jueves, 27 de julio de 2017

Las babas del Diablo (relato)-Julio Cortazar


Cuando el diablo enreda con las leyes de la física

Ya el primer párrafo de Las babas del diablo daría para un extensísimo trabajo desde la perspectiva de la narratología, sobre los puntos de vista del narrador y las diferentes voces a emplear en un relato. Sin embargo, lo que me interesa de este principio, es su declaración cuántica, porque en estas siete líneas que arrancan el cuento ya se presentan los principales elementos de la narrativa cuántica: diferentes perspectivas que conviven a la par en planos y mundos que se superponen. Y una persona que puede ser, al mismo tiempo, una y varias, o todas y ninguna. Los many worlds cuánticos, las posibles alteraciones de una historia que producen sus variaciones en otros planos de otras realidades.

Por lo tanto, es necesario dictaminar con urgencia desde donde, desde qué lugar, nos habla el narrador. He consultado algunos estudios sobre el relato antes de afrontar mi propia interpretación, y me ha sorprendido la incapacidad de los analistas para darse cuenta de lo obvio: el protagonista refiere toda su historia una vez muerto, desde el interior de la foto que él mismo ha tomado. Y el elemento determinante para alcanzar esta sencilla conclusión son las referencias continuas a las nubes que pasan y que insistentemente contempla discurrir sobre su cabeza.

En un análisis algo chusco, se afirma infantilmente que el hombre ha muerto y está en el cielo a causa de esas nubes que aparecen… Seamos serios: la visión de esas nubes se produce porque el narrador ha mutado en el propio tiro de cámara —esta dinámica de la mutación es uno de los elementos de la narrativa cuántica—, y su visión es la del objetivo, el encuadre que vislumbra desde su posición cadavérica: tumbado boca arriba en el suelo del parque. Y mientras contempla el cielo, y los pájaros, cuenta la historia y la forma en que ha terminado así. Por tanto, nos encontramos ante un narrador-Schrödinger, tal que el gato cuántico, unas veces vivo y otras muerto, dependiendo del lugar en donde incida nuestra mirada de lectores.

Porque nuestra lectura resucita a Roberto Michel, de igual modo que la culminación del relato termina por matarlo, por convertir su voz, que en principio podría parecernos la de un ser vivo, en el discurso de un muerto, No en vano, el propio narrador se califica como tal, afirma que está muerto pero a la vez vivo, por lo que nos topamos con un narrador cuántico en toda la extensión de la palabra. Y la observación del relato, al igual que la recolección de datos en el experimento de la caja de Schrödinger, es la que hará que unas veces esté muerto y otras vivo.

El tiempo y el espacio del relato son el siguiente elemento cuántico de la historia: se trata de una narración circular, al estilo de Continuidad en los parques, en donde los límites del principio y del final se engarzan, formando un todo, un continuo sobre el cual podemos depositarnos, igual dará el punto, dado que el tiempo que reproduce la historia es eterno y con su final se regresa al principio. Se trata pues, de un espaciotiempo cuántico. Además, existen una mezcla de tiempos en la narración, que permite diferentes líneas: el tiempo del narrador, el tiempo de aquello que sucede en el interior de la fotografía, el tiempo en el que el muerto nos relata lo sucedido y que viene marcado por las nubes y los pájaros que pasan… Los bandazos temporales hacia adelante y hacia atrás moldean el tiempo en un pasapresenturo determinante.

Todo este collage temporal trae un conjunto de saltos en donde la concepción normal que poseemos de lo temporal se quiebra en mil añicos. Se pasa, bruscamente, de una narración aparentemente retrospectiva a unos sucesos que, según el protagonista, acaban de suceder, “casi ahora mismo”, lo que nos hace pensar que su entrada en el interior de la fotografía —y su posterior asesinato a manos del conductor del automóvil— son algo inmediatamente anterior y, por ende, el relato está siendo emanado desde el cadáver en el mismo instante de caer abatido. Y el asunto parece complicarse cuando afirma: “uno baja cinco pisos y ya está en el domingo”, en referencia a la forma en que el tiempo transcurre de una forma en una parte de su piso, y de una manera diferente en otra, aunque lo que Cortazar quiere demostrarnos es la capacidad de moverse a su antojo por las líneas temporales del relato y colocarse donde quiere, un mes atrás, o mil veces en la mañana en que se tomó la foto.

Una foto que cambia a causa de la alteración a la que la somete la mirada del fotógrafo, que desencadena diferentes variantes de la historia en distintos mundos, con tiempos y cadencias diferentes. Habrá una realidad en la que Roberto Michel tome la foto y se marche a su casa, y que el joven sea seducido y entregado por la mujer al hombre del coche, que termine por hacer con él lo que guste. Pero en otras variaciones, el joven huye, o la mujer recrimina algo al fotógrafo, y en muchas de ellas, mediante la actuación del protagonista, el muchacho escapa a su funesto destino. La acción de Roberto es un efecto mariposa que altera el continuo espacio-temporal y genera cientos de realidades diferentes sobre el mismo tema, variantes cuánticas de espacio y tiempo con desenlaces diferentes.
E incluso, genera variantes dentro de la misma fotografía, una vez que Roberto accede a su interior, alterando el tiempo de la foto con consecuencias palpables: puede aparecer o no una hoja en una de las esquinas; cada acto de Roberto Michel desencadena una variación de la historia.

Finalmente, el protagonista, convertido en el propio tiro de cámara, se inserta en la foto que ha colgado en su casa, y tras una nueva intervención que salva al muchacho de caer en manos del corruptor de menores, se produce su asesinato a manos del hombre del automóvil, entiendo que estrangulado. En otros planos temporales sucederán otras cosas, pero en ese tiempo y momento fotográfico insertado en otro tiempo mayor, que es el de la narración, Roberto Michel a muerto y su cadáver permanece varias horas (de nuevo, el tiempo) tirado sobre el parque. Incluso la lluvia cae sobre él.

