martes, 27 de septiembre de 2011

Una investigación filosófica -Philip Kerr-.




WITTGENSTEIN MANCHADO DE SANGRE

Esta novela se me apareció entre los anaqueles de segunda mano de la librería situada en la calle Dulcinea. De inmediato, recordé que la había recomendado en sus clases un excelente profesor que tuve hace algún tiempo, Rodríguez Lafuente, especialista en cine, muy entendido en novela negra y en ese tipo de universos. Yo, por mi parte, no soy un seguidor del género. Una vez, en otra librería ya desaparecida, la de la calle Apodaca, a unas preguntas sobre Ellroy que le hacía al dependiente, me repuso: ¿eres un seguidor de la novela negra? A lo que le contesté: no me gusta la novela negra, me gusta Ellroy. Soy un seguidor de Ellroy nada más, de Ellroy como inmenso novelista.
Es cierto, el género de la novela de crímenes nunca me ha atraído. De joven leí mucho a Conan Doyle, para constatar que en ese autor existe la vida más allá de Sherlock Holmes, y también alguna que otra de las de Agatha Christie, sin más. Incluso, por otros motivos, frecuenté un par de veces a Kathy Reichs, pero se encuentran, todos, a años luz del universo y la prosa de Ellroy. El nuevo boom de la novela negra nórdica, con finlandeses, noruegos, islandeses, suecos… e incluso esa novelista de las aventurillas venecianas, simplemente, me parecen repulsivos.
Sin embargo, en Philip Kerr y su Investigación filosófica he encontrado un giro diferente y novedoso. Sin duda, no es la economía de palabras de Ellroy (impuesta por sus editores) ni su estilo eléctrico, lo que me ha cautivado. Realmente se encuentra en las antípodas de ese estilo, con párrafos algo farragosos y muchas disquisiciones morales y filosóficas, algunas incluso pedantes que, sin embargo, están bien incrustadas para dar sentido a la trama.
Kerr hace un ejercicio de erudición filosófica a través de sus personajes, tanta, que a veces resulta un poco increíble, pero aún así obtiene un producto notable. Soy consciente de que no es sencillo darle un giro novedoso al género, y en eso radica gran parte de su éxito: lleva la novela negra en Una investigación filosófica a otra dimensión, es el gran acierto del libro.
No se puede perder de vista, además, que está escrita en 1992, y que el Londres de 2013 que perfila, repleto de innovaciones técnicas y futuristas, añade un condimento de ciencia ficción al asunto. Kerr no es un Julio Verne, en lo que a clarividencia de sus predicciones se refiere, pero aún así acierta en muchas. Lamentablemente, el paso del tiempo resiente la obra, que debió ser deslumbrante leída en su momento, porque algunas de las perspectivas que atisba para nuestro inmediato futuro han quedado ahora tan desfasadas que resultan ridículas, y otras, simplemente, son disparates. Pero aún así, y a pesar de su obsesión por enmarañarse con los asuntos informáticos, el libro merece mucho la pena.
Una investigación filosófica se cimenta en la estructura clásica de policía que busca a un asesino, en este caso un asesino en serie. La originalidad radica en los perfiles de ambos protagonistas, nada planos y que intentan alejarse de los tópicos, en particular en el caso del criminal, que apodado como Wittgenstein, desarrolla toda una sangrienta y maquiavélica visión del propio filósofo y de su aparataje ideológico. Es el punto fuerte de Kerr, que inventa un malvado sólido y casi legendario. Que después el libro vaya perdiendo fuelle a medida que avanza, hasta desinflarse en un final algo apresurado y bastante previsible, no resta un ápice del interés y del mérito que ha tenido la novela en sus tres cuartas partes, deslumbrante a ratos, con unas visiones de un Londres del siglo XXI desbordantes y atractivas y con una fluidez, pese a los vericuetos filosóficos, vertiginosa.
La próxima vez que me pregunten si me gusta la novela negra diré, de nuevo, que no. Que lo que me gusta es Ellroy, y añadiré, si la lectura de alguna novela suya más que pienso realizar en breve confirma mis expectativas, que también me gusta Kerr.

Una novela notable. Reconozco la más que evidente maestría e innovación que Kerr lleva a cabo para elevar el texto desde una mera novela de crímenes a otro nivel, por lo que se merece un reconocimiento sangriento, apocalíptico, filosófico, wittgensteniano e, incluso, sofista.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

La gaviota -Antón Chéjov-.



CREACIÓN Y AGÓN

En un curso que me impartió hace unos años Fermín Cabal, dramaturgo, sostuvo la teoría de que el Agón era el principio y final de toda obra teatral, que sin el Agón no habría teatro. El Agón –palabra griega- es la contienda, el desafío, la disputa, el conflicto. Y todas las obras de teatro se estructuran en relaciones de agones entre sus personajes. Quizás aquí empiece la revolución de Chéjov, en las líneas del conflicto de sus personajes que se difuminan en otros pequeños conflictos, y estos en otros... En La Gaviota, los agones de los personajes son minúsculos, supeditados todos ellos a un Agón superior y enorme que lo domina todo. Porque, en La Gaviota, el tema principal, que lo eclipsa todo, es el conflicto que se apodera de tres personajes principales, Treplev, Nina y Trigorin: la creación literaria, la chispa creadora, la epifanía.

