lunes, 21 de agosto de 2017

Una playa de septiembre-Sofía González Gómez


*Esta reseña apareció, originalmente, en achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/cliches-sonrisas-una-playa-septiembre-sofia-gonzalez-manual-neo-tristeza-virtual/

Clichés y sonrisas: Una playa de septiembre, de Sofía González, manual de neo-tristeza virtual.


La editorial La Isla de Siltolá acaba de publicar un intenso libro de relatos breves titulado Una playa de septiembre, de Sofía González Gómez. El dolor y la soledad de lo cotidiano en este mundo moderno, algo que podría definir como el mal del siglo XXI — jugueteando con aquel mal du siècle modernista—, llenan las páginas de unas historias incómodas para el lector, cargadas de tristeza.

Decía Julio Cortazar, en sus recomendaciones sobre las virtudes que debía poseer un relato, que la historia debía lanzarte un puñetazo directo al mentón. Lo que te golpea en las narraciones de Sofía González no es un puñetazo, se parece más a una patada en el estómago, y ocurre al final del texto. Una y otra vez se cierran los relatos con un certero impacto de amargura que genera un inmediato malestar en el lector. De esta manera, la autora conforma un universo erizado con el que impregna todo el libro.

Fue el antropólogo francés, Marc Augé, quien acuñó el término de no-lugar para referirse a sitios por los cuales pasamos de forma transitoria o circunstancial; en donde se suman los anonimatos de cada individuo para crear una cierta identidad compartida durante el tiempo en que uno se encuentra inmerso en ellos. Son no-lugares los aeropuertos, los hoteles, los trenes…, y un no-lugar que tiene una relevancia especial en la narración de Sofía González, es el metro.

Porque será el metro, como material narrativo para la autora, un ejemplo mayúsculo de no-lugar en donde el individuo desarrolle toda la parafernalia de la incomunicación mediante la adopción de una falsa identidad compartida con el resto de los viajeros. Así, la presencia de este escenario resulta determinante para mostrar el mal de soledad que aqueja al individuo del siglo XXI.

El metro como esclusa, que vomita al personaje desamparado en medio de la ciudad, o el metro como inclusa, que absorbe a la persona para integrarla en su marasmo momentáneo. Lo que sucede en esos vagones, con el ir y venir de la gente, es un riquísimo botín para un novelista, que no puede resistirse a imaginar y elucubrar sobre las vidas de los viajeros. Eso hace la autora en el relato Todos los novios de mi vida, entablando una conversación literaria con el cuento titulado La novela del tranvía, del mexicano Manuel Gutierrez Nájera. Tal y como se afirma en el cuento Estatua de sal, “el metro es un vagón de sorpresas”.

La percepción aguda de la narradora va interpretando algunos de los signos que puede leer en las caras de los viajeros, aquello que denotan sus gestos, lo que puede inferirse de las lecturas que llevan bajo el brazo. Pero todo se encuentra virado en el color sepia de la tristeza, los viajeros se mueven de forma automática, empantanados en sus rutinas diarias. Son, como dijo Roberto Arlt en su novela Los siete locos: “cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre”.

En efecto, de los relatos de Sofía González se desprende ese mal del siglo XXI que nos azota. El mal de la tristeza, porque la literatura de nuestra época es una literatura de la tristeza, o mejor dicho, una narrativa de la neo-tristeza. Después de la Segunda Guerra Mundial, la literatura intentó responder a la cuestión de la identidad del hombre por encima de otros asuntos. Los conflictos, la barbarie, habían acabado por provocar un profundo desarraigo en la condición humana. La llegada de la post-modernidad sublimó este concepto de la identidad, focalizándolo en el “yo”. Ahora no se trataba de buscar la respuesta identitaria sobre el hombre en general, sino centrándola en la individualidad de cada uno. Pero tras la post post-modernidad, esto ha cambiado.

La literatura del siglo XXI ya ha encontrado esa identidad del “yo” desarraigado. Se trata del hombre triste, poseído por un sentimiento de tristeza universal que ya no tiene solución. Dentro de esa tristeza, se produce un intento de enmascaramiento, que lleva a que los individuos adopten diferentes identidades en función del no-lugar en el que se encuentren. Eso conduce a lo que denomino neo-tristeza, porque se ampara en las nuevas tecnologías que, casi siempre, contribuyen a multiplicar el sentimiento de soledad.

Una playa de septiembre trata, fundamentalmente, de esto. Y lo refleja con una nitidez descarnada. Diríase que es un desolador álbum de miserias humanas, en donde la impostura y las máscaras tratan de disimular toda la angustiosa soledad que nos gobierna. No en vano, el libro se inicia con un relato titulado Compra-venta de identidad. No podía ser de otra forma. Es toda una declaración de intenciones de la autora, una advertencia del catálogo humano que va a desfilar por las páginas, amparadas en lo que tildo como costumbrismo tecnológico.

Las redes sociales han contribuido a que se puedan deformar las identidades y que una persona se haga pasar por diferentes roles en función del escenario tecnológico en el que actúe. La ficción y la realidad se trasvasan de un lado a otro, y ya no somos capaces de saber con quién estamos tratando. El sentimiento de distanciamiento e inhumanidad se amplifica. Una muestra de esta impostura de las relaciones humanas lo ejemplifica el uso del correo electrónico en el relato que da título al libro, Una playa de septiembre. Los comportamientos cibernéticos obedecen a los mismos resortes que se repiten una y otra vez, y las relaciones por email, por ordenador, que aparecen el libro, son una disección de las costumbres de nuestra era.

