Morr. Y todos estamos inmersos y fastidiados por las reglas y convenciones que dicta esa Sociedad que representa Eliana Santander.
La obra aborda una descarnada versión de la realidad, de esa realidad sometida por los roles que obligatoriamente pretende hacernos adoptar la Sociedad desde el mismo momento en el que nacemos. Así, la pieza arranca con el nacimiento de dos homúnculos, que de inmediato, al comprobarse que uno es hombre y el otro es una mujer, ocupan su lugar en el mundo sin comprender el motivo.
La Sociedad los impulsa, a empujones, a colocarse en sus sitios: el hombre en lo alto de una silla, desde una posición preponderante en la que podrá contemplar a la mujer muy por debajo. A lo largo de la obra ella intentará acceder a ese puesto, colocarse a su lado, incluso junto al hombre, pero la Sociedad se encargará de frustrar todos y cada uno de los anhelos de ella, y la intención de querer ocupar el puesto junto al hombre será la primera.
La historia, así contada, ya posee una gran carga efectista, nos impacta, pero una serie de recursos teatrales hacen de la puesta en escena un ejercicio implacable de acoso incómodo sobre el espectador, que asiste al bombardeo de amarguras obligado a tomar partido.
Chema Abellón es el Hombre.
Uno de los efectos importantes que consigue que lo que se nos cuenta nos aturda es la ruptura de la cuarta pared en varios momentos. Uno, determinante, en el que con las luces pagadas se va enfocando a los espectadores con unas linternas mientras se lee un texto que denuncia los lados más oscuros que todos albergamos en nuestro interior.
Hay de todo y para todos, desde maltratadores hasta extorsionadores, desde infieles y chantajistas hasta maniacos sexuales, desde parejas que, como un mantra, “reciclan plástico y vidrio” —como si aquello fuera una garantía de ser buenas personas y pudiera sofocar otras iniquidades que cometen— hasta personas que suben en el escalafón laboral o de la vida gracias a mezquindades.
Este momento demuestra que la Sociedad nos obliga a jugar con unas cartas establecidas de antemano, y que muchos, cuando tratan de buscarse un resquicio para no aceptar las normas, moldearlas a su antojo o, simplemente, ignorarlas, revelan su otro yo más infame y sucio. Porque no atenerse al juego parece que conduce, en todos los casos, a la degradación.
Vanessa Morr es la Mujer. A la izquierda Eliana Santander: la Sociedad.
Por eso, la frase que se repite una y otra vez de “ellos reciclan plástico y vidrio”, significa mucho: Aceptando una de las normas sociales que nos hace creernos buenos, útiles empáticos, ecológicos (y que viene dictada por el sistema biempensante, que la ha elegido por nosotros) ya nos creemos con la conciencia limpia, aunque en la mayoría de los aspectos seamos unos miserables. Pero reciclamos “plástico y vidrio”. Por tanto, no podemos ser malvados.
En otro de los pasajes más lacerantes, se reparten unas fotos al público mientras se narran las historias que esas instantáneas sugieren: desde problemas de identidad sexual aplastados por la maza de lo establecido, hasta la explotación infantil, los malos tratos y la violencia doméstica. Esas fotos, como las linternas sobre el público, son continuas preguntas que nos hace la autora, Yolanda Vega: ¿Cómo somos capaces, no ya de asistir impertérritos a este mundo, sino cómo podemos permitirlo sin hacer nada? Bueno, algunos reciclan plástico y vidrio para intentar mejorarlo…
Yolanda Vega es la fundadora del Madrid Meisner Studio, y esto tiene una importancia capital en la obra Factor limitante. La técnica que preconiza es la conocida como técnica Meisner, creada por el actor y profesor estadounidense Sandford Meisner a mediados del siglo XX, y que fue adoptada por renombrados artistas, como Steve McQueen o Naomi Watts, entre muchos otros.
El método Meisner se basa, entre otras cosas, en las repeticiones de frases o palabras que conducen la interpretación a otro nivel dado que, aunque ambos actores pronuncien la misma frase, en cada uno de ellos la afirmación se ha cargado de unas connotaciones bien distintas en función de sus reacciones. Una misma frase trabaja de diferentes maneras en función de quién la pronuncie. Eso significa que el texto de la obra no caracteriza al actor, sino la manera en que lo decodifica.
De esta manera, y en Factor limitante eso sucede con brillantez, el conflicto o agón que pone en marcha toda escena teatral no se produce por una confrontación negativa entre lo que dice un actor y lo que sostiene el otro, que busca lo contrario, sino en la repetición de las mismas afirmaciones que, sin embargo, y en boca de cada uno, suenan antagónicas y dotan de una tensión exacerbada el instante.
Si os interesa ahondar más en este asunto os dejo enlace a la página del Madrid Meisner Studio:
De esta forma avanza la obra, rica en recursos interesantes. No puedo dejar de lado la intervención del cuarto actor, José Ramon Arredondo, que además de hombre orquesta (canta, baila, toca la guitarra, incluso con un arco de violín), hace las veces de una especie de Maestro de Ceremonias y se encarga de aportar algunos efectos sonoros producto de la ejecución de algunas prácticas bien simples: con un capacho de arena y un silbido imita los ruidos del tren, con una botella y una pajita los borboteos del agua hirviendo.