El relato aglutina diferentes elementos para quien quiera aproximarse a él desde una perspectiva cuántica: el espaciotiempo, la narración laberíntica, el cierre circular, los diferentes tiempos y líneas temporales, el  multiperspectivismo, y un relato que se narra en un pasapresenturo determinante. Además, presenta la fractalidad del mundo de la foto que representará una parte exacta de otro mundo mayor, que será el de una de las realidades en donde sucede toda la historia. Es un cuento caleidoscópico, con desdoblamientos de los personajes en diferentes momentos (en la primera de las realidades o en los interiores de la foto), que incluye una dinámica de la mutación cuántica al convertir al protagonista en la propia cámara fotográfica, o al menos sus ojos serán los encuadres de la Contax.


Valgan estos apuntes como una forma de llevar a cabo un enfoque diferente del relato y como un apunte del profundísimo análisis cuántico que de Las babas del diablo puede realizarse.

La soledad encendida-Gregorio Muelas y Heberto de Sysmo



*Esta crítica apareció en el blog de pensamiento poético Verde Luna:

https://verdeluna2012.wordpress.com/2017/07/24/la-soledad-encendida-haikus-un-museo-natural-del-verso/


Título: La soledad encendida
            Autores: Gregorio Muelas y Heberto de Sysmo.
            Editorial: Ultramarina Cartonera.

La soledad encendida, haikus: un museo natural del verso

Un haiku es como un chispazo, un destello, un relámpago poético. Por tanto, un haijin será un hombre-relámpago, un poeta que viaja con el asombro en la mochila, con el resplandor de la poesía colgado de sus parpados y prendido de sus dedos. Este libro, todo en él, es extraordinario. Es la historia de dos haijines que decidieron entremezclar sus poemas como si combinaran los naipes de una baraja de sorpresas. Pero también es la muestra de un gran amor por la edición. En ese sentido, todo el libro es un enorme haiku conformado de pequeños haikus, un descomunal asombro preñado de otros asombros que lo convierten en un monumento poético.
A la editorial Ultramarina Cartonera le corresponde el orgullo de firmar un ejemplar que es un pura sangre de la edición: un libro bello, un libro artesano y artesanal compuesto con materiales japoneses (bambú o tela de kimono) y plagado de ilustraciones únicas. Numerado y exclusivo, no hay dos ejemplares iguales ni dos portadas similares. En lo relativo a los deliciosos dibujos con motivos japoneses, son las manos de Susana Benet y de Sara García Lafont las que consiguen conectar con la naturaleza nipona mediante sus ilustraciones. Y como todo en el libro es brillante, el prólogo de Mila Villanueva y el epílogo de Raul Fortes Guerrero enmarcan los haikus. Unos poemas escritos a dos manos, sin declarar su autoría porque el poema japonés es eso, una emanación de la naturaleza en donde bien poca importancia tiene el poeta. Los dos haijines, vehículo que se encarga de plasmar el asombro, son dos poetas comprometidos con el haiku, dos poetas en estado permanente de aware o emoción: Gregorio Muelas y Heberto de Sysmo.
Pero antes de referirme al trabajo de estos dos poetas en La soledad encendida, no puedo menos que rendir un tributo a quienes me pusieron por vez primera en contacto con el haiku, allá por el año 2002. Fueron poetas, y también fueron dos, con ocasión de un libro firmado a medias, como si el haiku tuviera que venir acunado por un dúo de creadores, recelando de la individualidad. El texto, otro libro exquisito, una joya para los bibliófilos, de cuidada edición a cargo de la editorial Celya, se titula Paisajes hacia lo hondo. Un título realmente acertado para definir lo que representa el haiku para el haijin: la proyección en la naturaleza de un profundo estado de comunión con lo que le rodea. Y las poetas eran Almudena Urbina y Montserrat Doucet.
Son los haikus de La soledad encendida un recorrido por las variadas formas de estas composiciones líricas ancestrales. Hay, desde haikus a la naturaleza, pasando por haikus de Año Nuevo, e incluso haikus urbanos, una modalidad que no ha tenido mucho éxito en Japón, quizás por lo moderno, pero que sí se construye con gran aceptación en Europa. Y hay haikus tristes, y haikus intrigantes, y los hay de saludo a la vida, o sobre gatos, ranas y sapos, perros e insectos. Sobre árboles, flores y plantas, pájaros y ganado, incluso sobre agua y lluvia, demostrando que esta composición es versátil, que su traje rítmico se adecúa a la perfección a cualquier asunto, aunque a veces pueda alejarse algo de esa pureza sacrosanta que para los entendidos debe reunir el haiku.
El haiku clásico debe ceñirse estrictamente a tres reglas determinantes: en primer lugar a una métrica concreta (esos 5-7-5 versos en cada una de sus líneas); después, necesariamente, debe alejar el yo, la persona, el componente humano, de la impresión poética; y por supuesto, tiene que reflejar un instante vivido en la naturaleza, que aparecerá en los versos como congelado, atrapado, producto de ese momento deslumbrante que tiene que haberle sucedido al haijin.
Sin embargo, es cuando los haijines Gregorio Muelas y Heberto de Sysmo desabrochan un poco esta camisa de fuerza estilística, alcanzan, quizás, las composiciones de mayor belleza. Panteras, colibrís o cisnes, engalanan sus pelajes y plumajes con el collar de estos versos. Y rayos, tormentas, nieves y soles resplandecen con mayor brío. Son instantes capturados con la red de la poesía, quedando detenidos en el tiempo, en la memoria, y ya para siempre en nuestra percepción, como ese gato que regresa de la lonja y huele a pescado, o ese perro que regala lametones a un niño delgado, o esas grullas que destacan en el cielo…
En efecto, es el título de la soledad encendida una definición gráfica. Casi anatómica, del efecto germinativo del haiku en el interior de la fisiología sensitiva del poeta. El haiku nace en un momento de intimidad lírica, y lo hace como una descarga eléctrica. Atraviesa al haijin con una sacudida de alta tensión, y los voltios poéticos encienden, literalmente, la inspiración compositiva ante aquello que se está presenciando. Entonces, ese instante queda apresado en la cabeza y el corazón del poeta como el insecto en el cazamariposas, y desde allí, pasa a conformar un libro como este que nos presentan Gregorio Muelas y Heberto de Sysmo: un compendio de belleza que es un gabinete entomológico, en donde cada ejemplar poético aparece expuesto en su vitrina, atravesado por un alfilerazo de sensibilidad lírica, detenidos en el tiempo y en el espacio, desplegando sus vivos colores, sus delicados perfumes a tierra mojada tras la tormenta, a pan recién horneado en la tahona, a nieve invernal, y hablándonos con el sonido de las grullas en el estío y el lenguaje de los arroyos en otoño.
Todo esto es La soledad encendida. Pero, por encima de formas, composiciones, y versos, es un mayúsculo poemario al que cualquier día le saldrán alas y, dejando un leve polvillo tras de sí, saldrá volando por una de nuestras ventanas, a la búsqueda de otros lugares en donde anidar. En ese momento, nosotros también seremos ya haijines. Prisioneros, de por vida, en la belleza del latigazo del verso.

