lunes, 25 de noviembre de 2013

El asombro-Hugo Claus



ASOMBROSA DENSIDAD

De Hugo Claus podemos aportar, de inmediato, un par de datos que para muchos resultaran, seguramente, notables: tuvo una relación amorosa con Sylvia Kristel, la actriz de Emmanuel, y a causa de los estragos que el mal del Alzheimer hizo en el escritor, Claus pidió y consiguió que se le aplicara la eutanasia, tras un gran revuelo con mediación de ministros incluida. Valgan estos datos sorprendentes como una manera de introducir al escritor flamenco, más que nada producto del asombro que me ha producido la lectura de su obra, un aturdimiento del cual intento salir de alguna manera para afrontar la presente entrada.

En efecto, El asombro deja asombrado, perplejo, pasmado. Es una novela densa, compleja, extraordinariamente exigente con el lector, que va goteando su trama con una arquitectura laberíntica, en donde muchas cosas se insinúan, otras se dejan caer como por casualidad o desgana, para ser retomadas muchas páginas después e ir encajando como por milagro, tomando forma así todo el complejo narrativo que encierra una historia que es reflexión sobre el mal, tiene mucho de evocación de fantasmas personales y un deseo de catarsis: el espíritu de un oficial nazi llamado Crabbe –no como entidad ectoplasmática sino como recuerdo-, que cala hondo hasta apoderarse en una especie de inquietante duermevela en un profesor de literatura.

En Flandes, en Bélgica, ha germinado la herida del mal, como lo hizo en esa Europa dañada por la Segunda Guerra Mundial, una guerra más que nunca de nacionalismos encontrados, de reivindicaciones populistas y de limpiezas étnicas. Un grupo de nazis belgas se reúnen para celebrar al caído, al desaparecido Crabbe, admirarlo, y con la remembranza traerlo de nuevo presente en la memoria. Porque la mención, el recuerdo de los nombres de las víctimas del genocidio como una manera de que no se olviden, de que cobren de nuevo presencia, también funciona a la inversa, con los ejecutores, con el verdugo. El constante recuerdo de Crabbe por sus seguidores lo hace más presente y, con ello, se invoca al mal.

Los datos que ofrece Klaus despistan al lector, muchas veces no se sabe desde donde, ni cuando, incluso ni siquiera quién está narrando en una mezcla de tiempos y de voces, de personas y acciones que se alternan, no ya dentro de una misma página o un mismo párrafo, sino incluso en una sola frase. De ahí, el asombro que produce esta novela en el lector, que asiste a un entramado, a una trama textual y narrativa incompleta que se va confeccionando ante sus ojos, una trama cuyos datos va reuniendo, reclutando pequeñas pruebas, afirmaciones de aquí y de allí, para componer, una vez completada la lectura, su propia historia.

Además de lo prodigioso del libro, la edición de Anagrama encierra un regalo oculto en forma de epílogo y que culmina la experiencia literaria. Esta guinda aclara muchos aspectos que Claus ha dejado como incógnitas o que tan sólo atisbó como ciertas insinuaciones, y ofrece claves a las numerosas interrogantes que laten en El asombro, referencias culturales y jeroglíficos, gracias a la lucidez de Jean Weisgerber, que en su Nota final despliega todo un tratado de Teoría de Literatura en una breves páginas, abarcando desde la Teoría de la recepción hasta la deconstrucción de la novela posmoderna, pasando por el culturalismo y la actuación del lector, su implicación en el texto.

El epílogo de Weisgerber aporta luz sobre muchos aspectos de El asombro, que nos llevan a concluir que la novela es una especie de novela en clave, aunque es mucho más que eso, desde luego. La trama imbricada con la Comedia de Dante, o con la fortaleza persa de Alamut, son de los pocos aspectos ocultos que no se me habían pasado, pero esas relaciones que Claus entabla con políticos borgoñones, teólogos del siglo XV, con Isabel de Turingia, Juana de Arco, Santa Teresa y San Juan de la Cruz, los numerosos guiños al santoral, el trasfondo de La rama dorada de Frazer, o la reescritura de mitos clásicos como el de Proserpina o Adonis, no resultan tan obvios ni son sencillos de localizar. Es más, la novela pasa así, de parecer una novela en clave hasta alcanzar su verdadera realidad literaria: El asombro es una alegoría. Y por ello resulta tan asombrosa.

Claus ha contenido en su arquitectura textual, en este tapiz denso de un terciopelo narrativo que debe leerse a contrapelo (con esa extraña sensación de dentera que al acariciar así la tela se produce en el lector), estructuras de Joyce y Faulkner, referencias internas a Dante y Queneau, provocando una continuada incomodidad en el lector que se convertirá en una sensación placentera cuando, cerrado el volumen y acabada la lectura, descubra, con asombro desde luego, muchísimo asombro, la magnitud de lo que ha leído.

Un texto que debe armarse a manos del lector con una historia tan desconcertante como sorprendente. Un texto rotundo y definitivo, magnífico. Y todo un descubrimiento que le debo al profesor Ángel García Galiano.

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