Por ello, la autora se aproxima mucho a dos corrientes literarias: el costumbrismo galdosiano y el realismo clarinesco —y Galdós, por cierto, también tiene una Novela en el tranvía—. El compendio de relatos se esfuerza en mostrarnos el comportamiento rutinario y ritual de los tristes tecnológicos, unido a la disección y amplificación de la ciber vida cotidiana. No es casualidad que nos encontremos con una referencia a la película Her, uno de los filmes más fríos e incomodos que he visto en mi vida, en donde la falsa realidad de la tecnología se convierte en algo desesperante y agotador.

Muchas veces creemos que ya conocemos a alguien gracias a la relación que hemos establecido por Internet, también por la imagen rápida que ha querido que consumamos, y no le damos demasiado tiempo a que ratifique esas impresiones, o a que las desmonte, tras un atribulado primer encuentro en persona. Acertadamente, la autora formula esta frase que parece una sentencia de nuestros tiempos: “el azar no le dejó tiempo suficiente para construir lo real”. Pero, ¿qué es lo real en un entorno en donde, para conocer a alguien, una de las protagonistas de los relatos asegura que tiene que “desvirtualizarlo”?

Además del vagón de metro, otros no-lugares cotidianos aparecen como escenario de estos encuentros desnaturalizados. Uno especialmente notable, cargado de meta referencias, es la sala de cine. El relato Fila 8, asiento 4, abunda en este sentido, pero pone también el foco en otro aspecto enfermizo de nuestra sociedad hiper modernizada: la sobre culturización, el exceso de estímulos que nos bombardean, obligándonos a vivir en un caldo de consumo inmediato que no permite tomar un instante de reflexión. El arte, la cultura, se consumen y se arrojan a un lado, para abalanzarnos sobre la siguiente propuesta. Las predicciones de Walter Benjamin al respecto de la pérdida de aura de la obra de arte reproducida se han cumplido plenamente.

Especialmente sensible a esto es el relato Vértigo, ambientado en una exposición sobre Alfred Hitchcock. Las exposiciones, las salas de los museos, nuevos espacios que incorporar a los no-lugares que, además, provocan comportamientos impostados de algunos asistentes que buscan ofrecer una imagen bastarda. El acelerado consumo cultural e intelectual obliga a crear toda una red de mentiras. En este sentido, algunas partes de Una playa de septiembre, incluso en su estructura y forma de mostrar los fragmentos de realidad, entroncan con la más que interesante obra del polaco Adam Soboczynski, El arte de no decir la verdad (Anagrama).

De esta manera, en este libro la cultura aparece como un campo de batalla en donde librar las relaciones humanas, y se aporta un nuevo no-lugar: el congreso de literatura. Un sitio de intercambio en donde cada uno va a lo suyo, en el que se bombardea con sobre cultura a los asistentes, y en donde las relaciones humanas que florecen son vacías y de compromiso. Algo parecido a lo que ocurre en otro no-lugar sorprendente que aparece en el texto y que, de no ser por el tratamiento que le da la autora, jamás se me habría ocurrido catalogarlo como tal: el piso de estudiantes compartido. Un espacio en donde la mentira y la ficción vital alcanzan sus cotas máximas. Como se afirma en el relato Estatua de sal, flotamos en un mundo que se reduce a “clichés y sonrisas”.

Además, el texto de Sofía González propone una interesante reflexión meta literaria. Ante los pasajeros del vagón de metro, o la lectura de un email de una persona que todavía no conoce, la narradora del libro elabora continuos retratos en su cabeza, imagina acontecimientos, sucesos y comportamientos de la vida cotidiana de esos seres. Lamentablemente, las expectativas se desmoronan una y otra vez, porque la ficción siempre se impone a la realidad en cuanto al atractivo. “Ya estaba construyendo historias que probablemente no ocurrirían jamás”, apostilla; es la máxima de la creación literaria.

En cierto sentido, la sociedad moderna obliga a que los individuos se creen una vida paralela ficticia, es decir, literaturizan su existencia bajo una especie de síndrome de Petrarca de perfil bajo. No es que busquen convertir sus vidas en literatura de una forma consciente, pero sí que las ficcionalizan hasta cotas insoportables. Todo acabará, así, por ser un libro que estamos escribiendo… ¿Encontraremos lector? Si te interesa saber más sobre este síndrome, puedes consultarlo aquí:


Sofía González nos muestra el mundo como constructo, como representación. Es ese Gran Teatro del Mundo calderoniano, donde todo es un sucedáneo, incluso la muerte. Para hacer desaparecer a alguien de nuestras vidas tan sólo necesitamos “bloquearlo en nuestra aplicación de redes sociales. Esta es la muerte nueva y remozada, moderna y cibernética, tan acorde con la neo-tristeza del mundo en el que creemos vivir y en donde precisamente eso, la tristeza —junto con el dolor profundo—, parecen ser los únicos sentimientos veraces.


Demasiado horror moderno para nuestros corazones, ya sean como “una playa de septiembre”, tal y como reza un verso de Miguel D´Ors, o un cazador solitario, en palabras de Carson McCullers. Son los dos últimos relatos del libro, el tristísimo 2 de noviembre de 2016, y el tremendo Vida de provincias, con un desenlace que oprime al lector como si se le hubiera colocado un yunque sobre el pecho, la rúbrica desesperanzada a un trabajo narrativo que es un compendio de todas esas afrentas modernas para las que ni la literatura podrá servirnos de defensa. Al fin y al cabo, la literatura se corporeiza en libros, en textos tangibles que exigen de su tiempo para ser leídos: lo más anacrónico e innecesario en estos tiempos de angustias fugaces y dolores profundos.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Poesía en obras-Emilio J. Ocampos