miércoles, 26 de julio de 2017

Historia de los libros perdidos-Giorgio Van Straten


*Esta reseña apareció en el sitio achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/giorgio-van-straten-historia-los-libros-perdidos-la-emocion-sufrimiento-tsundokiano/

Giorgio Van Straten y su Historia de los libros perdidos: la emoción y el sufrimiento de un tsundokiano.

Si echamos un vistazo a la mesa de novedades de cualquier librería veremos que el número de publicaciones son ingentes. España es un país que publicó en 2016 la friolera de 81. 391 libros. Libros, libros por todas partes… Sin embargo, ha tenido que ser una obra que trata de aquellos libros que se perdieron, que se destruyeron, y que son un enigma porque jamás podremos tenerlos ya entre nuestras manos, unas manos de enfermos tsundokianos —del japonés tsundoku: bibliomaniáticos que acaparan volúmenes en sus casas—, la que me haya emocionado como hacía mucho tiempo que no me atravesaba un texto. Se trata de Historia de los libros perdidos (Ediciones Pasado & Presente), de Giorgio Van Straten, una delicia, un caviar amargo sobre la tragedia de la literatura.

Amargo, en efecto, porque el planteamiento del trabajo de Van Straten es tan doloroso para un lector, no digamos ya para un escritor, como atractivo: dar noticia de una serie de libros que, por uno u otro motivo, se han extraviado, de los que existe una fiable información al respecto, tanto de su génesis como de su apocalipsis. Por las páginas estremecidas de Historia de los libros perdidos desfilan algunos de los autores más conocidos y venerados de la literatura universal, como Lord Byron, Gógol o Hemingway, junto a otros autores menos conocidos por el gran público como lo son Walter Benjamin, Malcolm Lowry o Bruno Schulz.

Las historias de sus obras perdidas son historias terribles de fracasos y frustraciones, de mala suerte, quizás una muestra del sino de perdedor que arrastran casi todos los autores, aquellos que, realmente, son escritores. Porque no vamos a engañarnos ahora: cuando uno elige ser escritor también está eligiendo ser un perdedor.

Fascinado por el negro magnetismo que desprenden las páginas de Van Straten he podido recorrer algunos de los momentos más desoladores de la pequeña historia que componen legajos, borradores, copias, papeles carbón, pliegos…, azotados, todos ellos, por inquinas, miedos, venganzas y miserias de algunos hombres empeñados en su no publicación, o víctimas de las cabezas desastradas de sus propios autores.

Así, primero sorprende y luego irrita, que la mujer de Hemingway se dejara robar una maleta que contenía las primeras narraciones del escritor. Tenía sed y aprovechó una parada del tren en el que viajaba para bajarse a por una botella de agua. A su retorno, la maleta había volado, para no volver a saberse de ella nunca más. El norteamericano no es de mis escritores favoritos, más bien todo lo contrario, incluso puede que el ladrón nos hiciera hasta un favor literario, pero mi corazón de autor no puede dejar de solidarizarse con ese montaña de trabajo redactada en soledad, con el sufrimiento plasmado en cada hoja, que desapareció sin dejar rastro.

Bien distinto es el caso de Gógol, que arrojó un manuscrito de unas 500 páginas al fuego porque no lo consideraba a la altura de la primera parte ya publicada. En efecto, se trataba de una continuación de Las almas muertas. Cenizas que privaron a la humanidad de un díptico que quizás fuera la mayor obra rusa de la historia, lo que es decir muchísimo. Diez días después, Nikolái Gógol moría.

Lord Byron dejó escritas unas Memorias en donde su bisexualidad, sus correrías homosexuales, y otras muchas confesiones incómodas, amenazaban la reputación —e incluso la seguridad— de los que allí eran mencionados. Entre el editor, un amigo de Lord Byron y la hermanastra, tomaron una decisión terrible, pero que aplacó las conciencias de todos: las Memorias de Lord Byron fueron entregadas al fuego. Y el fuego devoró, también, un manuscrito de mil páginas (y sé muy bien la enfermedad que significa escribir una novela de mil páginas) junto a nueve años de trabajo del escritor Malcolm Lowry, calcinados en el incendio de la cabaña en donde vivía, en un pueblecillo de la Columbia Británica.