Arredondo comparte escenario, sentado a un lado, para formar parte de la propia obra. A veces toca el cajón, otras se pone en pie y recita, se pasea, interpela al público, se sienta a su lado, y saca la obra de su dimensión para realzarla y entregarla al público.
José Ramón Arredondo en una de sus arengas al público.
Factor limitante hurga en la posición preponderante de hombre y en la poca capacidad de maniobra que la sociedad, entendida como tradicional, permite a la mujer. Todo es simbólico, pero de un simbolismo hiriente, con momentos acertadísimos, como el que antes mencionaba del tren.
El hombre en lo alto de su silla se ha transformado en el conductor de un convoy al que debe subirse la mujer. Cada tren que deja pasar es una oportunidad que se le escapa en la vida. Muchas de esas oportunidades se pierden por no querer jugar al juego social establecido. Solo hay dos líneas de transporte, una que lleva a lo trillado y a lo ya previamente establecido, y otra en la que viajan aquellos seres miserables que han querido burlar a las normas y se han convertido en solitarios y marginados.
El discurso de la Sociedad, y el de los actores, insiste una y otra vez en aquello que han aprendido, que este mundo es así y no se puede cambiar, que hay que aceptar los roles y no apartarse de ellos si se pretende ocupar un lugar, un sitio como una pieza de un puzle anodino y miserable que te llevará a soportar una vida de frustraciones, amarguras y fracasos.
Dos frases que la autora filtra en el texto definen muy a las claras lo que la Sociedad espera y demanda del hombre y de la mujer: “no has matado lo suficiente”, le reprocha al hombre, que debe mostrar una y otra vez su crueldad y su capacidad de extinción dañando a los demás para alcanzar su valía, y “no has muerto lo suficiente”, le restriega una y otra vez a la mujer. Esas muertes son sacrificios, la aniquilación de sus esperanzas, de sus sueños, de los anhelos, de la independencia y de la personalidad propia.
Es una gran definición de lo que tradicionalmente aguarda la Sociedad de nosotros: si somos hombres debemos tomar decisiones que nos hagan progresar, “matando” como una forma de avanzar y elevarnos de estatus, siendo machos alfa, lideres, ejecutivos agresivos y tiburones, mostrándonos implacables y manejando las riendas de nuestras vidas como esos CEOS que se comen por los pies a los Consejos de Administración.
El hombre debe poner en marcha para realizarse una política de triunfos sobre tierra quemada. Por su parte, la mujer debe aceptar sus muchas muertes, propias, reflexivas, sacrificándose y subyugándose al papel del hombre, que permanece sentado en lo alto de su silla. La mujer también debe llevar a cabo una política de tierra quemada, pero interior, donde cada renuncia la afirmará más en su papel de súbdita.
Yolanda Vega insiste en cierto determinismo de estas situaciones, dado que en la obra la Sociedad obliga a la mujer a elegir el color que debe asignar al futuro niño que está por nacer: azul o rosa. Y si la madre no accede a elegir alguno de los dos queda seriamente advertida: la Sociedad no podrá proteger al futuro bebe, que será como algo indefinido, un freak indeseable.
Así, el contenido de reivindicación feminista también se enriquece con una mirada sobre la libertad de la sexualidad, tan constreñida por la intolerancia de lo que está establecido desde hace siglos. Los tatarabuelos, bisabuelos, abuelos y padres del hombre siempre han intentado inculcarle el mismo mensaje de inmutabilidad de las cosas socialmente aceptadas. Igual le sucede a la mujer con su tatarabuela, bisabuela, abuela y madre: solo hay un camino para formar parte y ese camino está marcado desde siempre.
Pero, ¿formar parte de qué? Y la gran pregunta que nadie nos hace nunca y que debemos formularnos nosotros mismos: ¿Queremos formar parte? ¿Queremos cambiarlo? ¿Hacemos algo para cambiar?
Es así como Factor limitante, y este es uno de sus grandes aciertos, comienza dentro de nosotros cuando la función ha terminado. Nos llevamos la obra en el interior, la maduramos, la cocemos, la reflexionamos y nos vuelve, una y otra vez, el regusto amargo de lo que hemos presenciado. Esto es buen teatro. El que nos provoca la catarsis en el salón de casa, o a la hora de irnos a dormir, cuando retorna como un fogonazo a nuestras cabezas y nos obliga a formularnos esas interrogantes.
La obra se ha prorrogado para todos los miércoles de noviembre. Aquí os dejo enlace a la web de Intemperie Teatro:
Motivos de interés para ir a verla no le faltan. Ahora bien, ¿queremos abandonar nuestro rincón de confort no comprometido o preferimos repetirnos que nada de todo esto va con nosotros? Siempre podemos seguir reciclando plástico y vidrio con la conciencia tranquila, al menos hasta que un día alguien venga a pasarnos factura por todo aquello que, pudiendo hacerlo, no hicimos.
Creemos que ese momento, mientras reciclamos plástico y vidrio, no llegará jamás. Puede que sea nuestro hijo, mucho antes de lo que pensamos, el que nos formule preguntas que no podamos responder sin sentirnos unos miserables.

