miércoles, 20 de diciembre de 2017

La broma infinita-David Foster Wallace



*Esta crónica apareció en achtungmag.com:

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David Foster Wallace: las infinitas lecturas de La broma infinita

Cuando un libro es tan amado como odiado, cuando genera afectos y desafectos furibundos e, incluso, cierto pavor o rechazo a la hora de enfrentarse a su lectura, es que estamos ante algo más que una mera novela. Sin duda, lo peor para un escritor, y para el texto que escribe, es que su obra pase sin pena ni gloria, que no produzca el menor impacto en los lectores. Así, puedo concluir que, lo adores o lo aborrezcas, te parezca una descomunal tomadura de pelo, o sea el libro de libros, La broma infinita (Ramdom House) del norteamericano David Foster Wallace, tiene algo especial, dado que genera tantos sentimientos encontrados y polémicos. Y de eso se trata cuando queremos escribir, o leer, gran literatura.

En mi anterior columna del pasado viernes dediqué un espacio a proponer algunos libros especialmente recomendados para leer durante el periodo vacacional navideño, por aquello del recogimiento hogareño y la introspección más propia de estas fiestas que de la época canicular. El último libro que propuse fue el de Foster Wallace, y cerraba el artículo con la promesa de que el siguiente viernes, es decir, hoy, dedicaría este rincón de opinión de El Odradek, a La broma infinita en profundidad y detenimiento.

Puedes leer la columna anterior en este enlace:

¿Qué ofrece, qué propone David Foster Wallace en esta novela que asusta, irrita y fascina a partes iguales? Porque, sin duda, en ese carrusel de emociones desencadenado por su lectura debe encontrarse, a la fuerza, el secreto de su éxito, si por éxito entendemos que la obra ha pasado a la historia de la literatura como una obra imprescindible, un libro de culto y, a la par, una completa pérdida de tiempo y la mayor basura que se ha escrito en los últimos años.

Evidentemente, La broma infinita ni es una basura, ni su lectura significa una pérdida de tiempo, ni es una tomadura de pelo. En efecto, y lo siento por sus detractores si esperaban encontrarse aquí con otra cosa, es una de las últimas obras maestras que nos ha legado el arte literario, producto de la inmensa inteligencia de un escritor admirable que controlaba y conocía los recursos narrativos como pocos. Es la obra de un superdotado.

Sentadas las bases de sus virtudes —estamos ante un relato imposible no ya de igualar, sino tan siquiera de imitar, ni de lejos—, podemos seguir riéndonos o celebrando que, año tras año, la obra sea incluida entre esas novelas que nunca nadie ha podido leer o terminar, o de las que todo el mundo habla y nadie ha leído (ni leerá). Y La broma infinita se alinea en este tipo de listados, algo irritantes por la memez que resultan, junto al mismísimo Quijote (Cátedra), Guerra y Paz (Alianza Editorial), el Ulises (Tusquets), La montaña mágica (Edhasa), Crimen y Castigo (Cátedra), Los hermanos Karamazov (Cátedra) o Anna Karenina (Alba) —¿pero por qué hay tanto ruso?—.

Todas ellas son obras magníficas, y que algún mamarracho las incluya en semejante lista que concibe la literatura como una tortura, denota, más que nada, cortedad de entendederas. El problema radica en la carestía de instrumentos por parte del consumidor de literatura, es decir, que no hay novelas imposibles o ilegibles, sino lectores mal o poco preparados. Quizás, y solo quizás, porque esto tampoco lo puedo afirmar a ciencia cierta, si nunca has leído una novela de más de 150 o, a lo sumo de 200 páginas, entrarle de golpe al mamotreto de Wallace sea una apuesta directa de fracaso.

Igualmente, si lo tuyo han sido los productos culturales y los artefactos literarios de Coelho, Bucay, Follet o Dan Brown, a lo mejor debes ir buscando novelas de transición que te deriven poco a poco hacia Foster Wallace. Ya estoy viendo a más de uno enarcando las cejas y pensando lo malo que soy, que me acabo de meter con esos gestores culturales. Pues no, con quién me estoy metiendo es con el lector de esos gestores, porque padece una enfermedad literaria muy extendida en la actualidad, un mal del que debemos huir como de la peste, y que amenaza seriamente con lesionar gravemente a la literatura: el síndrome del comedor de historias.