Pero si estas historias me han resultado fascinantes y dolorosas a partes iguales, quiero detenerme en una especialmente triste, la del polaco Bruno Schulz, uno de esos raros genios que ha dado la vieja Europa, al estilo de Kafka o Walser. Durante la ocupación alemana de Polonia, Schulz, que era judío, acabó protegido por un oficial nazi a cambio de realizar las pinturas murales de la habitación de su hijo pequeño (porque Schulz era, además, un excelente pintor y dibujante). Al parecer, su muerte se debió a una venganza de otro oficial reñido con el protector de Schulz. Lo ejecutó de un disparo en la nuca, en mitad de la calle, y lo dejo allí abandonado. El verdugo ignoraba que con ese disparo condenaba a Bruno Schulz a la inmortalidad, pero también nos alejaba, definitivamente, su única novela: el manuscrito de El Mesías, de la que está bien documentada su existencia. Se nota, en la forma que Van Straten trata esta historia, que le atenaza el pecho una angustia similar a la que se ha apoderado de mí al leerla.

Y más aún cuando, muchísimos años después, se barajó la posibilidad de que el manuscrito de El Mesías hubiera sido encontrado en los archivos de la KGB. Un diplomático sueco sirvió de enlace para llevar a cabo la transacción con el gobierno polaco. Durante el regreso desde Ucrania del diplomático, todo indica que con el manuscrito adquirido, un mortal accidente de automóvil abrasó el texto. Pero eso significa ser escritor, siempre la derrota, incluso después de muerto.

Todas estas historias que nos presenta Giorgio Van Straten son producto de su enorme amor por los libros. Porque en cada desgracia, en cada pérdida, intenta encontrar un rayo de optimismo y de esperanza, aunque a veces la tragedia sea tan monumental como la de Walter Benjamin y su maleta negra de contenido enigmático, o tan infame como los tejemanejes y maniobras de censura y destrucción a los que fue sometida la obra de Sylvia Plath por su marido, Ted Hughes, tras el suicidio de la poeta

El fuego, casi siempre el fuego, ha sido el elemento que ha terminado con aquellas obras que ya, jamás, leeremos. El recorrido por el compendio de desgracias que elige Van Straten es suficiente, contenido y necesario, pero podría haber ido más allá, desde luego, porque esta historia de la amargura que es la literatura, es pródiga en desastres míticos que borraron palabras, folios y novelas, del acervo cultural de la humanidad.

Desde la ruptura de una parte de las Tablas de la Ley por parte de Moisés, por ejemplo, que sería una de las primeras pérdidas de texto que conocemos, junto a la quema de los legajos y rollos de pergamino de la Biblioteca de Alejandría —o el saqueo brutal y más reciente de la Biblioteca Nacional de Bagdad, que destruyó más de 400 mil libros, algunos de ellos ejemplares únicos y raros—, pasando por aquél segundo libro de la poética de Aristóteles —y dedicada a la comedia, vaya ironía— o el extravío desgraciado de gran parte del teatro de Esquilo, de cuyas casi 90 piezas sólo nos han quedado siete obras. Sobre esta aspecto, el escritor albanés Ismaíl Kadaré compone unas páginas magníficas en su ensayo Esquilo, el gran perdedor (Siruela), reflexionando sobre toda una poética de la pérdida. Porque no existe ningún escritor que no componga su obra, circunstancia extensible a cualquier artista, bajo la constante amenaza de la pérdida.

Tampoco quiero olvidarme de la novela que perdió Jose Asunción Silva en el naufragio del vapor Ameriqué, frente a las costas de Barranquilla, y en donde se hundieron manuscritos que contenían numerosas tiradas de versos y la primera versión de su obra De sobremesa que, afortunadamente, luego pudo reescribir; o esa maleta repleta de poemas que Machado abandonó en Port Bou antes de pasarse a Francia, huyendo de la Guerra Civil. Por cierto, un suceso que recrea, con la sutiliza de su pluma, el escritor Juan Carlos Arce en su novela Los colores de la guerra (Planeta).

Y necesito recordar aquí al escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, que se volatilizó junto al borrador de su nueva novela en el accidente que sufrió el vuelo 11 de Avianca en su aproximación al aeropuerto de Barajas. Además del mexicano, a bordo del Boeing 747 perdieron la vida el escritor uruguayo Angel Rama y el peruano Manuel Scorza. Parafraseando un viejo y estremecedor refrán japonés que afirma que cuando un anciano muere es como si desapareciera una biblioteca entera, cuando muere un escritor desaparecen, con él, todos los futuros libros que iba a escribir. En este caso, la muerte de un escritor es la extinción de una futura biblioteca. Quizás nunca fueron más certeras las palabras del poeta Hölderlin cuando manifestó que “el arte es una forma de duelo”.

Aunque estos últimos casos que he mencionado no aparecen en el libro de Van Straten, no he querido pasarlos por alto, dada la profunda huella que, de una u otra forma, han dejado en mis cicatrices de escritor. Y así es esta Historia de los libros perdidos, un drama mayúsculo de esfuerzos baldíos y fracasos descomunales que sólo pueden contemplarse, leerse y estudiarse, desde el infinito amor por los libros que profesa su autor. Nos contagia su amor de tusundokiano hasta convertirnos en los afligidos deudores de todas y cada una de las pérdidas.

Desde hoy, nuestro corazoncito de lectores llevará luto por los legajos perdidos de Gógol, Lowry, Hemingway, Schulz, Benjamin o Lord Byron, pero aun así podemos notarnos optimistas, porque creemos en la inmortalidad de la literatura y de los libros gracias a la reflexión final de Van Straten, que alberga esperanzas de encontrar alguno de estos textos oculto en el hueco de una pared, tras un armario o una alacena, en el interior de un baúl o en el altillo de un desván, tan sólo aguardando el momento de saltarnos a las manos para regalarnos la felicidad de su lectura.