*Esta crítica apareció, originalmente, en el blog de pensamiento poético Verde Luna:

https://verdeluna2012.wordpress.com/2017/08/11/lazaro-poeta-se-sube-al-andamio-poesia-en-obras-de-emilio-j-ocampos/

Título: Poesía en obras.
            Autor: Emilio J. Ocampos.
            Editorial: Lastura


Lázaro poeta se sube al andamio: Poesía en Obras, de Emilio J. Ocampos


Son la seis en punto de la mañana y el poeta se despierta para acudir a su trabajo en la obra. Así arranca el libro Poesía en obras, de Emilio J. Ocampos, que nos trae la editorial Lastura. A estas alturas de quiebra de lo poético, donde resulta tan complejo encontrarse algo que realmente sorprenda y abandone el corsé de los lugares comunes, ya solo me emociono con aquellos poemarios que de verdad puedan mostrarse originales y combativos, capaces de cautivarme, de acaramelar mi paladar acorchado de sumiller de poesía en tiempos de encefalograma plano.
Parece que en Lastura se han dado cuenta de esto de inmediato, y tras dejarme boquiabierto con el trabajo de Heberto de Sysmo, ese La flor de la vida que también fue reseñado aquí, en Verde Luna, me encontré en el buzón de casa con la alegría de Poesía en obras. Cada vez es más complicado toparse con un poemario que te sujete de las solapas y te agite, te abofetee y te despierte de nuevo para el mundo lírico. Ocampos lo ha conseguido.
Es Poesía en obras una queja, una batalla entre dos mundos que parecen, hoy por hoy, imposibles de conciliar: la sociedad de consumo con todas sus obligaciones, exigencias y convenciones, y el mundo poético, con su ensoñación; y aquí radica el conflicto, la incapacidad por parte de ese mundo poético de mostrarse rentable ante una situación, la actual, que tan solo valora aquello que proporciona una riqueza material, nunca espiritual. Ser poeta, en estos tiempos, es ser idiota.
El poeta en la sociedad de consumo, en el seno del mundo moderno, insertado en la competitividad de la cultura del éxito, es un mamarracho embebido en su universo de lunático. Un tipo poco práctico, por no decir que un insensato. Un irresponsable, vamos. Incluso, un egoísta que no se preocupa nada más que de sus versos. Porque con esos versos nunca te concederán una hipoteca en el banco, ni podrás realizar la compra en un supermercado, ni abonar los recibos del gas y de la luz.
El poeta necesita de un trabajo alimenticio para saciar sus tripas, mientras el alma ya la tiene bien nutrida de versos. Eso significa una tensión imposible de soportar para todos aquellos que hemos luchado por compaginar el impulso de la creación artística con la jornada laboral. Y fruto de ello aparece un continuado malestar, una amargura que se nos derrama por la cabeza, que nos baja por los hombros como un manto de nausea. Emilio J. Ocampos plasma en sus poemas el resultado de esa tirantez entre dos mundos que colisionan, la perversidad que significa ponerse el mono de trabajo sobre el vestido de poeta. Además del dolor de la percepción lírica de una realidad venenosa —el dia a día en el trabajo— que bajo el prisma del creador aparece doblemente hiriente.
Empecé diciendo que el libro comienza con el poeta que se despierta a las seis de la mañana para afrontar una nueva jornada de trabajo en la obra. De inmediato, se desencadena el conflicto de intereses entre dos voces: una en cursiva, que pertenece al poeta y que defenderá su visión del mundo, frente a la voz en letra redonda, que representa a la sociedad, a las convenciones, a ese hacer lo correcto. A veces, ambas voces pueden compaginarse en la cabeza del poeta, pero en otras ocasiones representan a personas tales como el jefe de la obra. En cualquier caso, entablan un dialogo enconado, de tintes teatrales, en donde funciona el agón para plasmar la tensión interior del yo poético protagonista.
En un curso que impartió hace unos años Fermín Cabal, dramaturgo, sostuvo la teoría de que el agón era el principio y final de toda obra teatral, que sin el agón no habría teatro. El agón —palabra griega— es la contienda, el desafío, la disputa, el conflicto. Y todas las obras de teatro se estructuran en relaciones de agones entre sus personajes. Este recurso del agón resalta la lucha de las dos voces y teatraliza el poemario, dándole un relieve que lo lleva más lejos de lo que alcanzaría un simple compendio de versos lastimeros que plasmaran las quejas de un poeta. El agón es el motor primordial de la obra y el deus ex machina de esta Poesía en obras.
De esta manera, puedo dividir los poemas del libro en dos grupos: los que contienen el agón y los que no. Obviamente, en aquellos que no se produce el diálogo entre el poeta (lo que querría hacer o lo que debería ser) y la voz de lo que tiene que hacer y lo que debe ser, todo el texto aparece en cursiva. Así, a los recursos poéticos y líricos, se le han añadido unas marcas de imprenta que también proporcionan información con echarle un simple vistazo a las composiciones. Todo ello supeditado a una circularidad cuántica, dado que este primer poema, 06:00, se engarza con otro idéntico al final, lo que reactiva el poemario, devolviéndolo de nuevo al inicio. Es, en lugar de una cortazariana Continuidad de los parques, una continuidad poética, que se funde en un movimiento continuo, un perpetuum mobile de eterno retorno.
