viernes, 14 de septiembre de 2012

El último encuentro-Sándor Márai




A LA LUZ DE LOS CANDELABROS

Hay un componente teatral en las novelas de Sándor Márai y, por supuesto, este componente resulta fundamental en este libro, que tal vez pasa por ser uno de los mejores trabajos del húngaro, algo bien difícil de dictaminar dentro de una narrativa repleta de títulos tan exitosos como de evidente calidad. Varias han sido las adaptaciones de las novelas de Márai al teatro y El último encuentro presenta una estructura de teatralidad sustentada en uno de los principales pilares de la dramaturgia: el monólogo. Porque los dos amigos que se reencuentran después de más de cuarenta años entablan un diálogo que no es sino una suma de sus respectivos monólogos.

En las novelas de Márai es habitual esa puesta en escena: alguien, siempre, está contando y, alguien, siempre, está escuchando. Y esos monólogos se superponen al monólogo interior y a los pensamientos y sentimientos de los personajes, se establece así un “tiempo interior” que acaba casi coincidiendo con el tiempo físico de la narración, en este caso un devenir lento y cansado, una mirada a un pasado perdido, extraviado ya para siempre.

No en vano, es la evocación de ese pasado, de ese tiempo lento, y de ese monologar con calma, lo que hace de este libro la novela más austrohúngara de su autor: grandes pilares morales del antiguo régimen aparecen entre las líneas del texto. El ejército, el valor de la lealtad, la camaradería y la amistad, pero también la cuestión del honor y la limpieza del mismo, y cómo no, la traición y la venganza. Y el arte. Todo lo que hizo florecer el espíritu de una época y que en esta novela crepuscular, claramente, ha entrado ya en declive, quedando detrás de todo ello una única aspiración: la del conocimiento de la verdad.

Será mediante la búsqueda de la verdad de los acontecimientos, de los velados motivos, la forma en la que los protagonistas recuperen la identidad que habían perdido a lo largo de sus vidas, reafirmándose en su mutua amistad. Con ello, con el alumbramiento de la verdad, se encuentra la identidad, y eso trae la respuesta al sentido de sus vidas, al sentido de unas vidas que han deambulado durante cuatro décadas como desalmadas, extraviadas, sin reconocerse en sus acciones. Esto hace, de la novela, el trabajo de estudio más psicológico de su autor, lo que es mucho decir, porque las novelas del húngaro siempre son estudios de la psicología de sus personajes.

Declive, en efecto, y no deja de ser, por ello, bien significativo, que los protagonistas se encuentran en la ancianidad, en la misma ancianidad del Imperio que agoniza. El texto queda barrido, así, por una melancolía de los recuerdos, una especie de raro spleen literario conformado por amargura, saudade imperial y una delicadeza aterciopelada en lo mullido de cada párrafo. Si Sándor Márai es un relojero literario, tal vez en El último encuentro compuso la maquinaria de su carillón más perfecto.

La amenaza de un pasado sin resolver, con deudas pendientes y asuntos por zanjar, atormenta la conciencia de los amigos. Sí, amigos, aunque uno intentó asesinar al otro durante una cacería, por causa de una infidelidad: ese es el problema que deben exorcizar a la luz de las bujías de los candelabros, en un ambiente crepuscular que revela a los dos ancianos casi como a dos muertos en vida enmarañados en una reflexión sobre el amor, la amistad y el peso del polvoriento paso del tiempo. Todo ello enmarcado en una prosa milimétrica, con un estilo y de una suavidad realmente sorprendente (de nuevo: gracias a su traductora, Judit Xantus, enorme pérdida literaria).

Quizás, en El último encuentro, Márai buscó responder a esas preguntas que, como asegura al final del libro, no se pueden formular con palabras. Las respuestas al amor, a las pasiones, a la amistad: a la vida.

Novela a la luz de los candelabros, junto a los castillos, a las emperatrices, a las sonatinas de piano y con las copitas de licor. Una prosa luminosa escrita sobre palacetes umbríos, un fresco de pasiones realmente admirable, un retablo de la amistad, de la vejez y, cómo no, de la muerte.


2 comentarios:

  1. Me quedo con esto, (copio y pego) -¿Qué queda en nuestros corazones? –pregunta el invitado.

    - La otra pregunta –responde el general, sin soltar el picaporte-. Y la otra pregunta se reduce a saber qué ganamos nosotros con toda nuestra inteligencia, con toda nuestra vanidad y con toda nuestra superioridad. […] Pero en el fondo, quizás el último significado de nuestra vida haya sido esto: el lazo que nos mantuvo unidos a alguien, el lazo o la pasión, llámalo como quieras. ¿Es ésta la pregunta? Sí, ésta es. Quizás que me dijeras –continúa, tan bajo como si temiera que alguien estuviera a sus espaldas, escuchando sus palabras- qué piensas de eso. ¿Crees tú también que el sentido de la vida no es otro que la pasión, que un día colma nuestro corazón, nuestra alma y nuestro cuerpo, y que después arde para siempre, hasta la muerte, pase lo que pase? ¿Y que si hemos vivido esa pasión, quizás no hayamos vivido en vano? ¿Qué así de profunda, así de malvada, así de grandiosa, así de inhumana es una pasión? Respóndeme, si sabes responder –dice elevando la voz, casi exigiendo.

    -¿Por qué me lo preguntas? –dice el otro con calma-. Sabes que es así.

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  2. Muchas gracias por tan extraordinario aporte, y por tomarte la molestia.
    mucísimas gracias!!!

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