sábado, 15 de diciembre de 2018

Ficciones-Jorge Luis Borges



*Esta reseña apareció en Mi Nuev Edad:
https://www.minuevaedad.com/actualidad/2018/11/5/el-libro-del-mes-narraciones-de-borges/

Una aproximación al genio del laberinto

El libro que recomendamos este mes en Mi Nueva Edad es una recopilación de los mejores relatos de un maestro del género: Jorge Luis Borges. En el volumen que nos ofrece la editorial Cátedra, dentro de su colección Letras Hispánicas, se han elegido textos que originalmente aparecen en Historia Universal de la infamia (1935), Ficciones (1944), El Aleph (1949), El informe de Brodie (1970) y El libro de arena (1975).
Se trata, por tanto, de una selección de los más granado y sobresaliente dentro de la ya de por si excelsa producción cuentística de Borges. En efecto, parece una tarea casi imposible diferenciar unos relatos de otros en función de su calidad u originalidad. Sin embargo, la selección de Marcos Ricardo Barnatán, a cargo de esta edición de Cátedra, nos presenta algunos de los textos más inquietantes del genio argentino.
Inquietante, desde luego, porque los relatos de Borges siempre contienen la semilla de algo que, una vez leídos, nos obliga a reflexionar, tal vez algo aturdidos. Vaya por delante que, la mayoría de las veces, no son textos sencillos, vienen plagados de culturalismo, de referencias bibliográficas verdaderas que muchas veces resultan casi imposibles de separar de las inventadas, de metatextualidad y metaliteratura —con toda la complejidad que albergan ambos términos—.
Borges tiene sus obsesiones, manías, tics, sus gustos, que en los relatos se hacen casi autorreferenciales: la presencia constante de los laberintos, de las estructuras circulares, de universos que se contienen dentro de otros universos, construcciones de cajas chinas o matrioskas, senderos y jardines que son puertas a otra dimensión, quiebras temporales y espaciales, reflexiones sobre el sueño y la realidad… Resumiendo, elementos que configuran gran parte de lo que ahora conocemos como literatura cuántica.
De entre un discurso de tanta riqueza resulta difícil quedarse solo con algo. Como ya dije antes, todo resulta sobresaliente, llamativo, su lectura alimenta nuestra perplejidad, nos quedamos atónitos al asomarnos a este mundo onírico, quebradizo, engañoso, que parece burlarse de nosotros con cada lectura.
Atención especial merecen algunos de los clásicos que aparecen en este volumen. La reflexión metatextual y literaria en Pierre Menard, autor del Quijote, es uno de los relatos fundamentales de Borges. Al igual que La biblioteca de Babel, una biblioteca que ordena el Universo, o Funes el memorioso, la historia de un hombre que lo recuerda absolutamente todo.
Cuentos con aureola de legendarios son Enma Zunz —para muchos considerado como un cuento perfecto— y Deutsches Requiem, así como El Aleph, el texto fundamental para comprender el pensamiento de Borges y, quizás, uno de los mejores principios que se hayan escrito para un relato.
La lectura de Borges exige ser revisitada. Con una sola vez, no basta, y a medida que releemos sus relatos extraemos más y más conclusiones, nos inundamos de una riqueza, de un saber casi enciclopédico, un saber que busca darnos a entender cómo se estructura el Mundo, el Universo y el propio Hombre inmerso en el colapso del tiempo y del espacio.
Borges nos ofrece una reflexión metafísica, filosófica y existencial en estos cuentos, producto de cierta condición sincrética de la Creación y del concepto de Dios como Gran Arquitecto, como Hacedor de estructuras y Soñador de los hombres.
No son asuntos sencillos de comprender, y los planteamientos de los relatos vienen, además, cargados de simbolismos y guiños extraños, pero esa es una de las principales características de Borges: el entendimiento de la literatura como un juego. A veces, incluso un juego sin reglas al que se nos invita desde la fascinación de las palabras. Juguemos.