Pero la lectura de este inicio encadenado a su final, permite otras interpretaciones, y aquí se empieza a descubrir la riqueza y toda la complejidad de este trabajo. La voz en letra redonda, ya en su primera intervención, pronuncia una frase imperativa: “¡Levántate y anda!”. Es sencillo asociar esta frase al momento de la resurrección de Lázaro, y ello crea un horizonte de expectativas en el lector de las poesías (¿hemos leído alguna vez un poemario que nos genere un horizonte de expectativas o, simplemente, atendemos a la concatenación, más o menos acertada, de poemas contemplados como pinceladas individuales?). En efecto, un horizonte de expectativas casi narrativo, algo sorpresivo dentro de un poemario, porque si el yo del poético está resucitando, eso significa que ha muerto. Y si ha muerto para volver a levantarse cada mañana, es obvio que vamos a asistir a su lenta destrucción a través de las horas que conforman la jornada laboral.
De ese modo, el último poema, similar al primero, y viceversa, completan el ciclo de resurrección-deterioro-muerte-resurrección que articula el poemario. Vivir todas esas horas significa ir muriendo en todas esas horas, hasta agotar el día y agotarnos con él. Y si la poesía es una defensa contra las ofensas de la vida, la vida —pautada, laboral, sumisa— es una ofensa contra la poesía. Así, empieza todo.
Y todo, es lo que viene a continuación: los poemas se encabezan con la marca horaria en la que se desarrolla el conflicto, pueden saltar de quince en quince minutos, de media hora en media hora, o en horas completas, en una concepción, de nuevo, cuántica del tiempo. Las acciones más sencillas y rituales de la monótona jornada laboral, como desayunar, asearse o tomar café, después almorzar a medio día, y volver a casa al caer la tarde, provocan un dolor intenso a causa de la visión del yo poético, que percibe estas actividades con un relieve particularmente hiriente debido a su peculiar percepción artística, tal y como afirma en las 06:15: “Dentro de la cabeza tengo un yunque”. 
Y la cama que ha debido abandonar la percibe con un acusado componente fúnebre. En efecto, la cama ha sido dadora de vida, lugar de sexo y alumbramiento, pero desde la visión de ese despertarse cada mañana, es el abandono del ataúd del resucitado, al que regresará como un cadáver al finalizar el día.  Este es el primer poema sin agón, circunstancia que obedece a la toma de conciencia de la voz protagonista de que, en cierto modo, es un muerto en vida, una especie de zombi lírico.
A las 06:30 es el momento de tomar el café. Siempre he pensado que el café es la derrota inicial de la mañana. Hay una canción de los Who sobre esta puñalada que significa aceptar la taza de café como la primera claudicación matinal aparejada a la condena de un día sacrificado a la jornada laboral. La canción, titulada Cut My Hair, pertenece al álbum Quadrophenia, y no en vano, esta ópera rock indaga en el inconformismo juvenil a la hora de tener que aceptar las convenciones de la sociedad biempensante: hay que empezar por cortarse el pelo para poder tener un trabajo. Una vez que se tiene, lo demás viene junto, incluido ese desayuno (en este caso inglés) que es el primer amoniaco que tragar en una larga jornada de acíbares: “My fried egg makes me sick, first thing in the morning”, canta la desgarrada voz de Roger Daltrey.
De esa forma, el café es un símbolo de la sociedad capitalista, la bebida que despeja la cabeza lo justo para afrontar los desprecios cotidianos, y a la vez, permite reunir las fuerzas suficientes para ser sumiso: “El café es para los que no quieren soñar”, nos advierte el poema. El ensueño, es algo que no tiene cabida en un mundo pautado para nuestra desgracia. Es como ese personaje de Platonov, por cierto un autor de marcada denuncia distópica, que fue expulsado de la fábrica por “pensar demasiado”.
No es de extrañar, por tanto, que el yo protagonista elija tomarse un zumo de naranja en el desayuno, algo que, debido a su carácter natural, puede sacudirle el “olor a alquitrán (…) este olor a ceniza, este olor a ciudad”. Estos aromas con los que despierta pegados al cuerpo, y de los que quizás se desprenda con ese zumo, aunque volverá a impregnarse de ellos en la obra, son también como la mirra y otros aceites con los que se amortajaba a un cadáver en la época de Lázaro. Quizás, al resucitar, Lázaro lo primero que percibió fueron los efluvios de su propia mortaja, como en el poema se huele el alquitrán y la ceniza. El muerto que vuelve a la vida laboral, un día más, se sacude de sus ungüentos.
A las 6:45 empiezan a aparecer las referencias al agua, que después se concretaran en un ansia de mar en el poema 06:50. El mar juega un papel importante de redención en el poeta. Lo interpreta como la sublimación del anhelo de libertad. El agua corre libremente y sin esfuerzo, el mar es un lugar asociado al sueño. El poeta sueña con mares porque desearía encontrarse en otro lugar, y puede escaparse, momentáneamente, gracias a la visión poética de la realidad. En 07:15, se nos aclara el poder del agua:

he visto como el río no se parte
los huesos al bajar
cada cascada
                        cada roca
                                      cada…”.

El agua es, más que nunca, un agua de vida. Un referente en el poemario, algo inalcanzable cuando se convierte en mar, alejado de la ciudad, que sin embargo se puede recrear poéticamente. En 12:00, el poeta afirma “que en lo alto de la grúa hay dos gaviotas”, y que

algunas veces,
y si estás en silencio
a partir de las doce
pasa un cangrejo”.

Y el mar es la propia poesía. Esa poesía que insufla esperanzas, tal y como refleja en los versos de 19:00:

la tristeza que deja la montaña
tiene vistas al mar”.

Esta asimilación del mar, no solo ya como la poesía, sino como el impulso poético en donde se pueda encontrar una tregua, se manifiesta en 20:00:

A donde vaya el mar
irá la música”.

A las 07:00 estalla el meollo del conflicto. Este es el poema central del texto. Ante la pregunta de los motivos que han llevado al poeta hasta el andamio, la obra o el tajo, no se puede proporcionar una respuesta convencional. Resultaría demoledor si contestara con un he venido a trabajar. Significaría aceptar la doma. Por tanto, es necesario reinventar el imperativo desde un punto de vista poético. Acude al trabajo:

porque el ladrillo no tendrá la vida,
porque el marfil e todas nuestras torres
hizo que se olvidara al elefante,
porque de noche a punta de bolígrafo
nos dieron a elegir
entre la poesía
                        o la vida”.

La acumulación de riquezas y el encastillamiento egoísta de la sociedad, han llevado a una pérdida de la memoria de lo que nos hace humano. Eso significan el mármol, el elefante y las torres mencionadas, y el poeta acude al trabajo casi como si se tratara de un acto altruista, para devolver la memoria de la humanidad al mundo. Evidentemente, su mensaje será en vano. Y puestos a elegir entre la poesía o la vida, se ha elegido la vida.
Sin embargo, abstraerse a la forma poética durante la jornada no es sencillo: “Hay tanto ruido que no encuentro el ritmo”, nos confiesa al inicio de 07:30. Se trata del ritmo para poetizar, que compite con los sonidos de la obra. En 08:00, el jefe le reprende con un “Aquí se viene a trabajar, ¿te enteras?”, aunque también podría ser la voz de su propia conciencia advirtiéndole de que tiene que dejar el alma de poeta fuera del trabajo. En 09:00 el poeta sentencia, a modo de consuelo o respuesta a este conflicto: “al menos yo recuerdo cómo huele el jazmín”, es decir, por mucho que se intente anular el espíritu poético, siempre prevalecerá sobre la jornada laboral.
A las 11:00 se produce una de las grandes revelaciones del libro, quizás el origen de todos los problemas, y no la lleva a cabo la voz poética, sino que en letra redonda se formula la máxima: “Hoy en día la gente//prefiere el cartón piedra a la escayola”. Esta reflexión pone de manifiesto toda una quiebra de valores, la crisis completa de un sistema; aparentar una posición, conseguir la satisfacción inmediata, el consumismo, ese lo quiero ahora y lo quiero ya, la incultura de la cultura del éxito, representada en el cartón piedra y contrapuesta a la escayola: ese conjunto de humanidades que ya sólo son un pálido ornamento al que nadie presta atención. Un estilo de vida que se extingue para dejar paso a una estructura mentirosa. Y producto de ello es la ceguera de los sentidos —“yo no veo nada”, afirma la voz en letra redonda—, el eclipse de todo el sistema, incapaz de percibir los delicados aspectos de la vida que están ahí pero de los que solo se percata el poeta: “se puede ver la arena entre los dedos”, en 12:00. Esa arena es el hallazgo lírico. La propia poesía.
Una poesía que, a causa de la ceguera espiritual, el sistema moderno no comprende, y además la ve inútil. La voz en letra redonda lo deja bien claro: “A mí la poesía no me gusta porque es que no la entiendo”, en 13:00. Y en 14:00, la hora de comer, cuando “el mundo se detiene en un mantel”, es el momento de la toma de conciencia de la necesidad de sostener un trabajo para subsistir ante la improductividad de la poesía:

Y yo,
            Yo que creía
que los buenos poetas
se alimentaban
de alpiste”.

Después de comer llega el inevitable retorno al trabajo. Esa vuelta al tajo es una especie de deconstrucción del cuento de La Cenicienta, puesto que el poeta afirma en 15:00:

no he perdido un zapato de cristal
y tengo
que volver al trabajo”.

Ya se intuye el final de la jornada laboral, con la perspectiva del desenlace funesto:

Los que estamos muriendo
sabemos que vivir
es cuestión de unas horas”.

De esta forma, llegamos a 17:00. Mediante una pregunta acerca de la suposición de que el mundo estaba bien hecho, el poeta responde con que no lo entiende. Al imaginario poético que enumera: “la mirada de un perro”, “pasear por el parque porque hace frío”, “el mar cuando se está durmiendo”, se le contrapone una serie de elementos que resultan incomprensibles desde la visión de la poesía: “el cemento”, la “obra”, los nacionalismos, el maltrato animal… Colisionan aquí dos compresiones muy distintas del mundo. El mundo en general se enfrenta al mundo poético. Y no sólo percuten uno contra el otro: ambos son incapaces de entenderse.
Quizás, semejante incomunicación, la imposibilidad de que ambos mundos puedan conectarse de alguna manera, por mínima que sea, queda reflejada en 18:00. La voz de la conciencia, tal vez por boca del jefe, manifiesta su previsión pensando en un futuro asegurado para el poeta, al que se le sugiere que el día que sepa bien el oficio podrá ponerse por su cuenta. Esta seguridad, la inversión en seguridad para los tiempos venideros, es algo incomprensible para quien hace poesía. Porque la poesía es un dolor interno que necesita ser alimentado, que no entiende de pasados ni de futuros. Solo del presente, cuando demanda su tributo:

Tengo un dolor
que espantaría de la plaza a las palomas,
Tengo un dolor que huele,
que duele
si no se riega.

Tengo un dolor,
un dolor que se muere
de ganas de vivir”.

Ese dolor es la poesía. Algo por lo que nadie “estaría dispuesto a pagar”.
El poeta retorna a casa tras la jornada laboral. Se ha teñido de negro, el negro fúnebre, que derrota al azul de la poesía. Azul, evidentemente, como un color aparejado a los poetas desde la época modernista de Darío:

“—La pena que nos mancha
No la limpiará el verde.
No la limpió el azul
Cuando éramos poetas”.
(En 21:00).