Como cuenta Giovanni Boccaccio en su Breve tratado en alabanza de Dante (editado por la Universidad Autónoma de México), cuando Dante falleció dejó su Divina Comedia sin terminar; faltaban 13 cantos. Sus familiares los buscaron por todas partes, pero parecía que estos no existían. Sin embargo, su hijo Jacopo, ocho meses después de la muerte de su padre, tuvo un sueño en el que el poeta le indicaba el lugar en donde se encontraba el final de la obra. Al despertarse, corrió frente a la pared señalada y, tras retirar una estera, se encontró con un huequecillo en donde reposaban unos pliegos: era el final de la Divina Comedia.


Sea verdad o una alucinación maravillosa, o tal vez una exquisita mentira urdida por el genio de Boccaccio, debemos tenerla en cuenta para apoyar a Van Straten en su optimismo: llegará el día que algunos de esos libros perdidos, sean cuales sean, aparecerán para terminar su historia. Porque un libro jamás estará completo hasta que haya llegado a las manos de sus lectores. Ese es su verdadero, gozoso, y único fin.

martes, 18 de julio de 2017

Hijos de la Stasi-David Young



*Esta crítica apareció en el sitio achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/hijos-la-stasi-david-young-novela-negra-lograda-clave-historica/


Hijos la Stasi, de David Young: novela negra de lograda clave histórica

Hijos de la Stasi (HarperColins Ibérica) es una novela de género negro escrita por David Young. La obra ganó el prestigioso premio CWA Historical Dagger en 2016, galardón que otorga la British Crime Writer´s Associaton a la mejor novela negra “histórica”. Con mucho bueno, especialmente en el terreno de la ambientación en la Alemania del Telón de Acero, el trabajo de Young también está aquejado de algunos de los males generales que presenta la novela negra actual, pero el conjunto es el de una lectura positiva.

Tal y cómo nos informa el autor en una explicativa nota final, alrededor del seis por ciento de los colaboradores de la Stasi —el Ministerio para la Seguridad del Estado en la RDA— eran menores de 18 años. El número total de informantes, es decir, chivatos, delatores, vigilantes de sus vecinos, denunciantes de sus propios padres o hermanos, también cotillas o, simplemente, miserables en manos del devenir de la Historia, el miedo, los chantajes y las presiones, era de 173 mil. Prácticamente, cada persona tenía su pareja, su equivalente que lo espiaba. Me viene a la cabeza Es cuento largo, la novela de Günter Grass, un retrato agotador del informador pegado a su presa.

Todo en el discurso de Young nos hace entender que uno de los objetivos de este Hijos de la Stasi es, en efecto, denunciar esos métodos de reclutamiento y espionaje llevados a cabo por el Gobierno de la RDA, que incluso extorsionaba a los más jóvenes, lo que convierte el asunto en más infame aún, si cabe. Sin embargo, me da la sensación de que el intento reivindicativo queda en eso, sólo en intento, o que tiene mucha más carga utilitaria que otra cosa. Porque inmerso en una buena narración, por momentos brillante y con nervio, y en una trama algo tramposa pero muy efectiva, la presunta denuncia con la que el autor busca cargar la novela, se diluye.

Y el asunto no es nuevo, ni privativo de la RDA. A la cabeza me viene el caso de Pável Mozorov, mártir de la Unión Soviética porque con tan sólo 13 años de edad se le ocurrió denunciar a su padre a la Policía Política de Stalin por alta traición al Estado. El asunto terminó con la ejecución del progenitor. La familia, conmocionada, se vengó en el joven, al que asesinó. Una historia sobre la que pesa el yunque de la duda, la prostitución propagandística con la que fue empleada por el aparato del estalinismo, y la eterna duda de si fue verdadera, falsa, o completamente diferente. En cualquier caso, demuestra que las prácticas de vigilancia llevadas a cabo por menores no eran algo nuevo en la RDA, sino una forma de operar muy común en cualquiera de las policías comunistas. En la Rumania de Ceaucescu, las escuelas especiales de reclutamiento y formación de agentes crueles y despiadados se nutrieron con gran parte de los huérfanos producto del terremoto de 1977. Resultaron ser los más leales al Conducator, los más implacables y sanguinarios de todos.

Pero Young aún pretende destacar otra denuncia emergente de su texto. Como él mismo aclara en la nota a la que me refería más arriba, grandes empresas como IKEA utilizaron para el embalaje y procesamiento de sus productos la mano de obra de prisioneros políticos de la RDA durante los años 70 y 80. Parece ser que un informe de una auditoría confirmó, hace relativamente poco, que la empresa sueca estaba al corriente de la infamia, lo que llevó al director general de la casa de muebles en Alemania a pedir perdón de forma pública. Una circunstancia que recuerda a otros escándalos, como los de IBM, Porsche, Kodak, la General Motors o Siemens, que se aprovecharon de mano de obra esclava utilizando los prisioneros judíos del Reich de Hitler.

En cualquier caso, los reclutamientos de menores y el empleo de prisioneros políticos, dos reivindicaciones legítimas, quedan diluidas en la narración de Young. Al lector le da la sensación de que, estos motores ideológicos de la historia, se pierden, o han sido traídos de los pelos. Porque la novela es mucho más que eso, y su autor le hace un flaco favor con su nota final, o eso creo, centrando el foco en estos asuntos.

La narración de David Young es sólida, bien construida, perfectamente ensamblada y, durante tres cuartas partes del texto, ordenada y brillante. Un ejercicio luminoso de novela negra, soportada en una ambientación de cinco estrellas y con algunos personajes magníficamente fraguados que alcanzan más allá del estereotipo de buenos y malos, algo tan característico del género, y al que no escapan otros actantes de Hijos de la Stasi. Afortunadamente, Young ha entendido bien cuál es su punto fuerte, y de este tipo de personajes hay más que de los planos y utilitariamente maniqueos. El autor se esfuerza por pintar unas líneas muy difuminadas en los actores claves de la novela, con unos límites borrosos que los vuelven terriblemente atractivos.

