sábado, 15 de octubre de 2016

La hija de Agamenón-Ismaíl Kadaré






IFIGENIA EN TIRANA

Ifigenia, o si se prefiere, La hija de Agamenón, tal y como se titula la novela corta de Kadaré, responde también a la reelaboración de un motivo griego clásico. Ifigenia es producto de una estratagema política, y como tal tiene cabida en el imaginario de Kadaré.

Ifigenia, la hija de Agamenón, rey de Grecia, según cuenta la tradición, debía ser sacrificada por su padre en Aúlide, para así calmar a la furiosa diosa Artemis que había parado el viento con una gran encalmada que impedía a las naves de los aqueos zarpar en dirección hacia la campaña de Troya. Agamenón, implacable, encuentra razonable el sacrificio de la hija en pos de sus beneficios políticos y militares. Al final, sin embargo, Ifigenia es sustituida, en el último instante, por una cervatilla en su lugar. Esta es una maniobra de evidente estratagema del Estado. Muestra una cosa, pero realiza, a espaldas de los súbditos, otra bien diferente.

Suzana es la hija del miembro principal del Politburó, del hombre señalado a suceder al Gran Líder cuando cese en su mando. Y ese futuro de gloria y poder podría verse empañado por el comportamiento de la mujer, que mantiene una relación amorosa inconveniente que mancharía la reputación del padre en una Albania repleta de odios, intrigas, dobleces, traiciones, y en donde todo vale para ocupar un puesto tan preciado como el de Sucesor. Suzana debe sacrificarse, como Ifigenia, por el bien político del padre, y abandonar la relación poco recomendable.

La perspectiva elegida para narrar los acontecimientos se inserta en un determinado momento temporal: el amante de Suzana es el narrador del texto, un periodista de la televisión albanesa que acude como invitado a una manifestación conmemorativa del Primero de Mayo en Tirana y se dirige a las celebraciones, tan cargadas de significado e importancia en los países comunistas, y que en Albania son una gran fiesta política y nacional.

La acción de la novela transcurre en apenas unas horas escasas, desde que el protagonista abandona su apartamento (en donde aguardó a Suzana en vano, ella no se presentó) hasta que alcanza en un pequeño paseo el llamado Bulevar de los Mártires de la Nación, lugar en donde se celebrará el desfile. Mientras camina en pos de ubicarse en una tribuna de preferencia, el protagonista-narrador va reflexionando acerca de lo que va percibiendo: desgrana sus pensamientos en primera persona acerca de la pérdida de la mujer, del sacrificio, de la hipocresía de la clase dirigente, de la pavorosa vida cotidiana bajo el comunismo… Todo ello salpicado con su percepción personal del momento, del gentío que, como autómatas, se dirigen a presenciar el desfile y vitorear a sus líderes, las figuras políticas sumidas en el ambiente de alienación de los asistentes, el propio Gran Líder e, incluso, contempla a la que ya es su ex amante, apostada junto a su padre, el Sucesor, todos ellos cercanos a Enver Hoxha.

Así, salen al encuentro del protagonista un hombre caído en desgracia porque se río el día del funeral de Stalin (2007: 25), un escenógrafo degradado a trabajar con grupos aficionados de teatro en aldeas por haber montado “un drama con treinta y dos errores ideológicos” (28), el “padre ideal con hijas de la mano bajo el cielo socialista de mayo” (35), el pintor Th. D. y su comprometido papel dentro del sistema cultural y político del régimen, unas veces sirviendo a su favor, otras puesto en entredicho (66-67).

Estas impresiones que recibe del ambiente y que describe el protagonista son implacables. Kadaré establece un paralelismo entre las intrigas y el juego sucio del Partido con el mito de Ifigenia, iguala los intereses y ambiciones de Agamenón y del Sucesor, reflexiona acerca de las cuestiones morales del poder “a cualquier precio”, sobre la inhumanidad de los dirigentes y de los totalitarismos; incluso introduce una reflexión sobre el propio mito relacionada con su máxima de la “Gran Estratagema”, en función de si todo el sacrificio de Ifigenia y la posterior sustitución por el cervatillo no obedecen a las farsas políticas, si sólo son maniobras de distracción del poder para aterrorizar a los súbditos, como lo podría ser, también, la caída en desgracia del Sucesor.

El Sucesor ha ordenado a su hija que cambie su comportamiento y que deje de frecuentar a su amante, el periodista, poco recomendable. La mujer, que no acude esa mañana a su cita con el hombre, acepta así el sacrificio, como Ifigenia. Y, en efecto, si un Líder envía al sacrificio a su propia hija, ¿qué penalidades y entregas no exigirá de su pueblo? Con ese momento, ejemplar, el pánico se apodera de todo el sistema, desde los hombres situados más abajo hasta los altos miembros pertenecientes al gobierno. De ese modo, el Sucesor envía un mensaje de lo que está dispuesto a empeñar por su ambición de alcanzar el poder, un mensaje dirigido en dos planos (aterroriza al pueblo, y sirve para amedrentar a sus futuros camaradas y rivales políticos; además le demuestra al Líder su entrega incondicional a la idea y al propio sistema).