El poeta ha retornado cadáver a casa. Le resta cenar y volver a meterse en su ataúd. Es el zombi lírico; todo su impulso lírico revuelto contra él, algo que reflejan los colores, alegres, unidos a los adjetivos que producen el dolor. Los colores, ahora, hieren: “El naranja ahoga”, “el verde enferma”, “el añil pudre”…
Poeta albañil, retorna a tu cama. Ha terminado la jornada. Y, en efecto, en la cama se acuesta un poeta aniquilado, pero poeta, al fin y al cabo. Con todo el esqueleto dolorido por el día en el andamio, en la obra, los huesos le duelen a rabiar. Sin embargo, esos huesos son “los huesos de poeta” (en 22:00). Por mucho que le hayan aniquilado durante el día, el impulso lírico se sigue guardando en lo más profundo, en el mismo tuétano: la esencia de poeta.

El reloj corre por la noche, se suceden las horas… y se vuelve a despertar en 06:00, con el mismo poema que al inicio del libro. Se concreta, así, el cierre circular, la resurrección, y el nuevo comienzo. Asistimos a cómo el Lázaro poeta se sube al andamio. Otra vez.

lunes, 14 de agosto de 2017

La caricia del verdugo-Alejandro Feito


*Esta reseña se publicó originalmente en el sitio achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/alejandro-feito-la-caricia-del-verdugo-fino-arte-la-novela-apnea/


Alejandro Feito y La caricia del verdugo: el fino arte de la novela en apnea

La historia de la literatura siempre ha desplegado una mística particular alrededor de las primeras novelas de sus autores. Hay quienes han conseguido un éxito rotundo y abrumador, tanto que jamás han superado la calidad de su debut, y otros que, arrollados por la magnitud de su novela primeriza, se han retirado o escondido, sin volver a escribir una línea nunca más. Por todo ello, la crítica se aproxima con precaución a estas obras, con una mezcla de miedo y escepticismo, porque son tan fáciles de apalear como sencillo resulta no reconocer el talento que en ellas se esconde. Pero lo normal es que una primera novela, en este país nuestro de muerte literaria, pase sin pena ni gloria, totalmente ignorada. Alejandro Feito, con La caricia del verdugo (Universo de Letras), ha firmado un primer libro muy especial que no merece ese trato.

El propio autor define su obra en un video promocional como una novela criminal. En efecto, lo es. Y lo es porque en ella aparecen mafiosos, contrabandistas, asesinos a sueldo, tiroteos, prostitución, corrupción, drogas y muerte. Cualquiera pensará, entonces, que nos encontramos ante otra novela negra más, y es ahí en donde se equivoca. La caricia del verdugo es literatura de género, de acuerdo, pero dentro del género negro es gran literatura. Y muchas de las novelas negras no alcanzan a ser ni tan siquiera literatura, presas de la rutina, los personajes planos, las escenas convencionales y los tics que las adormecen.

Primera bala: El asesinato como una de las Bellas Artes
La principal originalidad de la novela de Feito radica en su binomio protagonista. Son dos personajes tan jugosos, redondos, plenos y complejos, que absorben toda la narración en derredor de ellos mismos. Los personajes nunca están supeditados a la acción que los zarandea como unos peleles, mal endémico de muchas novelas gangsteriles, sino que en el universo literario de La caricia del verdugo son los personajes quienes controlan el tiempo de la narración, que se mueve al ritmo que ellos marcan. La novela de Feito es un santuario para personajes que tienen algo que decir.

Ambos protagonistas son asesinos a sueldo, y son bien distintos, pero se complementan. Uno es Santiago Matesanz, un complejo collage de personalidades, con un pie en España y otro en Francia, o con un ojo puesto en Barcelona y el otro en Marsella. La réplica se la da Radu Dumukrat, rumano, pero criminal del mundo, porque sus asesinatos no conocen fronteras. Son tan ricos los dos personajes que llenan por si solos la novela. Y su riqueza radica en el profundo, minucioso, concienzudo y tenaz ejercicio de retrato psicológico que el autor lleva a cabo con ellos. No en vano, Alejandro Feito es de Oviedo, y la heroica ciudad de Vetusta alumbró uno de los mejores manuales de introspección psicológica para escritores: La Regenta de Leopoldo Alas, Clarín.

Matesanz es un perdedor, cansado y desengañado, agotado, que sale de la cárcel y, pese a no querer regresar a su antigua vida, se ve obligado a ello. En este sentido, me recuerda al Franz Biberkopf de Berlín Alexanderplatz, la novela de Alfred Döblin. Matesanz no quiere convertirse en un hombre nuevo a toda costa, como es el caso del alemán, dado que el peso de sus crímenes pasados es enorme. Pero sí desea, al menos, aparcar su mundo de violencia. Como Biberkopf, se ve abocado a repetir la vida de la que huía.

Por su parte, Radu Dumukrat es el asesino forsythiano por excelencia. Tiene ciertas pinceladas chacalescas —no en vano, Frederick Forsyth y El día del chacal son dos de las más grandes influencias de Alejandro Feito—, pero va muchísimo más allá. El rumano se rodea de un misticismo tan extraño como inquietante, preñado del saber de antiguas sectas asesinas gitanas, supersticiones, ungüentos sanadores y una fiereza en la forma de actuar que lo emparenta con las bestias más sigilosas. Es un felino, una pantera letal.

Ambos protagonistas han elevado la muerte a la categoría de arte —cada uno en su estilo—, y se rodean de un círculo de personajes secundarios tan jugosos como llamativos, entregados a tratar de conformar la personalidad de los asesinos actuando como un espejo: reflejan sobre ellos a los dos criminales, y devuelven la imagen amplificada en un difícil ejercicio literario que Feito despliega con maestría.  