Luego, está el asunto de la maraña de la trama, en donde se nos van proporcionando algunas pistas, como una forma de aumentar la intriga, que nunca se resolverán. No digo que esto no se deba hacer, es un recurso lícito, pero a mí no me agrada. Siguiendo la teoría del clavo de Chejov —eso que sostuvo de que si un clavo aparece en una narración es porque el personaje, al final, debe colgarse de él, es decir, que todo lo consignado en el texto debe obedecer a un motivo narrativo—, en la novela negra soy de la opinión de que todos los hallazgos o pistas necesitan de una aclaración posterior o, de lo contrario, no deben existir. El libro de Young cuenta con dos o tres engaños relacionados con este asunto. Aumentan el misterio, ayudan al clímax en un momento determinado, desde luego, pero después decepcionan un poco al lector, al no hallar en el texto una explicación convincente a los enigmas.

Lo que salta a la vista, y está bien claro, es que la novela ha sido merecedora de un premio relacionado con la escena histórica, y en eso, el libro es más que notable. El trabajo de ambientación de la narración en el Berlín de la RDA no es algo sencillo, y Young lo resuelve con precisión y realismo. De hecho, esta novela negra se diferencia de otras novelas negras en eso, en el montaje de un entramado, de una escenografía que aquí es más propia de una novela histórica.

Por ello, y el mensaje lo hago extensivo a todas las editoriales en general, hay que cuidar un poco más los paratextos. En la nota de contraportada se insiste en la correspondencia del libro con la película La vida de los otros, y eso le hace un flaco favor a la novela, y por supuesto al lector, a quien predispone para encontrarse con algo que luego no será así en absoluto. Ambas obras, la novela y la película, tienen en común la RDA. Aquí se terminan las coincidencias.

Y lo mismo sucede con ese insistente martilleo acerca de que la novela de Young nos recuerda a Philip Kerr. Entiendo que la referencia anunciada deberán ser las novelas del detective Bernie Gunther, pero salvo la coincidencia de escenarios y tiempo político (y eso no ocurre nada más que en alguna de las novelas de Kerr) el libro se aleja de su estilo. Una recomendación a los lectores: obvien los paratextos, o tengan la seguridad de que están escritos por personas que o no han leído la novela que recomiendan, o que no han entendido nada.

Hijos de la Stasi es una novela negra con hechuras, una narración que va mucho más allá de la novela de entretenimiento, de la novela de aeropuerto o piscina en la que se suelen convertir este tipo de libros. Trepidante de principio a fin, se resiente en su parte final porque desmenuza su orden y método en un desenlace apresurado y predecible; tal vez demasiado embarullado, pero que como gran virtud nos deja un amargor inquietante al ofrecernos un cierre pesimista, oscuro, y que salva del posible desastre al desaliño, impropio del ejercicio narrativo que Young nos había ofrecido antes.

Porque, tal y como están los tiempos literarios, dado el cariz enfermizo del momento narrativo, el acto de no cerrar un libro con un enfado monumental y con la sensación de que nos han tomado el pelo y hemos dilapidado nuestro valioso tiempo, ya es motivo por el cual debemos contentarnos: al menos por ahora, y hasta que las cosas cambien y pongan en su sitio los libros de farsantes, los de presentadores de telediario metidos a literatos catódicos o los de famosillos cocainómanos con fiebres narrativas —un lugar en los vertederos o, si no quieren que sea tan duro, en uno de esos bonitos puntos verdes de reciclaje—.


jueves, 13 de julio de 2017

El Palacio de los Sueños-Ismaíl Kadaré (2)


*Esta reseña apareció originalmente en el sitio minuevaeadad.com:

https://www.minuevaedad.com/actualidad/2017/7/5/el-libro-del-mes-el-palacio-de-los-suenos/

Título: El Palacio de los sueños
Autor: Ismaíl Kadaré
Editorial: Cátedra
Número de páginas: 232
Año: 1981

¿Literatura albanesa? ¿Pero eso existe? Entendería que muchos se hicieran esta pregunta al leer la reseña de una novela de un autor albanés, del mejor autor albanés de la historia, y de uno de los novelistas fundamentales del siglo XX y parte del XXI; y además, candidato eterno al Nobel, premio Príncipe de Asturias de las Letras en el año 2009 y ganador del prestigioso Man Booker Internacional. Estas credenciales son más que suficientes para responder a la pregunta: Sí, existe la literatura albanesa. Y El Palacio de los sueños, una de sus cumbres, es una de las novelas claves de finales del siglo XX.
Ismaíl Kadaré desarrolla su narrativa inmerso en el abismo del terror de un Estado totalitario y sanguinario: la Albania comunista de Enver Hoxha. Escribir, y tratar de ir en contra de los preceptos del realismo socialista, significaba jugarse la vida. El Palacio de los sueños es una de las apuestas más arriesgadas de Kadaré, que lo colocó al borde del desastre. La obra fue censurada durante siete años y Kadaré acabó seriamente amenazado por el Régimen. ¿Qué representaba esta novela para resultarles tan peligrosa a los dirigentes del Partido Comunista de Albania?
El Estado totalitario es un engranaje que tritura a los individuos, incluso controlando sus pensamientos: porque el Palacio se encarga de recolectar, estudiar, clasificar e interpretar, los sueños de todos los súbditos del Imperio. Necesita encontrar, entre ellos, los que denuncien futuras conspiraciones para que así puedan ser reprimidas antes de que ocurran; nada puede ser más arbitrario. Tal y como sucedía en el Régimen de Enver Hoxha, un sistema erigido a golpe de sospechas, consolidado con juicios sumarísimos y asesinatos. Esa es la denuncia que ejerce Kadaré en esta novela repleta de símbolos y situada en el Imperio Otomano durante sus tiempos de ocupación de Albania como escenario para, así, establecer una comparación, sin nombrarlo, con el Régimen albanés. Kadaré construye uno de los mayores alegatos contra el totalitarismo comunista, sin mencionar ni una vez al tirano, ni a Stalin, ni a la Unión Soviética, ni a nadie.
Esto es posible porque la novela de Kadaré alcanza mucho más allá, cargada con unos componentes kafkianos y oníricos demoledores. El texto entronca con el imaginario sobre el control de las masas desplegado por George Orwell en su obra 1984. El tema de las novelas de Kadaré siempre gira en torno a la alienación del individuo dentro de una sociedad, la mayoría de las veces zarandeado por reglas tan inhumanas como incomprensibles. En el seno de la distopía se inserta un funcionario, Mark-Alem, que hará carrera en el Palacio, recorriendo todos los estamentos y aprendiendo de las prácticas para descifrar los sueños indeseables. El sistema opera con una malignidad repulsiva y aterradora.