El comedor de historias es un lector que se alimenta de la linealidad máxima y de la mayor sencillez de una narración. Que puede identificar el inicio, el nudo y el desenlace sin mayores problemas, que admite, pero no digiere, los flash backs ni los saltos en la novela, y que entiende el libro como algo que empieza en la página uno —o tal vez en los propios paratextos, dado que muchas veces compra, compulsivamente, un libro por lo que anuncia en su faja o en sus solapas— y termina en la última página. Y si es en esa última página, y a ser posible en la última palabra de la última línea, en donde se resuelve todo el nudo argumental, entonces, la felicidad es absoluta.

Digamos que son lectores escépticos y planos, puesto que no conciben que exista una vida más allá de la lectura simple de la novela. Cierran el libro y empiezan otro. El mundo de las ideas se termina, se despeña, al cerrar la página final de la obra. Han consumido. Perfecto. Incluso entienden aquello de que en una novela puedan existir los nefastos capítulos de transición —sí, esos mismos, los que al parecer le jugaron una mala pasada a Ana Rosa— y son capaces de saltárselos dado que resultan del todo inútiles para alcanzar el final del texto.

Cada vez más, el lector necesita y pide que le cuenten historias de una forma rápida y sencilla. Sin problemas. Que la novela sea una evasión, algo así como beberse un refresco rapidito, y poder pasar a la siguiente cosa sin perderse en complicados recursos técnicos ni bobadas por el estilo.

El comedor de historias sería feliz con una literatura oral, y no entiende la novela como un viaje enriquecedor a lo largo del texto, sino como un fin, una carrera contra el tiempo y contra el número de páginas, que desembocan en la solución del libro. Por eso, el comedor de historias se enfurece si le cuentan cómo termina una novela, incapaz de entender que desde hace siglos el placer de la lectura se mide por eso mismo, por el proceso de la lectura, y no por la resolución final ni por el atracón de encadenar un libro tras otro en el menor número de tiempo.

Esto nos lleva a La broma infinita, que no posee un final como tal, entendido a la antigua usanza. Simplemente, la narración se detiene, y quizás en lo más interesante, después de algo más de 1200 páginas de absorbente y esforzada lectura. Además, y esto es criminal para el comedor de historias, en las primeras 300 páginas todavía se siguen presentando personajes, abriendo líneas narrativas, como un Big Bang de literatura que se expandiera y se nos escapase de las manos.

La broma infinita puede parecer un libro nada placentero, por lo expuesto anteriormente y por algunas características que incrementan notablemente su complejidad, pero son estas peculiaridades, y no otras, las que hacen que, precisamente, resulte una experiencia deliciosa. Es uno de los últimos libros que me ha cambiado la vida: mi realidad era una cuando lo empecé, y es otra bien diferente al haberlo terminado. Lo he incorporado a un hueco de mi interior, ahora me acompaña a todos los sitios y filtro mi percepción de la realidad a través de lo que Foster Wallace me ha aportado, contribuyendo a mi entendimiento de lo que ocurre a mi alrededor y sumándose a otras lecturas que también se me han instalado en un rinconcito, como algunas novelas de Kafka, Kadaré, Grass, Bernhard, Houellebecq o Bufalino.

¿Qué motivos hay para odiar La broma infinita? Vamos con ellos: si eres comedor de historias, necesitas linealidad, un solo relato, y una solución rápida y de consumo. Así que olvídate de este texto. A lo que ya he añadido de que las historias y la galería descomunal de personajes se abre y se expande hasta el paroxismo (necesitarás 300 páginas hasta que reaparezca alguien de quién se nos habló en la página 15, una vez y de soslayo), hay que añadir el controvertido asunto de las notas de la novela.

En efecto, La broma infinita está repleta de notas presuntamente aclaratorias, de mano del autor, que constituyen un ejercicio propio de ficción al margen del texto. En ocasiones complementan acciones o diálogos de la novela, pero en otras son ejercicios de literatura en sí mismas. Conscientes de que poco aportaban a la línea argumental de la obra, cuando la novela apareció en Estados Unidos, los lectores optaron por desgajar todo el cuadernillo de notas finales, para así aligerar el libro en unas ciento y pico páginas, lo que convierte al volumen en algo más manejable (porque lo complejo de su lectura, el dolor de manos que se te pone si no cuentas con un atril, es otro de los motivos por los que podrías odiar este libro, imposible de transportar, de leer en el transporte público).