Mientras los tres personajes se debaten en la angustia que les provoca la creación artística en alguna de sus formas, de fondo corren, apenas dibujadas, o más bien desdibujadas, unas pequeñas subtramas. Es cierto que hay una especie de relación amorosa de Treplev por Nina, de Nina por Trigorin, de Arkádina por Trigorin, de Masha por Treplev, de Medvedénko por Masha, de Polina por Dorn… y existen los celos de Arkádina por Nina, de Treplev por Trigorin…incluso un conflicto de Treplev con su madre, pero no, no nos interesan, son demasiados agones, demasiadas relaciones críticas para cuatro actos tan cortos, apenas intuidas, devoradas por el Agón mayor de la Creación y de la Vocación. Y el extravío de ella, obviamente.

La gaviota, el animal, el pájaro, representa eso: la Creación. En Treplev, el ansia creadora terminará muerta y corrompida; la vocación, en Nina, extraviada en la rutina como ya le ha sucedido a Arkádina; y la creación está acartonada, acomodada, machacada por la rutina de Trigorin, que incluso ordena embalsamar la gaviota, aunque luego no lo recuerde, en una clara imagen de cómo una vez fue un autor creativo que ya ha dejado de serlo, que en algún momento experimentó la chispa, pero ha olvidado el cómo. Porque la gaviota de la creación literaria, que puede desplegar sus alas y elevarse, se ha convertido en un ser inerte, muerto en manos de estos artistas derrotados, incluso en algo caduco y disecado: ¿cabe, así, mayor símil para representar las fuerzas que luchan por poseer el alma del artista?

La Gaviota es, además, o quizás sólo eso -todo eso-, un ejercicio de la huida de lo teatral, donde atendemos más a los detalles de los personajes que a lo que realmente les sucede, sin efectismos. Se trata de esa corriente submarina acuñada por Stanislavski y sublimada en la obra en referencia a la misión del arte, más concretamente sobre la literatura y el teatro y el misterio de su creación. En la obra se representa la vida como es y las personas como son, sin ninguna distorsión teatral. Lo corriente adquiere así un valor supremo: personajes patéticos creados con escaso énfasis. Como si todo estuviera envuelto en una desgana existencial, pero atendiendo a lo microscópico. Para Nabokov, Chéjov fue el primer escritor en apoyarse en las corrientes subterráneas de la sugerencia para comunicar un contenido. Quizás esto resuma el fracaso inicial de la obra, incomprendida, y su posterior resurrección cuando se entendió que un único detalle esbozado por Chéjov ilumina la totalidad del ambiente.

He hablado, aquí, del misterio de la creación literaria… ¿cómo crea un autor? Cada vez tengo más claro que a golpe de epifanías. Este es un tema que me viene obsesionando, y me he encontrado con un claro reflejo en los comportamientos de Treplev, Trigorin y Nina. Antes veamos un par de ejemplos de a qué me estoy refiriendo:

Johann Georg Hamann fue enviado a Londres en el año 1756 (se especula hasta con motivos cercanos al espionaje y con la misión de vender Könisberg a los británicos). Una crisis vital lo mantuvo durante un mes encerrado en su hotel (por llamar así al antro en el que se hospedaba). Se mantuvo a flote leyendo la Biblia, lo que le transformó en escritor, en el escritor que sería conocido después como el Mago del Norte por su estilo. El resto de su vida, antes y después de esta epifanía, es irrelevante: sólo importan, desde ese momento, sus obras.

Otro escritor que sufrió una epifanía de dimensiones transformadoras -¿acaso no todas las epifanías son transmutadoras?- fue Kafka: en la noche del 22 de septiembre de 1912 se sentó en su escritorio del número 36 de la Kiklasstrasse de Praga y se produjo algo inexplicable. El escritor bloqueado, el apático ciudadano con dudas, el chupatintas de la administración, se demostraba así mismo que era un escritor logrando terminar, de un tirón y en sólo una noche, el relato La Condena (¡Por cierto, qué similitudes las del Treplev de La Gaviota con Kafka!) Otra epifanía.

Pues bien, el intelectual de Chéjov, el creador, es un ser incapacitado para poner en pie su trabajo. Treplev ha experimentado la epifanía fuera de la obra de teatro, antes de que esta empiece, y rápidamente la extravía. Trigorin, que alguna vez la experimentó, también la ha perdido en la rutina y el hastío de la consagración como autor. La madre de Treplev ni recuerda cuando poseyó la vocación. Y sólo Nina, delante nuestro, sufre la revelación, el nudo del Agón se deshace así ante la epifanía, la revelación de que ella se dedicará al teatro… para terminar como Arkádina: harta hasta perder toda chispa vivificadora. O para terminar como Treplev, con un disparo, puesto que la agonía de la literatura, el Agón de la literatura, lo lleva a dispararse como le sucedió a Silva o a Potocki o a tantos otros… El disparo es el colofón a la maniobra creadora, la única manera de bajarse de la ola de la literatura cuando esta te ha infectado hasta los huesos.

