*Esta reseña apareció en el sitio achtungmag.com:
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Giorgio Van Straten y su Historia de los libros perdidos: la
emoción y el sufrimiento de un tsundokiano.
Si
echamos un vistazo a la mesa de novedades de cualquier librería veremos que el
número de publicaciones son ingentes. España
es un país que publicó en 2016 la
friolera de 81. 391 libros. Libros,
libros por todas partes… Sin embargo, ha tenido que ser una obra que trata de
aquellos libros que se perdieron, que
se destruyeron, y que son un enigma porque jamás podremos tenerlos ya entre
nuestras manos, unas manos de enfermos tsundokianos
—del japonés tsundoku: bibliomaniáticos que acaparan volúmenes
en sus casas—, la que me haya emocionado como hacía mucho tiempo que no me
atravesaba un texto. Se trata de Historia de los libros perdidos (Ediciones Pasado & Presente), de Giorgio Van Straten, una delicia, un caviar
amargo sobre la tragedia de la literatura.
Amargo,
en efecto, porque el planteamiento del trabajo de Van Straten es tan doloroso para un lector, no digamos ya para un
escritor, como atractivo: dar noticia de una serie de libros que, por uno u
otro motivo, se han extraviado, de los que existe una fiable información al
respecto, tanto de su génesis como de su apocalipsis. Por las páginas
estremecidas de Historia de los libros perdidos desfilan algunos de los autores
más conocidos y venerados de la literatura universal, como Lord Byron, Gógol o Hemingway, junto a otros autores menos
conocidos por el gran público como lo son Walter
Benjamin, Malcolm Lowry o Bruno Schulz.
Las
historias de sus obras perdidas son
historias terribles de fracasos y frustraciones, de mala suerte, quizás una
muestra del sino de perdedor que arrastran casi todos los autores, aquellos
que, realmente, son escritores. Porque no vamos a engañarnos ahora: cuando uno
elige ser escritor también está eligiendo ser un perdedor.
Fascinado
por el negro magnetismo que desprenden las páginas de Van Straten he podido recorrer algunos de los momentos más
desoladores de la pequeña historia que componen legajos, borradores, copias,
papeles carbón, pliegos…, azotados, todos ellos, por inquinas, miedos,
venganzas y miserias de algunos hombres empeñados en su no publicación, o
víctimas de las cabezas desastradas de sus propios autores.
Así,
primero sorprende y luego irrita, que la mujer
de Hemingway se dejara robar una maleta que contenía las primeras narraciones
del escritor. Tenía sed y aprovechó una parada del tren en el que viajaba para
bajarse a por una botella de agua. A su retorno, la maleta había volado, para
no volver a saberse de ella nunca más. El norteamericano no es de mis
escritores favoritos, más bien todo lo contrario, incluso puede que el ladrón
nos hiciera hasta un favor literario, pero mi corazón de autor no puede dejar
de solidarizarse con ese montaña de trabajo redactada en soledad, con el
sufrimiento plasmado en cada hoja, que desapareció sin dejar rastro.
Bien
distinto es el caso de Gógol, que
arrojó un manuscrito de unas 500 páginas
al fuego porque no lo consideraba a la altura de la primera parte ya publicada.
En efecto, se trataba de una continuación de Las almas muertas. Cenizas
que privaron a la humanidad de un díptico que quizás fuera la mayor obra rusa
de la historia, lo que es decir muchísimo. Diez días después, Nikolái Gógol moría.
Lord Byron
dejó escritas unas Memorias en donde su bisexualidad, sus correrías homosexuales,
y otras muchas confesiones incómodas, amenazaban la reputación —e incluso la
seguridad— de los que allí eran mencionados. Entre el editor, un amigo de Lord Byron y la hermanastra, tomaron
una decisión terrible, pero que aplacó las conciencias de todos: las Memorias
de Lord Byron fueron
entregadas al fuego. Y el fuego devoró, también, un manuscrito de mil páginas (y sé muy bien la enfermedad que
significa escribir una novela de mil páginas) junto a nueve años de trabajo del escritor Malcolm Lowry, calcinados en el incendio de la cabaña en donde
vivía, en un pueblecillo de la Columbia Británica.
Pero
si estas historias me han resultado fascinantes y dolorosas a partes iguales,
quiero detenerme en una especialmente triste, la del polaco Bruno Schulz, uno de esos raros genios
que ha dado la vieja Europa, al
estilo de Kafka o Walser. Durante la ocupación alemana de
Polonia, Schulz, que era judío, acabó protegido por un oficial nazi a cambio
de realizar las pinturas murales de la habitación de su hijo pequeño (porque Schulz era, además, un excelente pintor
y dibujante). Al parecer, su muerte se debió a una venganza de otro oficial
reñido con el protector de Schulz.
Lo ejecutó de un disparo en la nuca, en mitad de la calle, y lo dejo allí
abandonado. El verdugo ignoraba que con ese disparo condenaba a Bruno Schulz a la inmortalidad, pero también
nos alejaba, definitivamente, su única novela: el manuscrito de El
Mesías, de la que está bien documentada su existencia. Se nota, en la
forma que Van Straten trata esta
historia, que le atenaza el pecho una angustia similar a la que se ha apoderado
de mí al leerla.
Y
más aún cuando, muchísimos años después, se barajó la posibilidad de que el
manuscrito de El Mesías hubiera sido encontrado en los archivos de la KGB. Un diplomático sueco sirvió de
enlace para llevar a cabo la transacción con el gobierno polaco. Durante el
regreso desde Ucrania del
diplomático, todo indica que con el manuscrito adquirido, un mortal accidente
de automóvil abrasó el texto. Pero eso significa ser escritor, siempre la
derrota, incluso después de muerto.