¿Qué encontramos en esas odiosas (para unos) notas, que son un ejercicio de inteligencia literaria (para otros)? Pues, por ejemplo, la larguísima nota número 24 de casi 11 páginas y  que glosa con toda exactitud y minuciosidad la falsa filmografía del director de cine avant garde, James Incandenza, a la sazón padre de uno de los protagonistas, Hal, y fundador de la Academia de Tenis Endfield. Durante páginas y páginas se nos habla de películas, con sus títulos, su catalogación, sus argumentos, sus aspectos técnicos…, para acabar con la paciencia de cualquier comedor de historias.

La acción de la novela se realiza en diferentes lugres, pero fundamentalmente se centra en la Academia de Tenis Endfield y en la Casa de Desintoxicación, la Ennet House, que se encuentra muy cerca de la Academia, apenas separadas por una colina. Como el libro presenta a multitud de personajes enganchados a las drogas, que tratan con todo tipo de fármacos y sustancias, que el asunto se centre en estos dos lugares obedece a una clara intención del autor: los deportistas de la Academia de Tenis Enfield se meten de todo, están completamente dopados y enganchados, y los drogodependientes ingresados en el edificio de enfrente, viven una existencia limpia, sin rastro de drogas. Foster Wallace acaba de subvertir un orden establecido, algo que hará a lo largo de toda la novela.

No es un secreto que el autor se proyectó como tenista de nivel en su juventud. De ahí la minuciosa historia de la vida en la Academia. Como tampoco son un misterio sus depresiones y la toma de cócteles farmacológicos, de ahí el escenario de la clínica de rehabilitación, y la abundancia de notas relacionadas con fármacos, composiciones de productos, efectos de drogas y opiáceos, hasta el punto de que algunos críticos califican la novela como un tratado de farmacia o un enorme prospecto sobre antidepresivos, excitantes y relajantes.

Muchos de esos críticos opinan que la novela aborda la historia de la familia Incandenza, compuesta, aparte del padre cineasta que se suicidó metiendo la cabeza en un microondas, y de Hal, el hijo tenista, por la madre y dos hijos más (uno de ellos, Mario, deforme). Sin embargo, el texto gravita sobre un alumno de la Enfield, Michael Pemulis, marrullero, tramposo y drogadicto, y se afirma en la arrebatadora personalidad de Don Gately, ladrón y adicto que encuentra una nueva vida de sacrificios y redención en la Ennet House.

Algunos secundarios, de entre los cientos de personajes, son inolvidables, como Joelle, también conocida como Madame Psychosis, protagonista de un programa de radio un tanto gore y que siempre lleva la cara tapada por un velo dado que sufrió un ataque con ácido.

Mención aparte merecen los Asesinos de la Silla de Ruedas, un grupo separatista quebequés que no duda en utilizar acciones violentas y de terrorismo para llevar a cabo su plan. Precisamente, una conversación sostenida entre el asesino Rémy Marathe y el agente, vestido de mujer, Hugh Steeply, es de lo más criticado de la novela. La charla se sostiene durante cientos de páginas, y mientras hablan en lo alto de un risco, cae la noche y amanece un nuevo día. Para muchos, es totalmente prescindible, pero, qué casualidad, esta conversación trata de los asuntos fundamentales sobre los que versa La broma infinita.

¿Qué asuntos son esos? La adicción, fundamentalmente el poderoso sentimiento de adicción que desarrollamos por cualquier cosa y por el mero hecho de ser humanos. Ya sea a las drogas, al consumo, o a la industria del entretenimiento. Pero también al delito, al mal, a la muerte, al dolor, al sufrimiento. Incluso cierta adicción a la angustia interior, como única forma de articularle un sentido a nuestras vidas.

Toda la novela es una crítica al sistema norteamericano y, por extensión, a cualquier sistema industrial y de consumo que anule al individuo. En este sentido, tiene mucha más importancia de la que parece una película de James Incandenza cuyo visionado provoca, inevitablemente, la muerte. Es como el experimento consistente en que un ratón estimule sus centros de placer presionando un botón. Al final, perece porque incluso se olvida de comer, dado que prima el placer por encima de todo. Tal es la función de esta película, que los grupos terroristas de sillas de ruedas buscan desesperadamente para cambiar el mundo con su uso.

Porque La broma infinita, además de una crítica a la sociedad de entretenimiento y consumo, se reviste con ciertos toques de parodia distópica: Estados Unidos, Canadá y México se han fusionado conformando un único país, la ONAN, bajo el mandato del presidente Gentle, que ha decidido arrojar residuos tóxicos en una parte entre Canadá y Estados Unidos y que ha convertido en la Gran Concavidad.