Segunda bala: Proustinizar el género negro
Alejandro Feito demuestra en esta su primera novela que el buen género negro se construye a golpe de flashbacks. Es algo incontestable. La obra reposa sobre los dos sólidos pilares que son los recuerdos de los protagonistas. A la acción principal, que tampoco es lineal en muchas ocasiones, se le añade el continuo recuerdo del pasado de los asesinos. La madalena de Proust, en este caso, huele a pólvora, o a cocaína, o a cualquier otro estímulo que desencadena el salto atrás.
Esta inserción de largos flashbacks en la narración son los que proporcionan un relieve extraordinario a la narración, y elevan la historia de criminales con sus códigos de novela negra hasta convertirla en gran literatura. Porque es mediante este recurso como el autor consigue la disección psicológica profunda de los personajes, dotándolos de un interior riquísimo, con sus miedos y sus dudas, sus culpas y sus remordimientos.

El estudio psicológico convierte a la novela de Feito en una obra diferente a lo que cabría esperar de una novela de género. No tiene problemas en detener la acción para ilustrarnos con escenas del pasado de sus personajes, algo que engrandece el texto. He leído en algunas críticas que esta novela exige al lector una atención especial, quizás, debido a esos saltos temporales. Pero el problema viene a ser el de siempre: no existen novelas difíciles sino lectores poco preparados. O el obstáculo, tal vez, se encuentre en la predisposición de quien se acerca a una novela negra buscando la bazofia de siempre: rutina, tiros, peleas, violencia y poderla cerrar sobre la tumbona despreocupadamente. No es el caso.

Feito engancha al lector desde las primeras líneas. La opción de interrumpir la lectura para saborear un helado, o acercarse al chiringuito, no es posible. Es otro tipo de novela. Es una novela en apnea.

Tercera bala: Un novelista (y un lector) en apnea
En efecto, el autor escribe sin respiro, sin detenerse un segundo para tomar resuello. El libro, de más de 500 páginas, te acogota con una facilidad pasmosa. La narración se dispara y corta el aliento del lector, todo se mueve al filo de una angustiosa falta de respiración, de forma vertiginosa, pero sin utilizar el recurso de James Ellroy y sus frases telegráficas.

Alejandro Feito se toma su tiempo para contar, describir, sin caer en el error de suponer que un estilo veloz y breve consigue dotar de mayor celeridad a la narración. En eso, Ellroy era un gran maestro, aunque ahora ya no lo recuerde… Pero volviendo a La caricia del verdugo: todo en la obra requiere su tiempo, y sin embargo lo leemos con voracidad, como si nos administraran los acontecimientos vertidos por un embudo. La acción se desliza suave e implacable, y cuando quieres reparar en ello, ya has leído decenas de páginas.

 Por eso, no es un texto que resulte sencillo de apartar a un lado. Sus capítulos se cierran de una forma en la que el lector siempre necesita más, otra dosis, tal que si fuera uno de los drogadictos que aparecen en sus páginas. Es un libro para leer con bombonas de oxígeno, porque desde su principio hasta su final, en cada línea argumental nueva que abre, en cada personaje que aparece, en cada retroceso en el tiempo, se nos va robando la respiración producto de una emoción muy bien construida.

Cuarta bala: Un polar en la literatura española
Polar, con ese término se define el género policiaco francés, y Feito reinterpreta el polar clásico para llevarlo a otro nivel. En primer lugar, gracias a la ambientación trabajada y sensible, que sitúa la mayor parte de la novela en Marsella y con personajes del clan de la cofradía de Partinello. En segundo, a causa del despliegue de un imaginario propio de las películas de Jean Paul Belmondo o Alain Delon (¿no sería Santiago Matesanz un estupendo Belmondo y Radu Dumukrat un genial Delon?). En el libro aparecen continuamente los automóviles y las persecuciones —no hay polar sin ellas—, pero sobre todo, el empeño por desarrollar la trama insertada en el espacio del suburbio marsellés.

La novela negra tiene siempre mucho de denuncia, es un intento de iluminar algunas de las zonas más oscuras de la sociedad. Y eso, en el polar, es una cuestión primordial: así, Feito se muestra violento, a veces incluso gore, construyendo un retrato insoportable e irrespirable de una realidad en quiebra donde la marginalidad, la corrupción y la lucha por la supervivencia se rigen por la ley del más fuerte; incluso con ciertos toques psicópatas.

Este polar, o más concretamente neo-polar, que pone en marcha el autor se nutre, principalmente, de su talento para moverse en los códigos de unas culturas diferentes —los gitanos romanís, los clanes marselleses o las familias corsas— de las que sabe destacar elementos determinantes como una forma de centrar el foco en lo verdaderamente importante: las motivaciones que conducen a la cultura de la violencia en todas ellas.

Quinta bala: All Women Are Bad
No hay novela negra sin femme fatale. Y en la novela de Feito no solo se retrata a una de estas mujeres fatales, sino que desfilan por sus páginas un gran número de ellas. En La caricia del verdugo las mujeres traen a la muerte de su mano. Son unas Proserpinas que infectan todo lo que las rodea. Extienden la destrucción sin mucha necesidad de juegos de seducción o complicadas estrategias. Son como en la canción de The Cramps, titulada All Women Are Bad, un azote bíblico para los hombres.
Simplemente, estas mujeres son obra y producto del mal, y como tales actúan. No cabe ni un ápice de posibilidad de redención, ni tampoco para quienes se relacionan con ellas. No aparece en toda la novela un personaje positivo. Los dobleces de los secundarios acaban por revelarnos a indeseables que se alimentan de un mundo de violencia.

Las mujeres, por tanto, no podrían ser una excepción que resultaría poco afortunada en semejante marco narrativo. La redención por amor no existe. Realmente, no existe ningún tipo de redención.