Por todo ello, El palacio de los sueños fue una novela muy peligrosa para su autor, un texto con el que los integrantes de la inteligencia política del Estado de Enver Hoxha se sintieron amenazados. Esta novela, que merece ser calificada como una obra maestra de Kadaré —y no es la única, afortunadamente—, es también la mejor forma de trabar conocimiento, gracias a un texto fascinante, absorbente e inquietante, con una de esas literaturas marginales que encierran obras y autores mayúsculos. Y, por supuesto, la manera en que, una vez descubierto por el lector, Kadaré lo acompañe ya para siempre, con la excelencia de su obra y el descomunal grito de su denuncia.

lunes, 10 de julio de 2017

Arthur Koestler: Nuestro hombre en España-Jorge Freire


Arthur Koestler y el síndrome de Petrarca: la vida como representación literaria


      
               *Esta reseña apareció en el sitio web achtungmag.com:

                http://www.achtungmag.com/arthur-koestler-sindrome-petrarca-la-vida-ficcion-literaria/


No resulta sencillo escribir una biografía sobre Arthur Koestler. Todo en su vida fue vehemente, excesivo, y por momentos, inabarcable. A él debemos una novela importantísima, El cero y el infinito (ediciones Debolsillo), y la visión moderna de la figura del esclavo rebelde Espartaco, gracias a su novela La rebelión de los gladiadores (Edhasa). Encontrar una clave para aproximarse a un personaje tan complejo es todo un desafío para el escritor que desee ahondar en la personalidad de Koestler. Y Jorge Freire, con su libro Arthur Koestler: Nuestro hombre en España (Alrevés), halla la manera de hacerlo no sólo de una manera notable, sino que además nos regala un libro rabiosamente entretenido y absorbente.

Francesco Petrarca, el poeta laureado del siglo XIV, vivió por y para la literatura. Entendió que la mejor obra literaria radicaba en convertir su propia vida en una obra de arte: un precursor de Oscar Wilde a la italiana, un modernista del medievo al estilo de José Asunción Silva o Julio Herrera y Reissig, quienes hicieron por cumplir con la máxima del poeta polaco Tetmajer y el grito de su canto Eviva l´arte! De esa forma, Petrarca respiraba literatura, vivía literatura, dejaba a su paso, como un caracol literario, un rastro de versos y palabras rimadas. Cada gesto, cada acción, estaba pensada de antemano con la vista puesta en la inmortalidad poética.

Tanto quiso perfeccionar esa vida consagrada a la construcción del arte que, Petrarca, aparte de copiar la idea de Dante y Beatriz con su amada Laura, falleció justo cuando iba a cumplir los 70 años. Muchos somos de la opinión de que esa muerte tuvo bastante de provocada, en aras de cerrar o cumplimentar un ciclo de vida perfecto. Después, han sido muchos los autores que han intentado trasvasar sus vidas a la ficción, haciendo de ellas una especie de novela con la intención de ganarse la inmortalidad. Esto es lo que he denominado como el síndrome de Petrarca.

Cuando un estudioso pretende abordar la biografía de un escritor notable, debe ponerse, de inmediato, a desbrozar la tremenda hojarasca de mentiras y dobleces que el autor suele crear a su alrededor. Es patológica la necesidad de los escritores por sentirse como un personaje de sus obras, de intentar imitar a Petrarca esparciendo el humo de la confusión para desdibujar algunos de los aspectos fundamentales de sus biografías. En el caso de Arthur Koestler, es un problema mayúsculo.

Toda la vida de Arthur Koestler está sometida a un prisma de impostura, que el propio autor se encargó de plasmar en sus escritos autobiográficos. La naturaleza cambiante de sus ideales, capaz de abrazar hasta las heces una ideología y, después, la contraria, y la convulsa situación geopolítica que le tocó vivir, han hecho del trabajo de Jorge Freire para el libro Arthur Koestler: Nuestro hombre en España, una tarea de Sherlock Holmes. Ha tenido que recurrir a otras fuentes que no dependían de la palabra del propio autor, para así poder aproximarse a la verdad de algunos de los hechos más importantes. Y como muestra, la extensa y exacta bibliografía de referencia que ofrece al final de sus páginas.

De esa forma, y gracias a la tarea de investigación, Freire ha tenido el olfato del excelente periodista o del veterano detective, y ha sabido localizar y ubicarse en el punto fundamental de la biografía de Koestler. Se ha depositado con delicadeza sobre el momento crucial de su vida, aquél en donde todo virará, se escorará y dará un cambio. El instante de iluminación en mitad de la mayor oscuridad humana, el punto sobre el cual se apoyará la posterior producción literaria y personal del autor. Porque ya nada será lo mismo para Koestler tras su detención en Málaga y su encarcelamiento en el franquista penal de Sevilla. Allí, penderá sobre él la posibilidad de una condena a muerte, mientras contempla cómo muchos presos republicanos son torturados y ejecutados: tres meses de cárcel y la cercanía de la muerte, un drama humano que tiene los efectos de una epifanía; algo, por cierto, muy literario.