Si el padre es capaz de sacrificar al hijo, como Agamenón lo hizo con Ifigenia, o el bíblico Isaac estaba dispuesto a degollar al suyo, o como ejemplo de ejemplos, Stalin se desentendió de Jakov dejándolo prisionero a manos de los nazis… solo resta imaginar lo que un Dirigente del sistema es capaz de hacer con alguien que no sea de su familia: comportarse sin piedad. Así que todas las personas amedrentadas, domadas, que le salen al paso al protagonista de La hija de Agamenón no son sino un producto del pánico, de las escuchas, de los chivatazos, de las delaciones, del estado de angustia y depravación moral que rige en Albania. Ante la visión de una familia que acude al acto, el protagonista argumenta el ya mencionado “padre ideal con hijas de la mano bajo el cielo socialista de mayo” (35), una estampa perfecta que ha costado el sufrimiento de muchos, porque “¿a qué precio te has ganado esa estampa? ¿A quién has enviado al destierro?”, le gustaría preguntarle al padre alegre y orgulloso. Es el sustrato más bajo del sistema inmoral, donde rige el monopolio de la sospecha y la degradación humana.

El engranaje de perfidia y crueldades hace que todos crean que poseen un pasado deshonroso, plagado de actos contra el Estado, un pasado que ocultar bajo el temor, y se conducen como cáscaras vacías, alienados, movidos por hueras consignas de aterradores promesas: “Defenderemos los principios del marxismo-leninismo, incluso si nos vemos obligados a comer hierba” (57). Cualquier sacrificio será escaso; el ejemplo mítico de Ifigenia encaja a la perfección en todo ello, aunque la clave no radica en que el Guía separe a la hija del Sucesor de una persona inconveniente para el régimen, sino en demostrar hasta donde llega la capacidad del horror, porque si los propios dirigentes son capaces de sacrificar a sus seres queridos, qué no serán capaces de hacerle a los demás.

Aprovechando las reflexiones del protagonista, Kadaré va repasado uno a uno los crímenes del régimen y los diferentes resortes que ha utilizado para reprimir las conciencias, desde la autocrítica, las asambleas, las purgas, los procesos, las depuraciones, la censura a los escritores… la historia política de Albania, las decisiones de su Gran Líder Hoxha con todas sus iniquidades. Si el Líder exige el sacrificio de la hija del Sucesor para demostrar que tiene valor para heredar la jefatura, es lógico entender que el propio Líder, como Stalin, haya castigado a su propio hijo también. Sin embargo, Hoxha aún no tenía hijos cuando debió demostrar esa crueldad con alguno de los suyos, por eso eligió a Bahri Omari, –periodista con eminente carrera política, llegó a ser Ministro de Asuntos Exteriores, cargo por el cual Hoxha lo mandó ejecutar, fusilado como traidor–.

 Ese hombre le era el más preciado por entonces, el marido de su hermana y uno de los intelectuales más notables del país en esos momentos, además de benefactor y tutor del propio Hoxha. El golpe del tirano caería sobre la persona que lo había escondido de los nazis durante la lucha de liberación, que después le había ayudado para conseguir la beca de estudios en París... Así daba un ejemplo contundente.

No en vano, ¿qué podía esperarse de un país cuyo modelo era Stalin? Porque Albania era estalinista, mucho más que soviética, y cuando consideró que la URSS de Jrushchov traicionaba los ideales de Stalin se alejó de ella. De esa manera, si Stalin había entregado a su propio hijo Jakov a la muerte, sacrificándolo a manos de los nazis, el ejemplo entre los políticos albaneses debía cundir: tenían que ser como Stalin, cualquier entrega era poca, y el pueblo pensaría como en tiempos del holocausto llevado a cabo en Aúlide: “Si el jefe supremo, Agamenón, había sacrificado a su propia hija, ni la más leve muestra de piedad podía esperarse para nadie” (108).


Stalin se coloca, así, en paralelo al mito, como un Agamenón moderno dado que: “Jakov (…) fue sacrificado no con el fin de que compartiera el destino de cualquier otro soldado ruso, como pretendió el dictador, sino para conferirle a este último el derecho a exigir la muerte de cualquiera. Del mismo modo que Ifigenia había provisto a Agamenón del derecho a la matanza” (109).

De esa forma “todo había sido erradicado para tornar más fácil el triunfo al crimen” (106) y junto a los retratos de los líderes comunistas, del propio Stalin, debería exhibirse el del mismísimo Agamenón, inspirador de todos ellos: “Las hileras apretadas del desfile no tenían fin. No faltaba más que el retrato de Agamenón. Del camarada Agamenón Atrida, miembro del Buró Político, maestro supremo de todos los inmoladores futuros. Como fundador, como clásico en su género, sin duda conocía mejor que nadie las entrañas de aquel asunto” (106).