Realmente, este es el problema de acercarse a la obra como yo me he acercado, en calidad de narrador, en calidad de creador, porque el tema de la creación literaria ha supeditado toda mi lectura. Chéjov, en una carta de 1888, se preguntaba: ¿para qué y para quien escribo?, y parece que en esta obra hubiera intentado abordar el asunto, aunque no encuentre una respuesta satisfactoria. La Gaviota es ficción teatral sobre ficción literaria. Es tal el engaño que crea en el lector o en el espectador, genera tal ilusión, que apenas se advierte que Nina está proyectada en Arkádina, que Treplev lo será en Trigorin, el maestro en el médico, y que unos y otros no son más que ellos mismos y su transformación. Y tal engaño culmina con el disparo de Treplev, que se burla de todos. Quienes crean que se ha matado es porque desean que, al menos, la obra cierre un conflicto, porque, en realidad, la historia, construida en olas, en oleadas, no termina nunca. Mientras las personas sigan vivas no hay posibilidad de concluir con sus conflictos, con sus agones. Entonces… ¿alguien puede asegurar que el disparo de Treplev haya sido mortal?

Chéjov nos engaña a todos porque, antes, Treplev ya se disparó, en el espacio entre dos actos, y siguió vivo. ¿Qué nos hace ahora pensar que realmente muere? ¿Qué nos impide creer que, igual que Nina rondará para siempre por caminos polvorientos y teatros de segunda y que Trigorin seguirá escribiendo rutinariamente en su tormento, Treplev, una y otra vez, en el juego metaliterario, no se disparará eternamente?

Una obra sorprendente, redescubierta como nueva con cada lectura, con una corriente subterránea conmovedora, con unos personajes inolvidables, con un planteamiento sobre la creación literaria, sobre la vida como problema estético, turbador y ciertamente derrotado; una amargura deliciosa.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Los santos inocentes -Miguel Delibes-.







De la semana que pasé, a primeros de agosto, en el curso de El Escorial sobre Miguel Delibes, me ha quedado en el tintero una última reflexión relacionada con su obra Los santos inocentes, la que podría denominarse como novela experimental, las adaptaciones cinematográficas y lo que califico como el falso imaginario.


Vaya por delante que Los santos inocentes no me parece una buena novela de Delibes: realmente me parece deficiente. El autor, antes, se ha movido en la experimentalidad literaria con Parábola del náufrago, un intento aceptable, y en la novela que me ocupa, de forma absolutamente fallida. En este terreno, volviendo a esa rivalidad Delibes-Cela a la que ya dediqué una parte de mi entrada sobre Mazurca para dos muertos, el escritor gallego se lleva el duelo: si bien tiene auténticos fiascos en la experimentalidad (el San Camilo y el, aunque simpático y por momentos hasta hilarante, Oficio de Tinieblas 5), es en la propia Mazurca y en la monumental Cristo versus Arizona en donde fabrica la gran novela experimental que, me parece, le hubiera gustado a Delibes conseguir con Los santos inocentes.
Los santos inocentes ni es una novela, ni un relato corto, ni una nouvelle… la verdad que no es nada de nada: repleta de inconexiones, lastrada por una estructura desestructurada, una deslabazón que se alimenta de personajes planos y con un cierto y extraño (extraño por lo impropio de Delibes) apresuramiento que planea por toda ella. Es un texto vacío, con una sobriedad tan extrema que no me parece ya un recurso de autor sino más bien desgana, y que al intentar ceñirse el corsé de la experimentalidad se está vistiendo las galas de la más austera mortaja.