Todas
estas historias que nos presenta Giorgio
Van Straten son producto de su enorme amor por los libros. Porque en cada
desgracia, en cada pérdida, intenta encontrar un rayo de optimismo y de
esperanza, aunque a veces la tragedia sea tan monumental como la de Walter Benjamin y su maleta negra de
contenido enigmático, o tan infame como los tejemanejes y maniobras de censura
y destrucción a los que fue sometida la obra de Sylvia Plath por su marido, Ted
Hughes, tras el suicidio de la poeta
El
fuego, casi siempre el fuego, ha sido el elemento que ha terminado con aquellas
obras que ya, jamás, leeremos. El recorrido por el compendio de desgracias que
elige Van Straten es suficiente,
contenido y necesario, pero podría haber ido más allá, desde luego, porque esta
historia de la amargura que es la literatura, es pródiga en desastres míticos
que borraron palabras, folios y novelas, del acervo cultural de la humanidad.
Desde
la ruptura de una parte de las Tablas de
la Ley por parte de Moisés, por
ejemplo, que sería una de las primeras pérdidas de texto que conocemos, junto a
la quema de los legajos y rollos de pergamino de la Biblioteca de Alejandría —o el saqueo brutal y más reciente de la Biblioteca Nacional de Bagdad, que
destruyó más de 400 mil libros,
algunos de ellos ejemplares únicos y raros—, pasando por aquél segundo libro de la poética de Aristóteles —y dedicada a la
comedia, vaya ironía— o el extravío desgraciado de gran parte del teatro de Esquilo, de cuyas casi 90 piezas sólo nos han quedado siete obras. Sobre esta aspecto, el
escritor albanés Ismaíl Kadaré
compone unas páginas magníficas en su ensayo Esquilo, el gran perdedor
(Siruela), reflexionando sobre toda
una poética de la pérdida. Porque no
existe ningún escritor que no componga su obra, circunstancia extensible a
cualquier artista, bajo la constante amenaza de la pérdida.
Tampoco
quiero olvidarme de la novela que perdió Jose
Asunción Silva en el naufragio del vapor Ameriqué, frente a las
costas de Barranquilla, y en donde
se hundieron manuscritos que contenían numerosas tiradas de versos y la primera
versión de su obra De sobremesa que, afortunadamente, luego pudo reescribir; o esa
maleta repleta de poemas que Machado abandonó en Port Bou antes de pasarse a Francia, huyendo de la Guerra Civil. Por cierto, un suceso que
recrea, con la sutiliza de su pluma, el escritor Juan Carlos Arce en su novela Los colores de la guerra (Planeta).
Y
necesito recordar aquí al escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, que se volatilizó junto al borrador de su
nueva novela en el accidente que
sufrió el vuelo 11 de Avianca en su
aproximación al aeropuerto de Barajas.
Además del mexicano, a bordo del Boeing
747 perdieron la vida el escritor uruguayo Angel Rama y el peruano Manuel
Scorza. Parafraseando un viejo y estremecedor refrán japonés que afirma que
cuando un anciano muere es como si desapareciera una biblioteca entera, cuando
muere un escritor desaparecen, con él, todos los futuros libros que iba a
escribir. En este caso, la muerte de un escritor es la extinción de una futura biblioteca.
Quizás nunca fueron más certeras las palabras del poeta Hölderlin cuando manifestó que “el
arte es una forma de duelo”.
Aunque
estos últimos casos que he mencionado no aparecen en el libro de Van Straten, no he querido pasarlos por
alto, dada la profunda huella que, de una u otra forma, han dejado en mis
cicatrices de escritor. Y así es esta Historia de los libros perdidos, un
drama mayúsculo de esfuerzos baldíos y fracasos descomunales que sólo pueden
contemplarse, leerse y estudiarse, desde el infinito amor por los libros que
profesa su autor. Nos contagia su amor de tusundokiano
hasta convertirnos en los afligidos deudores de todas y cada una de las
pérdidas.
Desde
hoy, nuestro corazoncito de lectores llevará luto por los legajos perdidos de Gógol, Lowry, Hemingway, Schulz, Benjamin o Lord Byron, pero aun así podemos notarnos optimistas, porque
creemos en la inmortalidad de la literatura y de los libros gracias a la
reflexión final de Van Straten, que
alberga esperanzas de encontrar alguno de estos textos oculto en el hueco de
una pared, tras un armario o una alacena, en el interior de un baúl o en el
altillo de un desván, tan sólo aguardando el momento de saltarnos a las manos
para regalarnos la felicidad de su lectura.
Como
cuenta Giovanni Boccaccio en su Breve tratado en alabanza de Dante
(editado por la Universidad Autónoma de
México), cuando Dante falleció
dejó su Divina Comedia sin terminar; faltaban 13 cantos. Sus familiares los buscaron por todas partes, pero
parecía que estos no existían. Sin embargo, su hijo Jacopo, ocho meses después de la muerte de su padre, tuvo un sueño
en el que el poeta le indicaba el lugar en donde se encontraba el final de la
obra. Al despertarse, corrió frente a la pared señalada y, tras retirar una
estera, se encontró con un huequecillo en donde reposaban unos pliegos: era el
final de la Divina Comedia.
Sea
verdad o una alucinación maravillosa, o tal vez una exquisita mentira urdida
por el genio de Boccaccio, debemos
tenerla en cuenta para apoyar a Van
Straten en su optimismo: llegará el día que algunos de esos libros
perdidos, sean cuales sean, aparecerán para terminar su historia. Porque un
libro jamás estará completo hasta que haya llegado a las manos de sus lectores.
Ese es su verdadero, gozoso, y único fin.
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