martes, 23 de octubre de 2018

La familia de Pascual Duarte-Camilo José Cela




*Esta reseña apareció en Mi Nueva Edad:
https://www.minuevaedad.com/actualidad/2018/10/2/el-libro-del-mes-la-familia-de-pascual-duarte/

La importancia de una primera novela

Mentiría si no dijera que por un tiempo no existió para mí otro escritor mejor que Camilo José Cela —de eso fue hace mucho, lo reconozco—. Sin embargo, algo lo cambió todo: el Premio Nobel de 1989. Ese triunfo lo transformó en un monigote de las revistas del corazón, grosero y soberbio que, prácticamente, ya no escribió nada, y lo poco que hizo, fue sin la chispa que le llevó a ganar el Nobel, con un trasfondo de escándalo de plagio que su descomunal carrera no merecía.
Obviamente, eso no fue siempre así. El Nobel fue muy justo gracias a un conjunto de novelas extraordinarias y por algunos libros de viajes imprescindibles para las letras españolas: La familia de Pascual DuarteLa ColmenaMazurca para dos muertos, Cristo versus ArizonaViaje a la Alcarria o Del Miño al Bidasoa, por ejemplo.
De ellos, el libro que hoy recomendamos en Mi Nueva Edad es su primera novela, con todo lo que eso significa para un autor. La primera novela suele ser una obra dubitativa o insegura, tanto que a veces los escritores prefieren ignorar este tipo de debuts cuando ya han cosechado otros éxitos (Delibes y su relación con La sombra del ciprés es alargada es un buen ejemplo, a pesar de que el libro fue premio Nadal en 1947).
La familia de Pascual Duarte no tiene nada de eso: ni dudas ni tembleques, ni indecisiones narrativas. Es, quizás, la mejor novela de Cela, o casi una de las mejores. En el texto, el torrente violento de tremendismo, puesto en pie con frialdad de recursos, hiela el alma del lector y marca un antes y un después en la novela española.
Publicada en la delicada fecha de 1942, nunca ha estado exenta de polémica: se dijo que Cela utilizó enchufes para editarla, pero dejando de lado esos tejemanejes extraliterarios, lo cierto es que el discurso puesto en pie en el libro es un discurso directo, contundente y valiente, especialmente para aquellos momentos en los que mostrar la España de posguerra, sucia y miserable, grotesca y virulenta, incluso repulsiva, era una forma de criticar la sociedad del momento de manera valiente, muy arriesgada. Tanto, que la segunda edición de la novela fue prohibida, aunque no hubo manera de detener su desbocado cauce narrativo. Es uno de los libros españoles más traducidos y con mayor número de ediciones.
El compendio de violencia, de instintos asesinos, desgracias y destrucción, de crímenes ocurridos en un pueblo de Badajoz, no ha envejecido 77 años después de su estreno. Pascual Duarte goza de buena salud, es más, de una salud envidiable gracias a algunos resortes que elevan al libro a esa cualidad de obra maestra.
Sin duda, uno de los grandes aciertos de Cela radica en haber elegido una primera persona protagonista impresionante y perturbadora. Después, supo anclar la narración en ese realismo naturalista al estilo de Zola o de Galdós para combinarlo con lo trágico, convirtiéndose en el libro de referencia del género del tremendismo.
La crudeza, la pulsión destructiva, el escenario de podredumbre, la marginalidad de los personajes y el festival del lenguaje que utiliza el autor, justo, exacto, riguroso, duro, áspero, concreto y contundente, pero repleto de virtuosismo, hacen de este texto un libro extraordinario.
Otros recursos, como la estructura de novela picaresca, el cargado acento confesional de la primera persona del Duarte o la presencia cervantina, no hacen sino mostrar la riqueza de un escritor, Cela, que con su primera novela revolucionó el panorama literario español, y la importancia de un libro imprescindible para cualquier lector de novela en castellano.
De verdad, olvidemos al autor histriónico y mamarracho que nos queda en el recuerdo después del Nobel, y disfrutemos, de nuevo, del genio de su pluma que alumbró aquella primera novela. Así se nos revelará, otra vez, uno de los mejores escritores de la literatura española y una de sus mayores obras.
Nota: aunque en la foto que ilustra esta recomendación hemos utilizado la edición de Seix Barral, recomendamos la de Destino porque no podemos imaginar el Duarte leído en otra editorial que no sea la que publicó y popularizó lo mejor de su obra.