EL FIASCO DEL FALSO IMAGINARIO 

Muchos de los que lean esta crítica, o reseña, o mi opinión más vulgar e indocumentada, o como quiera llamarse, se llevaran las manos a la cabeza repletos de indignación. No se trata de eso, de indignarse, se trata de no ser mentirosos. El lector español es muy mentiroso. Porque, de verdad, ¿cuántos defensores a capa y espada de Los santos inocentes se leyeron la novela antes de ver la película? Incluso: ¿cuántos lo han intentado después? Es imposible hacerlo. Mario Camus, en estado de gracia (él y todos los que aparecen en ella) destruye la novela de Delibes con su magnífica y mucho más sobresaliente adaptación: infinitamente más que el original. Desde ese instante, desde la proyección con que la película ensombrece el texto de Delibes, Los santos inocentes desaparece, pierde su aura de novela, lo pierde todo porque, y es aquí donde se ven sus carencias, era un texto demasiado endeble recompensado con una adaptación cinematográfica magistral que termina por anularlo.
El Azarías será por siempre Paco Rabal, y Alfredo Landa se nos aparecerá cada vez que leamos el nombre de Paco el Bajo. Es imposible extirparlos de la memoria colectiva, del falso imaginario que el cineasta ha creado en nosotros. Los que leímos la novela y después vimos la película no podíamos creer lo que estábamos viendo: ¿en dónde se retrata así a estos personajes? ¿Acaso La Niña Chica no abandona la palidez del texto para convertirse en un personaje perturbador? Y no entro ya con el asunto de la milana
Circunstancias como estas son las que me han llevado a un sordo aborrecimiento por el cine. Adaptaciones extraordinarias de otras novelas, como El Pascual Duarte o La Colmena e, incluso, la serie televisiva de La Regenta, y, por cierto, de otra novela de Delibes, Las ratas -que en absoluto interfiere en el texto porque el texto es magnífico y con una autonomía propia que rezuma por los cuatro costados-, adaptaciones todas ellas que en absoluto han creado ese falso imaginario, esa plantilla que ahora se superpone sobre la obra literaria para suplirla por completo. Tal es el daño, que se puede afirmar que resulta imposible leerse la novela tras haber visto la película: hemos ganado una gran obra cinematográfica, pero hemos perdido para siempre el texto, por otro lado nada afortunado, de Miguel Delibes. Gracias al filme, la novela se manda como lectura en la ESO, de otra forma el texto jamás habría entrado en la enseñanza, y los alumnos encantados: ven la película y tan contentos, ya se creen que han leído a Delibes, un discurso que, por lo experimental, es necesario ver, contemplar su construcción de frases y de líneas cortadas, su extraño traje antinovelístico y que, aún sin ser gran cosa, con una visita al vetusto videoclub, se extravía para siempre.
Muchos adoradores de este libro sostienen que es una de las obras maestras de nuestra literatura. Cabría preguntarse, no ya si lo han leído, si le han podido dar un somero vistazo. El texto hace aguas por todas partes, y ni la muerte del señorito, ni la escena de la milana, ni el Azarías, ni otros pasajes y personajes cargados de emotividad, aparecen ni de lejos con esa sensibilidad desbordada en el texto helado. Camus ha sido más delibesco que el propio Delibes y ha corregido y aumentado su universo literario. Pero ellos lo quieren creer así, por culpa de ese falso imaginario cinematográfico que, como un nuevo mal de nuestro siglo, recrea lugares y situaciones en nuestra cabeza con tal realidad, al habernos sometido a un bombardeo por saturación, que somos capaces de admitir, de creer, que las cosas eran así como si hubiéramos estado allí. Un ejemplo palmario, del que ya me he ocupado en mi entrada sobre Irène Némirovsky, es el caso de la idea hollywoodiense de Auschwitz. En esa línea, sobre la que ya he escrito, se encuentra el problema de la película y la novela de Delibes: sin necesidad de haberla leído podemos opinar de ella gracias a la enorme potencia de su adaptación a la pantalla, cuando más de uno se llevará una sorpresa al acudir al texto (incluso, a lo mejor, por vez primera tras leer mis disparates) y comprobar que no es una novela a la vieja usanza, o lo que normalmente se entiende por una novela, que es un experimento fallido y que puede que, en algún foro, cuando la defendía ardientemente, habrá rozado el ridículo (en el caso de que alguien hubiera leído el texto, algo que dudo seriamente). Porque el lector de Delibes tiene, de una vez por todas, que abandonar la defensa de la película de Los santos inocentes creyendo que defiende a Delibes, porque es una afortunada película de un señor llamado Mario Camus, que nada tiene que ver con el novelista. El novelista, en ese trabajo, patinó.

Pálido intento experimental que se queda en nada, ejercicio de riesgo de un novelista sobrio que ya había escrito Parábola del naufrago con azote de la crítica; valiente por tanto, pero se trata de un esfuerzo estéril, machacado, además, por la mala suerte de un cineasta en estado de gracia que perpetró el mayor robo de un imaginario literario, de todo un universo de ficción, en la historia de nuestra novela.

martes, 6 de septiembre de 2011

Suite francesa -Irène Némirovsky-




LA GUERRA EN UNA MALETA

Todo, en la vida de Némirovsky, parece destinado a un juego del azar, porque su producción literaria, de una enorme calidad, indiscutible, estaba condenada, una y otra vez, por las circunstancias históricas primero, por las editoriales después, a convertirse en una autora ascensor, es decir, que subió a los altares de la gloria literaria y del mercado, que se precipitó al abismo, para retornar, más de sesenta años después, con mayor fuerza si cabe.

Las fechas y lugares de nacimiento y muerte de Némirovsky marcarán a la escritora. Nació en Kiev, un 11 de febrero de 1903, y falleció en el campo de exterminio de Auschwitz, en 1942. El enorme lastre que significa esta segunda fecha y lugar será uno de los motivos del olvido de su obra, y paradójicamente, motivo de recuperación y reparación, si contemplamos que el olvido de Irène Némirovsky debía ser subsanado, que con ella se estaba cometiendo una gran injusticia literaria. Irène nació en una parte de la ciudad de Kiev que se conoce como yiddishland, pertenecía a una familia judía que se había labrado una gran fortuna desde el comercio, llegando a desembarcar en la banca. Esto será un detalle importante en la obra de la escritora, y factores claves a la hora de su desaparición. El padre, uno de los banqueros más ricos de Rusia, representaba a la alta sociedad de Kiev, otorgándole a su hija una infancia repleta de lujos y comodidades, que en aquella época significaban un estilo de vida lo más acercado al que se podría llevar en Francia, concretamente al parisino. Irène aprendió el francés, circunstancia clave en su formación y futuro éxito como escritora. El ambiente de esta vida en la parte alta de Kiev queda reflejado en su novela Los perros y los lobos (1940), y otras circunstancias de su infancia y su familia también aparecen en su literatura: la figura del padre, banquero obsesionado por el trabajo y el dinero, en David Golder (1929) y la figura de una madre despegada y a la que odiaba, en El baile (1930), por ejemplo. Sus obras suelen estar ambientadas en el mundo judío y ruso, circunstancia a tener en cuenta a la hora de analizar su caída en el olvido que, como sucede con todos los motivos que funcionaron para eliminarla de la faz de la tierra como escritora, se volverán después a su favor para reivindicarla.