Y sí con el sacrificio de Ifigenia arrancaba la campaña de Troya, es decir, la campaña de la infamia, el sacrificio de Suzana rehusando a su relación amorosa para no perjudicar al Sucesor sólo podía desembocar en la demoledora conclusión: si nadie espera ya piedad, entonces, “nada se opone ya al agostamiento de la vida” (113).

El agostamiento de la vida, una conclusión verdaderamente trágica de los efectos que la dictadura produce en las personas que la sufren. Una conclusión siniestra.

Kadaré, mediante trucos y engaños, consiguió sacar del país, junto a otras obras, La hija de Agamenón, primer escrito en el que se narra de forma directa y explícita su postura ante el régimen criminal de Hoxha. Antes, había utilizado subterfugios (la llamada noche otomana para ubicar sucesos políticos muy similares a los de la Albania actual, las alusiones más o menos veladas al control de las conciencias en El Palacio de los sueños…), pero La hija de Agamenón, acabada en 1986, era una narración impensable e imposible para aquellos momentos: y tremendamente comprometedora y peligrosa. Tras ciertas peripecias, fue puesta a salvo en París, en el interior de una caja fuerte, gracias al editor Claude Durand. Después, a la caída del comunismo, aquellos textos vieron la luz, muchos de ellos retocados, pero no así La hija de Agamenón, que apareció editada exactamente igual que fue redactada entre los años 1984 y 1986.

El empeño de Kadaré en la obra es el de reflejar la caída moral de los políticos, de las ideas, de los ideales, del Gran Dirigente, pero, además, el vaciamiento y agostamiento de la vida bajo el comunismo: “¿Cuántos años de semejante aridez serían precisos para convertir la vida en un erial?” (111), se pregunta el protagonista. Y añade: “Y todo eso por la sola razón de que así, marchita, reseca, la vida era más fácilmente dominable”. Al final del texto, Kadaré establece un paralelismo entre Troya, la campaña y los sucesos que conducen a su final, con la mismísima infamia. La historia de Troya, repleta de muertes y artimañas políticas, no es sino la historia de una colosal infamia.

Troya, todo lo relacionado con la ciudad épica, su asedio y caída, siempre ha sido un tema referencial en la narrativa del escritor albanés, así como sus constantes menciones a la cultura y a los mitos clásicos. Sin embargo, toda la parafernalia mítica que rodea a Troya, para Kadaré, siempre viene de la mano de una cierta bruma que lo lleva a plantearse una y otra vez, como hace en su ensayo sobre Esquilo, si esos acontecimientos no ocurrieron de diferentes maneras: El sacrificio de Ifigenia en Áulide, el puerto donde está congregada la flota griega a la espera de la partida. Los vientos son adversos, el ímpetu belicoso se resiente, el adivino Calcante aconseja el sacrificio de la doncella, que Agamenón, tras momentánea duda, acepta. Tal es el testimonio de Esquilo y de toda la literatura griega antigua, pero el lector actual intenta descifrar una verdad más precisa oculta en la bruma mítica. ¿Qué vientos adversos impedían partir a la flota griega, quién era en realidad Calcante y, sobre todo, por qué razón llevó a efecto Agamenón el sacrificio?” (2006: 150).

En Ifigenia, de esta manera, Kadaré encuentra, además de muchos de los elementos de las tragedias de su admirado Esquilo, un drama de ocultaciones y mentiras, que se puede superponer a la dictadura de Hoxha: “Lo más probable, sin embargo, es que no existiera consejo alguno de parte de Calcante y que el sacrificio de Ifigenia respondiera a un frío cálculo debido a la así denominada raison d´Etat: Agamenón inmoló a su propia hija no sólo para encumbrarse, tal como le acusa con razón su mujer, sino, ante todo, con el fin de granjearse el derecho de exigir a los demás sacrificios y sangre en una guerra que no tardaría en transformarse en un matadero. Se trata de una práctica nada infrecuente entre los caudillos” (152-153).
           
Pero no sólo se trata de este último motivo, con el sacrificio de la hija exigir el sacrificio de los demás, sino que Kadaré atisba tras de la inmolación de Ifigenia algo mayor, la “Gran Estratagema” totalitaria porque “la suposición y último interrogante referido a si se llevó a cabo realmente o no la inmolación de Ifigenia” (152), a menudo puesta en cuestión por alguna otra versión de la mitología que ubica a Artemisa supliendo a la muchacha por una cierva, lo que “no echa por tierra sino que refuerza el argumento anterior. La organización de una representación semejante, un falso sacrificio, subraya justamente el frío cálculo que preside la acción y su objetivo”.



Por todo ello, Kadaré concluye que “gracias a Esquilo sentimos que Troya se adapta al siglo XX como a ninguna otra época” (154). En Troya se desencadena un cruel baño de sangre, y no debemos olvidar la forma en la que será recordado el siglo XX: un siglo de sangre.