Sexta bala: La estructura poliédrica
La caricia del verdugo está plagada de aciertos, como ya he comentado detenidamente, pero uno de los mayores radica en la forma en que se ha narrado el material literario. Generalmente, una primera novela suele presentar a un personaje-narrador en primera persona, porque esta voz le resulta fácilmente asimilable al autor a la hora de escribir sin complejidades técnicas. Sin embargo, Alejandro Feito elige un narrador omnisciente complejo, que contempla las escenas como por un ojo de pez o un gran angular, proporcionando una amplitud de mirada deslumbrante.

De esa forma, se van superponiendo los planos de la realidad, del ahora, sobre los flashbacks recurrentes del ayer, que van desgranando información hasta poder completar el puzle narrativo. En ese sentido, se trata de una narración en poliedro, que presenta diferentes caras en función de la porción de historia que nos cuente uno u otro personaje.

La mirada externa del narrador se focaliza con facilidad en los momentos importantes, dejando otros sucesos aparte, que son comentados como de pasada y sin aparente interés, pero que luego el lector descubre cómo eran de cruciales en la narración. Eso, sin contar varios giros inesperados, sorpresas realmente sólidas y no traídas por los pelos (de nuevo, otra enfermedad que azota a la novela negra actual), y un tramo final de texto trepidante.


Es La caricia del verdugo una novela repleta de buen hacer, magníficamente resuelta gracias a su brillante estructura apuntalada en unos personajes protagonistas inolvidables. Así es el excelente debut de Alejandro Feito, que ahora deberá enfrentarse a la siempre compleja segunda novela: talento no le falta para que repita con una narración de altura. 

domingo, 6 de agosto de 2017

El tambor de hojalata-Günter Grass


*La siguiente reseña apareció, originalmente, en Mi nueva edad:

https://www.minuevaedad.com/actualidad/2017/8/2/el-libro-del-mes-el-tambor-de-hojalata/

Título: El tambor de hojalata
Autor: Günter Grass
Editorial: Alfaguara
Número de páginas: 660
Año: 1959

Escribir después de la barbarie sobre la barbarie


El tambor de hojalata es ya un clásico de la literatura del siglo XX, a la altura de cualquier otra obra inmortal. Lo traigo a este escaparate porque, de las cinco veces que lo he leído, tres fueron en tiempo estival. Entiendo que la densidad de su relato, y el largo recorrido de sus páginas, lo convierten en una lectura ideal para el tiempo de calma vacacional, en donde puede ser degustado con atención.

Günter Grass compone, en esta su primera novela, un texto que se lee con voracidad y entusiasmo. Los códigos narrativos del autor, originales y personalísimos, consiguen que el lector se inmiscuya en el libro hasta el extremo de crear una complicidad tal con lo narrado que, muchas veces, parecería que está hablando en privado con el escritor.

Esta familiaridad es una de las marcas de autor de Grass, y podemos deleitarnos con ella gracias a la versión española de Miguel Sáenz, un traductor tocado por un estado de gracia a la hora de convertir las palabras del alemán a nuestro idioma. Así pues, disfrutemos de esa ventaja que no poseen las traducciones en otras lenguas. Sáenz ya había traducido antes diferentes obras de Grass, pero no El tambor de hojalata. Con motivo del 50 aniversario de la publicación de la obra, Alfaguara presentó en 2009 la nueva traducción de la novela, que revive y moderniza la traslación original de Carlos Gerhard, que ya de por sí era magnífica.

Puede que algunos, con motivo de la concesión del Premio Nobel en 1999, se hayan aproximado a alguna de las novelas posteriores de Günter Grass. La mayoría también son excelentes, y algunas resultan tan obras maestras como este Tambor de hojalata. Sin embargo, para conocer a Günter Grass hay que enfrascarse en este libro, porque es un pedazo de la historia de la vergüenza de la humanidad y, a la vez, de toda su esperanza.

Son las aventuras de Oscar Matzerath, que discurren por la Polonia y la Alemania de la Segunda Guerra Mundial, las peripecias de un pícaro que entronca directamente con el Lazarillo de Tormes. No en vano, cabe recordar aquí, que el hispánico género de la picaresca fue adoptado en la literatura alemana con mayor entusiasmo que en ninguna otra. Y será esa picaresca, cargada de inteligencia, el único medio que, en los peores momentos, puede llevar a la supervivencia.

El principal escenario de la novela es la polaca ciudad de Gdansk, lugar en donde se desencadenó el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Danzig, para los alemanes, se convirtió en la excusa para invadir Polonia. Desde el acorazado Schleswig-Holstein, comenzó el bombardeo de la ciudad. Algunos sucesos clave de estos primeros días de la contienda, como la toma del edificio del Correo Polaco, tienen un papel determinante en la novela.

Grass devuelve la grandeza a la novela alemana con un volumen repleto de personajes inolvidables: por sus páginas se pasean miserables, estrafalarios, desaprensivos, héroes y villanos, sumergidos todos ellos en los años más terribles de la historia de Europa. Consigue que se pueda escribir sobre el desastre desde el punto de vista de los perdedores y aborda temas especialmente dolorosos en la conciencia colectiva alemana. Destruye la máxima de Theodor Adorno, que manifestó aquello de “no se puede volver a escribir poesía después de Auschwitz”.

Günter Grass escribe de nuevo tras la barbarie, precisamente para denunciar la barbarie. No se trata de poesía, pero es un trabajo narrativo cargado de lirismo. Es una declaración de supervivencia. Y es que, quizás, sólo con el humor y un acusado sentido del esperpento y la ironía, uno puede defenderse de amenazas tan terribles como el nazismo. Y sobrevivir a ello.