Al describir la ascensión social de los judíos, hace suyos toda clase de prejuicios antisemitas y les atribuye los estereotipos en boga por entonces. De su pluma surgen retratos de judíos perfilados en los términos más crueles y peyorativos, a los que contempla con una especie de horror fascinado, si bien reconoce que comparte con ellos un destino común. A este respecto, los trágicos acontecimientos venideros acabarían dándole la razón, argumenta una de sus prologuistas. Evidentemente, la obra de Némirovsky le hace un flaco favor al judío, interpretado como estereotipo; es prolija en detalles: nariz ganchuda, dedos afilados, ojerosos, enjutos, amarillentos, con afán de enriquecerse y lucrarse, dotados para el comercio, el negocio, el tráfico, son algunos de los rasgos literarios con los que se despacha, espigados de sus novelas. Si se desprende semejante lectura de sus páginas, no es de extrañar que urgiera más recuperar la memoria de otros intelectuales judíos represaliados por el nazismo, sobre todo si añadimos que respecto a la religiosidad, a la espiritualidad propia de los hebreos, Irène era una lega absoluta, a pesar de que su padre provenía de Nemirov, uno de los centros hasídicos en el siglo XVIII. Se podría decir que no renegaba de su cultura ni de sus orígenes, pero nunca se había sentido atraída por ese pozo de sabiduría y cultura judía que era la Europa Oriental (y que iba a sufrir un mazazo irrecuperable con Stalin y Hitler). Némirovsky, deportada por ser judía, llegó a Auschwitz como católica: se había convertido durante su estancia en Francia. Circunstancia que, sin embargo, careció de valor para el régimen de Vichy y las estrictas ordenanzas nazis, y que pudo haber pesado, muchísimo, en los siguientes años de ostracismo.

Con motivo de la publicación de su primera novela, David Golder, que narra el auge y la caída de un magnate judío de las finanzas, la autora explicaba, en una entrevista aparecida en L´Univers Israélite el 5 de junio de 1935, que estaba orgullosa de ser judía y a quienes la veían como una enemiga de su pueblo les decía que en su novela describía, no a los israelitas franceses establecidos en su país desde hacía generaciones y en quienes, en efecto, la cuestión de la raza no interviene, sino a muchos judíos cosmopolitas para quienes el amor al dinero ha pasado a ocupar el lugar de cualquier otro sentimiento. Intentaba denunciar el estereotipo, desvincularse de él, sin éxito y, lo que es peor, granjeándose enemistades entre su propia comunidad.

Cuando se desencadenó la Revolución Rusa, los Némirovsky vivían en San Petersburgo. Muy pronto tuvieron que huir; el padre era un objetivo burgués de primera magnitud. Esa huida de las rebeliones, de los pogromos, aparece en Los perros y los lobos, pero también en Nieve en otoño (1931), donde, además, elabora un desesperanzado reflejo de los rusos exiliados en París tras la Revolución de Octubre. La familia de Irène se estableció en 1919 en París, el padre reflotó sus negocios como director de un banco y Némirovsky estudio Letras en la Sorbona. Diez años después, con la aparición de David Golder, se acababa de convertir en… ¿una escritora francesa? En el futuro podría compartir canon con los Balzac, Zolá, Flaubert o Maupassant.

David Golder, primera novela de Irène Némirovsky, la convierte en una celebridad. Las circunstancias que rodean la publicación son curiosas: no confiando en sus posibilidades, aunque hasta ese momento la autora ya era una asidua de las publicaciones y sus relatos aparecían, con mayor o menor periodicidad, en una revista de la época, Fantasio, y en Le Matin, entre otras, decide enviar el manuscrito sin señas. El editor, Bernard Grasset, tiene que poner un anuncio en el periódico reclamando a la autora. El libro vio la luz y las críticas fueron excelentes, obteniendo reconocimiento, incluso, por parte de escritores dispares, como eran Joseph Kessel –judío- o Robert Brasillach –antisemita-. Convertida en una celebridad, sus salones, ya de casada, fueron frecuentados por lo más granado de la sociedad parisina del momento e, incluso, unos productores cinematográficos adquirieron los derechos de la novela para su adaptación al cine, finalmente interpretada por Harry Baur en la que sería la primera película sonora del prolífico Julien Duvivier, que cosechó un rápido éxito, pasando también al teatro.

Al debut literario le seguiría El baile, un año después, la que pude ser su gran obra maestra, junto a la inconclusa Suite francesa. Némirovsky se afianza así como una escritora psicológica, influida por un doble ascendente: la cultura francesa de Huysmans y Maupassant, y la órbita rusa, de la que extrae a Chéjov, Turgueniev y Dostoievski. Nieve en otoño sería su tercera novela, lo que hizo que su prestigio, con tan sólo veintiocho años, diera un salto desde París y se proyectara por Europa y el mundo. El New York Times la bautizó como la sucesora de Dostoievski, lo que hizo que la autora se entregara a publicar numerosas novelas, como El caso Kurílov (1933), algunas de ellas editadas al estilo folletinesco, como es el caso de El maestro de almas (mayo-agosto 1939, en el semanario Gringoire), una prueba de su consagración en el panorama de las letras francesas del momento donde disfrutaba con numerosos lectores, varias películas y obras de teatro, traducciones de su obra, además de contar con el reconocimiento de los intelectuales de su generación.