lunes, 22 de octubre de 2018

Poemas desde mi jardín-Alfonso Aguado ortuño


Por su parte, Poemas desde mi jardín presenta un propuesta deconstructivista de las Bucólicas de Virgilio, lo que en principio es muy interesante, pero el poemario tal vez termine algo lastrado por cierto barroquismo que albergan los textos, a veces recargados. Se trata de una visión exultante del jardín en el que descansa el poeta, que alcanza desde lo micro hasta lo macro.
En efecto, porque la mirada lirica de Ortuño se puede detener en los insectos, en las diminutas criaturas, pero también en los aviones que sobrevuelan ese jardín. De esta forma conforma un bodegón animado de numerosas plantas, animalillos, en el cual el propio poeta se inserta, componiendo al final una especie de retrato de escritor en su jardín con aspecto arcimboldesco.
El poeta, ya viejo, descansa en ese jardín, pero lejos del ambiente bucólico virgiliano, aquí no impera un ambiente lírico, sino antilírico“Se escuchan pájaros/ de mal agüero y los perros no paran/ de ladrar a mi alrededor”.
El poeta no encuentra ese acomodo vivificador que Virgilio experimentaba en la naturaleza, al revés, está incómodo, junto a “tijeretas y babosas”“la aridez impera”. Tal vez sea este jardín un reflejo de la vejez del escritor que, en un alarde de poesía cuántica, se ha contemplado en un poema “desde el tejado me veo más viejo, con pocas ganas, sentado, enfermizo”.
De esta forma, se nos propone un texto saturado, dificultoso. Narrativo en su poeticidadque, a pesar del evidente simbolismo que puedan poseer las plantas e insectos que aparecen —y son muchos, desde luego— busca en la escasez de imágenes acercarnos esa mirada magnificada de pulgones, libélulas o gatos que pululan en derredor de un yo poético que, cada vez más, se metamorfosea con el entorno: “Formo parte de estos árboles, de estas plantas”, afirma contundente y certero.
El poemario se transforma, así, casi en un insectario, un estudio entomológico y natural de las especies que circundan a ese hombre, poeta envejecido y cansado que quizás se da a la tierra antes de tiempo, derrotado. Pero no es una asimilación con el entorno traumática, al contrario, la adecuación del hombre con el jardín es afable y tranquila, lenta, como si la naturaleza representase lo temporal de la vida y lo eterno de la muerte: “Tiene mi jazmín mil flores y mil dolores tengo”.
La simbología del jardín, con sus flores y sus plantas, es rica y compleja, porque en los brotes, en los retoños, florecen recuerdos antiguos convocados por el sentimiento bucólico. Pero una vez más, esa naturaleza contiene en sí misma su propia descomposición“el trastero abierto deja ver las cajas enmohecidas donde guardo los recuerdos”.
Impertérrito, el poeta accede a la noche del jardín, una noche que trae inquietudes para su ánimo que “sangra lombrices de tierra”. Los pavorosos recuerdos y el dolor de antaño se enlazan con los insectos que horadan el suelo y se mueven entre el mantillo y el barro.  El hombre es un súbdito de la naturaleza y, por eso, los poemas que compone son como plantas. Si las plantas no se riegan no crecen y se agostan; los poemas que compone son “bajitos” porque “no los riega casi nadie con su mirada”.
Algunas composiciones están aromatizadas de haikus, pero no cumplen estrictamente ni con sus leyes ni con su espíritu porque así lo decide el poeta. Porque el poeta es como un cuervo “capaz de entonar todos/ los sonidos del mundo”. Y en mitad de esa naturaleza que es descomposición y muerte, el yo lírico se encuentra como en su “cementerio”. Demasiados frutos en descomposición, demasiada vida empeñada en pudrir como para no entender que todo lo que ocurre en ese jardín es un retorno a la fusión espiritual con la naturaleza. Y la mariposa de la esfinge de la calavera, que aparece sobre el ocaso, transporta los recuerdos de su padre y la advertencia de la fragilidad del tiempo presente.
Es una realidad áspera, la realidad de la vida, la realidad del jardín, la realidad de esta naturaleza antivirgiliana en la que la lírica de Arcimboldo que se ha puesto en pie termina por marcar la dirección que toma el protagonista: el abandono del jardín para siempre. ¿Es una muerte poética? ¿El acceso a una dimensión superior? ¿La quiebra de una tradición compositiva deconstruida?
En cualquier caso, estos Poemas desde mi jardín, por momentos excesivos y por veces vertiginosos, son el manifiesto de un momento muy determinado de un poeta cansado que buscaba el reacomodo en la naturaleza, y que le dio la espalda. Desde ahí, cada cual puede cargar de sentido metafórico y simbólico esta naturaleza muerta de Ortuño.