Por encima de otros aspectos, resulta una idea realmente brillante el que los años ya no se numeren, y sean patrocinados por marcas comerciales. Así, existe un año subsidiado o subvencionado por la hamburguesa Whopper, otro será el Año del Parche Transdérmico Tucks, e incluso hay un Año de la muestra del Snack de chocolate Dove  y otro de la Ropa Interior para Adultos Depend.     .

Todo esto no debe desviar nuestra atención de lo realmente importante: los personajes del libro son adictos, seres asustadizos que se mueven bajo el yugo de la inseguridad y la violencia, desesperados por conseguir su siguiente dosis, ya sea de droga, entretenimiento o adrenalina. Y quizás la broma infinita sea eso, la muerte que aparece, siempre, al final del camino, que se repite una y otra vez, y convierte todo ese esfuerzo y sufrimiento en absolutamente nada. Nuestro paso por este mundo es una broma de mal gusto.

El libro tiene docenas de aspectos a los que uno podría atender, incluso mantengo que se trata de una novela cervantina y me he planteado un reto que quizás jamás consiga llevar a cabo, y es el realizar un trabajo comparativo de La broma infinita y el Quijote. Base comparativa hay, desde luego.

Así que estos son sólo algunos de los motivos por los que la novela de Foster Wallace es un punto y aparte en la literatura americana y uno de los textos más controvertidos y fascinantes de nuestra época. Denostarlo porque es una lectura para hipsters, como he leído en alguna crítica, es un absurdo y claro ejemplo de enanismo mental. Criticarlo por su extensión, o por las dificultades de un texto que muchos no consiguen desentrañar, es un problema del lector, incluso del crítico, pero en ningún caso del autor que ha propuesto una obra maestra, con todo lo negativo que eso implica.

El libro ha generado su propia industria de frikismo, como una última vuelta de tuerca a todo lo que critica, y hay desde camisetas con mensajes crípticos solo comprensibles por los muy avezados en la novela, hasta diagramas que interconectan el maremágnum de personajes, pasando por recreaciones de los capítulos en figuritas de Lego, mapas de la Gran Concavidad, planos de la Academia de Tenis o incluso, un glorioso videoclip del grupo The Decemberists para su canción Calamity Song que recrea el complicado juego del Escatón que practican los alumnos de Enfield, y que viene a ser como una especie de Risk gigantesco llevado a cabo en varias pistas de tenis y con soporte de ordenadores.


La comunidad de lectores se ha unido para afrontar la compleja lectura de la obra, entendiendo que es una tarea que se puede abordar mejor en grupo. Por ello, hay muchas páginas y blogs, de personas que han iniciado el libro y van volcando sus impresiones, las dificultades que encuentran, o simplemente los resúmenes de lo que van leyendo a cada 50 o 100 páginas.

Se me ocurre que ver la película El último tour también puede ser una buena forma de aproximarse al universo del creador de La broma infinita. Se centra en una entrevista real que un periodista de la revista Rolling Stone realizó a Wallace durante cinco días que coincidieron con la promoción de La broma infinita por Estados Unidos. La película refleja la personalidad el autor, nos aproxima algunos momentos críticos de su vida, y puede abrirnos alguna de las puertas por las que acceder a su literatura.


Sea como fuera, Foster Wallace rubricó su obra maestra a tiempo, porque debemos entender como una gran desgracia que con 48 años se ahorcara al no poder sobrellevar una profunda depresión crónica. Afortunadamente, nos ha dejado un monumental legado que únicamente puede ir creciendo con el paso de los años hasta ocupar el lugar que merece.

Todo en Wallace es un reto, para el lector aproximarse a su obra, para el crítico entenderla y escribir sobre ella. Yo, con esta columna de hoy, cumplo el segundo de mis desafíos, que era poder abordar unas páginas críticas sobre la novela. El otro, su lectura, ya lo culminé hace tiempo. Ahora es vuestro turno. ¿Os atrevéis a escalar este ocho mil de la literatura?

Como en todos los viajes apasionantes, lo verdaderamente placentero radica en el trayecto, no le busquéis una culminación gloriosa, salvo lo que no va más allá del par de fotos que uno se hace cuando alcanza la cima, y se da la vuelta para bajar de la montaña. Hasta en eso, La broma infinita es perturbadora, porque puede que sea uno de los pocos libros, si no el único, que te ofrezca la oportunidad de leerlo durante el resto de tu vida, sin importarte cómo acababa, incluso lo que ocurre en su interior o qué puñetas cuenta.


Es puro Foster Wallace. Con eso debería de estar todo dicho.

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