Sin embargo, a pesar de lo notable de su posición, la autora no conseguirá la nacionalidad francesa. En un intento de abandonar el estereotipo y preservarse, también, de la persecución que contra los judíos de Europa se ha acentuado desde la llegada de Hitler al poder, Irène decide convertirse al cristianismo con toda su familia en febrero de 1939. La paradoja de la historia, con sus movimientos circulares, empieza a asfixiarla; así, en octubre de 1940, el primer estatuto de los judíos, les asigna una condición social y jurídica especial que, literalmente, los convierte en seres indefensos, en descastados, en intocables. El estatuto define quién es judío para el estado francés atendiendo a características raciales. Los Némirovsky son judíos y extranjeros, y poco importa la proyección mundial como literata de la mujer, que hablen y escriban en francés, que las hijas sean nacidas en Francia o, ese mínimo detalle, la conversión al cristianismo. Además, le prohíben publicar, por lo que, tras dejar a las hijas bajo protección, emprende una huída por el país. La ley de octubre de 1940 decreta el internamiento en campos de concentración de los judíos. Aunque desde 1940 y hasta 1942, Éditions Albin Michel publica sus escritos bajo seudónimos (así aparecerá su última novela publicada en vida, Los perros y los lobos), e incluso se las ingenian para poder pagar y que ella reciba ese dinero, la suerte ya está decidida.

En ese periodo turbulento, antes de que sea internada en Auschwitz, Némirovsky tiene tiempo de escribir La vida de Chéjov y Las moscas del otoño, que ya no aparecerán hasta 1957 y, además, inicia su inacabada Suite francesa, de la que consigue terminar dos de las cinco partes: Tempestad en junio y Dolce. Su pretensión era redactar un libro-sinfonía, con la Quinta de Beethoven como modelo, al fondo. El libro reflejará la actitud completamente odiosa de los ciudadanos parisinos, derrotados y colaboracionistas con los nazis, en un descarnado retrato que compone un obra incómoda y sumamente crítica. A pesar de su importancia, de su estatus como escritora, en la prensa, en las editoriales, casi todos han optado por el colaboracionismo, por mirar a otro lado… con pocas excepciones. Una idea del peso de la escritora en el panorama francés del momento nos lo proporciona la carta del 28 de septiembre de 1939, del director editorial, prometiendo dar la cara por su autora: Usted es rusa y judía y podría suceder que quienes no la conocen –pocos, sin duda, dado su renombre de escritora- le creen dificultades (…) Así pues, estoy dispuesto a atestiguar que es usted una mujer de letras de gran talento, tal y como por otra parte prueba el éxito de sus libros, tanto en Francia como en el extranjero, donde existen traducciones de varias de sus obras (…) David Golder, fue una extraordinaria revelación y dio origen a una película notable.

El 13 de julio de 1942 es detenida por la Gendarmería, internada en el campo de tránsito de Pithiviers el día 16. Tan sólo un día después, formando parte del convoy número 6, es deportada a Auschwitz. André Sabatier, editor literario de Albin, intenta solucionar el drama con una carta dirigida a J. Benoist-Méchin, secretario de Estado de la Vicepresidencia del Consejo: es una novelista de enorme talento, argumenta para rogar por la salvación. Sin embargo, el resultado es inútil, los franceses, sometidos a una implacable ley administrativa alemana, no reaccionan.

La táctica será, ahora, demostrar que la escritora sufrió la revolución bolchevique con merma de patrimonio, que es antibolchevique y comparte enemigos comunes con quienes la acaban de deportar. Una nota anónima le recomienda al marido de Irène: ¿Hay en la obra de su mujer (…) pasajes de novelas, relatos o artículos que pudieran ser señalados como netamente antisoviéticos? El marido reacciona, e inicia ese camino con una carta enviada al embajador de Alemania, Otto Abetz, el 27 de julio de 1942: Mi mujer (…) es una novelista muy conocida (…) Sus libros han sido traducidos en gran número de países, al menos dos de ellos –David Golder y El baile– en Alemania (…) Ha llegado a ser una escritora de renombre. En ninguno de sus libros (que, por otro lado, no han sido prohibidos por las autoridades ocupantes), encontrará usted una sola palabra contra Alemania, y, si bien mi mujer es judía, habla en ellos de los judíos sin el menor afecto (…) Somos católicos (…) El periódico en el que colaboraba en calidad de novelista, Gringoire (…) nunca se ha mostrado favorable ni a los judíos ni a los comunistas (…) Me parece injusto e ilógico que los alemanes envíen a prisión a una mujer que, si bien es de origen judío, no siente –todos sus libros lo prueban– ninguna simpatía por el judaísmo ni por el régimen bolchevique. Valga esta carta como una muestra de algunos posibles motivos por los que no resultaba agradable o preceptivo recuperar la figura de la escritora nada más terminar el conflicto y que, sin duda, obstaculizaron su regreso al panorama literario, que no le fue posible hasta que no se realizó una relectura de los sucesos desde un espíritu mucho más autocrítico en una Francia siempre traumatizada con toda aquella época.

Por último, en una carta del 9 de agosto de 1942, el marido de Irène se lamenta a André Sabatier: Es totalmente inconcebible que nosotros, que lo perdimos todo por culpa de los bolcheviques, seamos condenados a muerte por quienes los combaten. Internada en el campo anexo de Birkenau, la mujer sobrevivirá hasta el 17 de agosto, cuando el tifus acabe con su vida. El marido, que desconoce la muerte de su mujer, indignado, porfía y escribe una carta de protesta a Petain; como respuesta, el régimen de Vichy lo arresta y lo deporta a Auschwitz, en donde morirá el 6 de noviembre de 1942, ejecutado nada más llegar.