Diálogos con el papel-Alfonso Aguado Ortuño



Alfonso Aguado Ortuño es un poeta de Piccasent (Valencia) que puede entenderse como un hombre casi renacentista. A su enorme producción lírica de más de una veintena de poemarios debemos sumar sus creaciones como pintor y fotógrafo, habiendo realizado, además, diferentes exposiciones. Solo así podemos explicarnos el importante contenido visual de su poesía, que prima las imágenes como esencia de sus versos. Además, Ortuño es artista digital y postal, escultor, poeta tipográfico, con una obra repleta de originalidad y que incluye libros-objeto y naipes manipulados que se convierten, así, también, en una suerte de poemas visuales.
Inmersos en este torrente creativo, dos poemarios: Diálogos con el papel (2008) y Poemas desde mi jardín (2010) —ambos editados por Frutos del tiempo—, presentan una muestra significativa de su trabajo poético, así como una gran parte del imaginario que los motiva.
Diálogos con el papel contiene el espíritu de pintor de su autor. El papel en blanco es un lienzo sobre el cual poder dibujar las emociones, las vivencias, donde plasmar la voz poética, pero no sin trabajo, casi con sufrimiento. Así, en el primer poema, Encuentro, se nos plantea esa colisión del escritor con la página en blanco al estilo de un lanzazo en un costado: la sangre que brota será la tinta que mancha el papel de versos, versos que después se convierten en poemas. Ortuño nos advierte que ha vaciado su vida y que por esa herida ha salpicado las páginas del libro, quedándonos estos treinta y cuatro diálogos con las cuartillas, que conforman, así, el poemario.
La intención meta literaria está bien clara desde el inicio del libro, se trata de escritura sobre escritura, literatura hablando de literatura, poesía construida sobre el acto de elaborar poesía: meta poesía. La conversación del poeta con el papel ha nacido desde una herida, y no puede, por eso, resultar sencilla, ni ausente de dolor, más aún cuando entiende que sus versos lastiman el papel con palabras que son como “azuladas heridas”.
El papel, además, sufre con la escritura de los versos una interesante metamorfosis: se convierte en espejo, lugar sobre el cual el poeta puede verse reflejado, e incluso en una especie de legajo acusador, porque señala directamente al poeta con las confesiones que almacena, producto de toda una vida.
Esta relación del autor con el papel nos llega mediante una estructura binaria de amor y odio. Sin duda, al escribir sus versos ennoblece la página, aunque la daña, y confiando sus intimidades líricas al papel lo reviste de poder. Porque en este caso, más que nunca, la poesía es un arma cargada, o mejor dicho, un arma que se va cargando de significado y potencia con el paso del tiempo.
En uno de los mejores poemas del libro (SéptimoOrtuño conjuga los colores que amarillean las hojas con el paso del tiempo, los compara con las frutas, y entiende que desde la perspectiva del correr de los años sus poemas encontrarán su justa sazón: “La fruta verde/ que nadie quiere// Pero el tiempo/ te pintará de amarillo/ y serás fruta madura/ cargada de azúcar/ y de pensamiento”.
Ortuño es un poeta visual, pictórico, y nada puede haber más visual y pictórico que el campo. De esta forma, entiende también la poesía, como una zona en donde arar y los poemas son sus semillas. En Decimoquinto lo expresa así: “Paso una hoja/ que ya no es una hoja/ sino campo/ donde la tinta ha penetrado/ en los poros,/ en busca/ de las semillas/ que se precipitaron”.
Siguiendo con el trabajo de ese campo semántico, nos encontramos ahora con la mano del propio autor que planea sobre la página blanca al estilo de un pájaro que volase trazando círculos sobre la cosecha.
Las imágenes de este Diálogos con el papel remiten muchas veces a la sangre, a la tarea de escribir como un esfuerzo sangriento o sangrante, volcado desde heridas permanente abiertas que empapan las páginas. Es la dicotomía de lo que estos papeles significan para el autor: a veces los ensucia con sus palabras, otras veces los raya como si fuera un niño que garabatea sobre una pared, confiando, a pesar de todo, lo más valioso del escritor que son los versos; el destilado de sus poemas.
Desde ese momento, ambos, papeles y poeta, pueden renacer, porque la escritura significa eso para Ortuño, la posibilidad de ajustar cuentas con el pasado, dejar prendidas en ellas los recuerdos y, así, renacer. Pero para renacer, el poemario debe ser leído. Y ese lector será como Howard Carter cuando se encontró con la tumba de Tutankamón, porque todo poema, toda poesía y poemario, esconde, en su interior cavernario de oscuridades y silencios, un preciado tesoro por descubrir.