El mundo de la creación artística está repleto de obras de arte que se crearon a partir de ese súbito fogonazo inspirador, de la visión de un segundo crucial en la vida del escritor que lo cambiará todo. De entre todos ellos, dos son mis favoritos: la estancia en una sucia pensión londinense de Johan Georg Hamman, el llamado Mago del norte, que desde 1757, y hasta el verano de 1758, permanece encerrado y angustiado en un cuartucho, fracasada su misión comercial —por llamarla de alguna manera, aunque era un tejemaneje político— que debería culminar con la venta al mejor postor de ese extraño territorio llamado Könisberg. De la experiencia, acicateada por la febril lectura de la biblia, surge un hombre nuevo. La otra epifanía a la que me refiero es la de un joven funcionario amargado de Praga, que durante la noche del 22 al 23 de septiembre de 1912 escribe, en apenas ocho horas, su relato La condena. Desde entonces, y habiéndose demostrado así mismo que podía hacerlo, la vida de Franz Kafka ya no será la misma. Acababa de nacer para la literatura.

Al estilo de Hamman, de Kafka, y de tantos otros, Arthur Koestler experimenta una profunda transformación durante su estancia en el penal de Sevilla. Desde ese instante revelador, ya no será el mismo. Es el cimiento vital del Koestler que más admiro, el autor de El cero y el infinito. Pero mostrar de una forma aislada ese acontecimiento lo dejaría desprovisto de gran parte de su sentido e importancia. Por ello, Jorge Freire alterna en su libro dos planos temporales. Uno, que podríamos denominar de falso presente, en el que describe de forma bien documentada y con unos magníficos tintes novelescos los momentos que abarcan desde la detención de Koestler en Málaga —excelentes son las páginas que reflejan la llamada desbandá del ejército republicano o de lo que quedaba de él, tristemente conocida, también, como la masacre de la carretera Malaga-Almería del 7 de febrero de 1937, y en la que fueron asesinados miles de civiles que huían de la caída de Málaga en manos franquistas— hasta su liberación del penal sevillano, pasando por los delicados primeros momentos del ingreso en prisión con los temores y angustias del escritor a medida que van pasando los días, a medida que contempla como las condenas a muerte y los paseillos se suceden con los presos que se encuentran a su alrededor. En él va fraguando un carácter distinto a su persistente optimismo: desde ahora contemplará las cosas con el prisma de la amargura y con ciertos tintes de derrota.

El segundo plano temporal que se combina con el falso presente del Koestler ubicado en plena Guerra Civil, son los capítulos biográficos y lineales de la vida del autor que abarcan desde su nacimiento, incluso con noticia del noviazgo de sus padres, hasta el mismo momento de la detención. Entonces, las dos líneas temporales ya convergen para convertirse en una vía única. Este recurso de bicefalia narrativa, que alterna los espacios y los tiempos, proporciona a la biografía de Freire un aire novelesco y ágil que cristaliza en un trabajo vertiginoso y enormemente entretenido. Y además, hace comprensibles ciertas actitudes y comportamientos de Koestler, al poderlos contemplar desde la visión global que nos ha proporcionado el conocer su recorrido vital hasta el penal sevillano, a la par que leemos cómo está siendo su estancia en dicha cárcel. Esta es la clave del emocionante disfrute que nos ofrece este libro.

Después, los acontecimientos tras ser puesto en libertad se suceden. Evidentemente, había que dedicarle espacio y párrafos a El cero y el infinito, pero sin duda, lo mollar de la biografía de Koestler, ya ha sucedido. Ahora, solo nos queda por contemplar los bandazos ideológicos del autor, y yo creo que, además, cierto sentimiento de desarraigo que germina en el espíritu de Koestler. Un desarraigo que será una seña de identidad de la sociedad superviviente de las dos Guerras Mundiales, amén de una marca literaria de la novela posterior a los años 50 del pasado siglo.

Finalmente, porque no podía ser de otro modo en un hombre aquejado por el síndrome de Petrarca, Koestler se suicida asediado por una terrible enfermedad. Y lo hace en compañía de su tercera esposa, Cynthia, 21 años menor que él. Al parecer, fueron encontrados por una española, Amelia Marino, que acudió a la casa del escritor en Londres para hacer limpieza. La pareja había consumido barbitúricos y alcohol, y Koestler aún se encontraba con una copa en la mano. Sin duda, una puesta en escena cargada de dandismo y, por qué no decirlo, de petrarquismo.

Evidentemente, el suicido de Koestler, fiel a lo excesivo y turbulento de su vida, no podía asemejarse al de Cesare Pavese, por ejemplo, que murió solo en una habitación de un hotel de Turín, tras atiborrarse con 16 envases de somníferos. Resultaba mucho más literario el seguir los pasos de Heinrich Von Kleist, que se suicidó de un disparo a orillas del lago Wansee junto a su amada Adolfine, o el escenario del propio Stefan Zweig en Petrópolis, inerte en la cama y abrazado a su segunda esposa Lotte, ambos víctimas del mordisco del veneno.


Jorge Freire ha comprendido esto a la perfección y ha elaborado una biografía literaria de un personaje que exigía semejante tratamiento. Nada menos que literatura, eso pone Freire en pie, un trabajo que se empapa y suda literatura. Es la única manera de retratar a una de esas figuras que vivieron y sufrieron el siglo XX hasta que se le tatuó a fuego en la piel. Y Arthur Koestler no se merecía menos de un libro como este.