El asunto Auschwitz merece una especial atención a la hora de evaluar la reentrada de Némirovsky en el panorama literario del siglo XXI: en mi opinión, este ha sido el elemento clave. La recuperación de una autora que cierra su biografía con la palabra Auschwitz no podía pasar desapercibida para una industria que, en particular durante todo el trecho que llevamos del siglo XXI, ha reinterpretado el Holocausto, y cualquier suceso que tenga que ver con la Segunda Guerra Mundial o el nazismo, como un elemento sumamente atractivo que se traduce en ventas y dinero. Esta concepción del Holocausto, más concretamente de Auschwitz como un parque temático o un imaginario de quienes nunca estuvieron allí tiene múltiples culpables (y sería algo a tener muy en cuenta el plantearse estudiar el campo y su representación en el Arte, Literatura y Cine, desde esta perspectiva, como la re-invención de un nuevo imaginario, totalmente ficticio muchas veces). Dentro de esos culpables, sin duda, dos de los principales son los escritores William Styron, con La decisión de Sophie (1979) y Thomas Keneally, con su Arca de Schindler (1982). Son novelas, ambas, refrendadas con populares películas que han construido ese pastiche hollywoodiense que es Auschwitz en el imaginario del espectador globalizado del siglo XXI. Poner en el disparadero de ventas a una autora que murió allí, es una oportunidad comercial difícilmente rechazable. Más aún si la novela, para mayor suerte, trata de la Segunda Guerra Mundial, el tema de moda más absoluto durante el primer tramo del siglo XXI. Es todo un jackpot.

La figura de Némirovsky se agiganta desde esas premisas y supera así los errores, o los prejuicios, que llevaron a que fuera olvidada. La editorial nos sirve un aspecto de ella, como gancho comercial, terriblemente mentiroso, y cruel, pero que cuadra con el tópico de Hollywood y, al menos, redime a la autora: asesinada en Auschwitz, tal y como pone en todas y cada una de las contraportadas de sus libros. Es cierto, pero técnicamente inexacto. Irène no fue gaseada, como ese asesinada parece sugerir: la cinematográfica cámara de gas vende más que el tifus, y con ello no quiero decir que no sea igualmente execrable el crimen, pero la autora no murió producto de una ejecución indiscriminada, como su marido, o tras una paliza, y sin embargo la imagen que se quiere dar desde la editorial, porque es la imagen de un innegable resultado comercial, es esa; cabe reflexionar aquí sobre cuánta gente tiene en su cabeza, de nuevo ese imaginario falso de quienes nunca estuvieron allí, la muerte de Anna Frank en una cámara de gas y fue, de nuevo, el tifus, una enfermedad que no resta ni un ápice de dramatismo, sufrimiento e indignidad a los sucesos de ambas. Irène, además, era una judía convertida al catolicismo, que no tenía nada que ver, ni el menor punto de conexión, con muchas de las circunstancias de millones de judíos de la Europa Oriental –esos que se nos ofrecen, sistemáticamente, como un artefacto comercial-. La autora debe su recuperación, en parte, a semejante estrategia sin escrúpulos que ofrece una imagen inexacta de ella, demostrándose que, al final, el canon atiende a aspectos políticos, comerciales, de cualquier ámbito, menos al verdaderamente importante: el de calidad literaria. Con ello se desprecia, además, a quienes se interesan por conocer las verdaderas causas y sucesos del Holocausto, y van más allá de la visión espielbergiana del asunto.

La obra de Irène Némirovsky, tras el paréntesis de la Segunda Guerra Mundial, parece haber desaparecido por completo, como si la autora jamás hubiera existido, tragada por la Noche y Niebla del nazismo, tal y como se llamaba el decreto promulgado por Hitler. ¿Qué ocurre, desde entonces, para que actualmente vivamos un boom de la novelista? La clave de ello radica en su obra inacabada, curiosamente, en Suite francesa. Élisabeth y Denise Epstein, las hijas del matrimonio, llevaron consigo una maleta que pertenecía a su madre, repleta de documentos, apuntes, y en la que se encontraba el manuscrito de Suite francesa. Era un cuaderno de letra abigarrada y minúscula, en pésimo papel y con una tinta aguada, que durmió durante años en aquella maleta. Hasta que un día, una de las hijas, convertida en directora literaria, decidió entregar el legado de su madre al Institut Mémoire de l´Edition Contemparaine. Con una lupa, Suite francesa fue mecanografiada, después pasada a ordenador y, finalmente, ordenada en su estado actual. La hija se sorprendió, pues esperaba que aquello se tratase de un diario de los últimos días, y era la obra maestra de su madre. Publicada, al fin, obtendrá en 2004 el premio Renaudot, por vez primera otorgado a un escritor fallecido, las críticas serán unánimes en las publicaciones de mayor prestigio, las traducciones alcanzarán los treinta idiomas y venderá más de un millón de ejemplares en todo el mundo. Su éxito en España no fue menor: Libro del Año 2005 por los libreros de Madrid, y la edición de la editorial Salamandra que alcanza la número 18, según datos de mayo de 2010.