domingo, 7 de octubre de 2018

Un obús directo al corazón-Wadji Mouawad

El teatro de Wajdi Mouawad: un obús directo al corazón



*Esta columna apareció en achtungmag.com:

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He visto Litoral. He visto Incendios. He visto las obras de Wajdi Mouawad. Podría decir que, teatralmente, ya me puedo morir tranquilo. Además, he tenido la fortuna de haber visto Un obús en el corazón, adaptación para la escena de una de sus novelas. Es decir, tres obras del mayor genio de los escenarios del siglo XXI. El pasado 27 de marzo fue el día Mundial del Teatro, por ello quiero traer hoy a este genio de las tablas hasta esta columna de El Odradek.

En efecto: He visto Litoral. He visto Incendios. Y he visto Un obús en el corazón. Son obras del libanés, pero nacionalizado canadiense, Wajdi Mouawad, un prodigio narrativo a la hora de situar un texto en escena. Son estas tres obras a las que me refiero las que me cambiaron por completo como espectador de teatro, provocaron una profunda transformación en mi forma de aproximarme a este género y, desde luego, cumplieron a rajatabla con la máxima aristotélica de la catarsis a la que el espectador debe acceder a través de la tragedia.
Catarsis: porque el teatro del libanés provoca una honda conmoción, una purificación emocional y espiritual, una pasión redentora al más puro estilo clásico, aunque, precisamente, las piezas de Mouawad si de algo se alejan, es de las representaciones de teatro clásico.

Sobre las tablas: el despliegue de originalidad en una concepción moderna, muchas veces rompedora, presenta una puesta en escena en donde conviven varias acciones a la vez, incluso separadas por tiempos distintos, así los personajes pueden aparecer desdoblados, o en distintas etapas de su vida, llevando a cabo un teatro cuántico de diferentes planos y líneas de acción que se suceden solapadas, unas sobre otras.
Esta forma de entender el teatro: como un momento y un movimiento continuo del espacio-tiempo. Es una de las claves definitorias de Mouawad. Por eso, aúna el concepto más clásico de catarsis mediante unas historias que destrozan hondamente la resistencia del espectador, con unos recursos narrativos innovadores: y de ahí brota lo absolutamente genial de sus obras.
Presenciar hoy en día una obra de este autor: vendría a ser lo mismo que, en pleno Siglo de Oro, en algún Corral de Comedias, pudiera verse la última de LopeCalderón o Tirso. De ahí la inmensa fortuna que he tenido al poder ver Litoral, Incendios y Un obús en el corazón.
Las dos primeras: Litoral Incendios, forman parte de la tetralogía titulada La sangre de las promesas, que se completa con las obras Bosques Cielos. Es necesario decir de inmediato que esta tetralogía está publicada al completo por la pequeña editorial ovetense KRK ediciones, en unos libritos preciosos, cuidadísimos y que son una joya para el lector.


La cadencia temporal (de esta tetralogía maestra para comprender el mundo desde el teatro del cambio del siglo) es la siguiente: Litoral (1997), Incendios (2003), Bosques (2006) y Cielos (2009). En un instante memorable para el mundo de la escena, las tres primeras se interpretaron seguidas en el Festival de Teatro de Aviñón de 2009. Un momento histórico. Más de once horas de representación, de caviar teatral, de conmoción, de emoción, de estallido.


Estallido: porque, como ese obús en el corazón que da nombre a una de las tres novelas que el autor tiene en su haber, el teatro que compone remueve las tripas hasta lo insoportable, te aproxima al borde la náusea, te arrebata el llanto y te echa una mano a la garganta. Es cierto, es realmente cierto esto de la catarsis aristotélica. Yo no creía mucho en ello, la verdad, y eso que soy habitual consumidor de teatro, pero nunca había abandonado mi butaca transido, cambiado, alterado, machacado, de la forma en que lo hice tras presenciar cada una de las obras de este genio.
Fortuna: tuve la fortuna de disfrutar del primer trago de Mouawad con la puesta en escena de Litoral, hace ya unos años. Recuerdo el aturdimiento al terminar la obra, producto de un asombro que me había devorado durante una representación agotadora, repleta de estímulos emocionales, aderezada con la puesta en escena más rompedora e innovadora que había visto en toda mi vida.
Después: ya hace menos de esto, he podido saborear Incendios de otra forma. Ya sabía quién era este genio libanes-canadiense, y lo que me iba a ofrecer con tanta generosidad en su obra. Incendios, con la dirección de Mario Gas en el teatro de La Abadía de Madrid y de la mano de Nuria Espert, certificó el inolvidable viaje por el asombro que nos ofrece un autor tocado por la mano de las musas de la misma forma que en su época lo estuvieron los grandes del género.


Aunque alguno se rasgue las vestiduras o no alcance a entender tal afirmación (quizás sea porque no ha visto una obra de Wadji Mouawad) su nombre pude colocarse a continuación de esta lista: EsquiloCervantesShakespeareMoliereLope de VegaCalderónTirso de MolinaValle InclánIonescoPirandelloBrecht… Tan grande, tal es el calado del autor al que estoy dedicando esta columna.
Aunque no hubiera escrito nada más: simplemente por las dos primeras obras que conforman la tetralogía de La sangre de las promesas, esos Litoral e Incendios, el escritor ya se habría ganado un lugar de honor en el Parnaso teatral, junto a los nombres que he citado antes y sin ningún tipo de recelos o problemas.
Estas dos obras: ofrecen una indagación en los orígenes de la violencia del hombre, en la forma más descarnada de sus comportamientos, pero también una reflexión sobre el amor como motor universal y la presencia permanente de la muerte. Son obras cargadas de tristeza, incómodas, plagadas de monólogos desgarradores, de personajes arrollados por el dolor de los recuerdos, traumatizados por experiencias violentas en permanente búsqueda de sus raíces, es decir, de su identidad. Y todo ello, al final, para concluir, o mostrarnos, la eterna bestialidad del ser humano.

En el comienzo de esta columna: me he referido, también, a la adaptación teatral de Un obús en el corazón, una de las tres novelas de Mouawad. De ellas, tenemos edición en español de la última, Ánima(Destino), del año 2012. La novela Un obús en el corazón fue escrita en 2007 y representada en los madrileños Teatros del Canal por un conmovedor, monumental y estremecedor Hovik Keuchkerian.


El intenso monólogo: es un puñetazo en la conciencia de cada espectador. Como ya ocurre en Incendios, será un recuerdo de la niñez del propio autor lo que sostenga la angustia del protagonista: en Beirut y con seis años Mouawad presenció cómo las milicias cristianas acribillaban en un atentado un autobús repleto de refugiados palestinos, al comienzo de aquella devastadora guerra civil libanesa que tan presente está en todas sus obras.
Esta escena: la del autobús, narrada de una u otra manera, articula la tesis de Wajdi Mouawad respecto a la brutalidad del hombre y la única forma de redención, que es a través del perdón, pero sin perder de vista los elementos decisivos de su teatro: el recuerdo, la reivindicación de las víctimas y la reparación de los inocentes al traerlos con nosotros, a nuestro lado, sentándolos en la butaca contigua, cuando no sobre las propias rodillas para que los acunemos con infinito cariño al estilo del cuerpo del padre muerto de Litoral o de esa madre que fallece de cáncer en Un obús en el corazón.
La enfermedad, la muerte, el pavor, los miedos, la violencia: todo ello lo representa esa mujer de las extremidades de madera que aterroriza al protagonista de Un obús en el corazón, y que tan sólo podrá superar enfrentándose a ella, es decir, a la realidad, a las cicatrices, al dolor, a la necesidad de tomar conciencia de que, todo ello, es lo que nos hace humanos.

He visto: Litoral: He visto: Incendios. He visto: Un obús en el corazón. Aún no he leído la única novela traducida al español de Wajdi Mouawad, pero espero hacerlo pronto. Si no habéis visto LitoralIncendios, o Un obús en el corazón, no dejéis de hacerlo en cuanto se os presente la oportunidad. Cambiará vuestra forma de ver algunas cosas y la rotura que os provocará en el interior ya jamás podrá ser reparada, ni siquiera mal remendada.
Y desde entonces: seréis uno más de los que viajan, de quienes viajamos, con el cuerpo hecho jirones y la convicción de que, como asegura en Incendiosla infancia es un cuchillo en la garganta por culpa de Wajdi Mouawad. Y podemos reconocernos como si formáramos parte de una sociedad secreta porque en nuestro interior se acuna ese tremendo costurón, el remendón del teatro del genio libanés incorporado a nosotros y que ya nunca podrá sernos extirpado.
En cierto modo: es un tipo de herida gozosa. Bueno: es realmente el agujero de un obús que nos golpeó, directamente, en el corazón. Y ya no hay quién lo saque de allí. Y tampoco queremos que eso ocurra nunca.