En la novela de Némirovsky, sus protagonistas, porque es una novela coral, tienen un deseo permanente de huida, de escapar del París convertido, por la inminente invasión nazi, en una especie de tela de araña urbana. La ciudad que nos enseña Némirovsky es un reflejo de todo el país, una ciudad de espacios privados, de pisos, de interiores, de cobardías. Esos interiores son recargados, barrocos y delicados, generalmente pertenecen a una clase burguesa alta o a una nobleza decadente, miedosa e insolidaria, preocupada de su propio y exclusivo bienestar. Son pisos repletos de japonerías, de porcelanas, de jarroncillos, de pequeñas piezas de arte que hay que salvar, toda una cacharrería que parece salida de A rebours de Huysmans, y que se va a poner a los pies del elefante de las divisiones acorazadas nazis, que van a pulverizarla. Las casas de vecindad, las ventanas, que poco a poco se irán apagando, abandonados los salones por una población que huye en desbandada, son la imagen de un París que se cierne, maligno, sobre sus habitantes: la ciudad extiende un halo maléfico, peligroso, y cuando interviene en la vida de los personajes, provoca desgracias; cuando no, la muerte.

La ciudad de París es una ciudad de silencios, del silencio de la desbandada. En los barrios, en las calles, sólo se escucha el eco que resuena de los últimos rezagados que oyen los partes de la guerra en sus radios y los cerrojos de las puertas: Las calles estaban desiertas. Los comerciantes echaban los cierres de las tiendas. En el silencio, sólo se oía el ruido metálico, ese sonido que con tanta fuerza resuena en los oídos, las mañanas de sublevación o guerra en las ciudades amenazadas.

La imagen típica y bucólica de París, del París primaveral, salta en añicos ante la inminente tragedia que se avecina: De vez en cuando, en el umbral de alguna casa del bulevar Delessert se veía aparecer un gesticulante grupo de mujeres, ancianos y niños que se esforzaban, con calma al principio, febrilmente después y con un nerviosismo frenético al final, en hacer entrar familias y equipajes en un Renault, en un turismo, en un cabriolé. No se veía una sola ventana iluminada. Empezaban a salir las estrellas, estrellas de primavera, con destellos plateados. París tenía su olor más dulce, un olor a castaños en flor y gasolina, con gotas de polvo que crujen entre los dientes como granos de pimienta. En las sombras, el peligro se agrandaba. La angustia flotaba en el aire, en el silencio.
El mismo ritual que cuando se acudía al campo de vacaciones, el cabriolé con el que se daban los paseos, las maletas colocadas de la misma manera… pero ahora, ante ellos, ante los que huían, se extendía el panorama del terror, bien diferente, extraño e incomprensible de un París amenazado y amenazante. La ciudad experimenta un desnudamiento del alma ante el pánico, un desnudo semejante al de los personajes: La caridad cristiana, la mansedumbre de los siglos de civilización se le caían como vanos ornamentos y dejaban al descubierto su alma, árida y desnuda. ¿Nos habla Némirovsky de sus personajes, de la ciudad, o de toda Francia? De todos, porque París se proyecta en los personajes y los personajes se reflejan en ella. La insolidaridad, las traiciones, el intento de salvarse a costa de lo que sea, no es más que un rasgo oculto, latente, de los urbanitas, que ahora florece ante el desastre y que, en el resto de la novela, en el retrato de los habitantes del campo, de los pueblos, no será tan acusado.

La crueldad de la situación, lo injusto de la Historia, se ve reflejada en la historia de la porcelana, que ha resistido los avatares de la huida, el viaje en cajas, la amenaza de los bombarderos, y el regreso de nuevo a París, y que se quiebra a manos de la portera: La señora Logre, que por fin había acabado el despacho y la biblioteca, volvió al salón para desenchufar la aspiradora. Al hacerlo, el mango del aparato golpeó la mesa sobre la que descansaba la Venus del espejo. La portera ahogó un grito al ver cómo la estatuilla se estampaba contra el parquet. Venus se hizo añicos la cabeza. La ciudad se venga, no acepta que los huidos, los que la dejaron abandonada a su suerte, ahora regresen mansamente. La Venus se ha reventado, pero poco le importará ya eso a Charlie Langelet. Él, como su porcelana, también ha pasado por mucho sufrimiento en el éxodo, hasta poder regresar de nuevo a París. Ha salido de casa porque se merece un buen restaurante, una buena cena como recompensa a sus sufrimientos, pero la niebla, repentina, se ha cernido sobre la ciudad. París ha elegido su venganza. En una curva junto al Sena, donde la visibilidad es menor, un automóvil atropella a Langelet. El alerón del coche le dio de lleno en la cabeza y le destrozó el cráneo.
Como sucede con la Venus de porcelana, la ciudad se ha vengado en Langelet, rompiéndole la cabeza. París ha decidido actuar en la novela, rabiosa, enfadada por el destino que le espera, el de una ocupación humillante y dolorosa. ¿Ha sido París o ha sido la autora? El valor de la obra es indiscutible, como lo es, también, la incomodidad que pudieron sentir los franceses con un texto tan crítico. ¿Qué me hace este país? Ya que me rechaza, considerémoslo fríamente, observémoslo mientras pierde el honor y la vida, se quejaba su autora, y eso decidió hacer, literariamente hablando. Más adelante, también es sus notas, manifestaba: Todo lo que se hace en Francia en cierta clase social desde hace unos años no tiene más que un móvil: el miedo; y en un apunte de 1942: Quieren hacernos creer que vivimos en una época comunitaria en la que el individuo debe perecer para que la sociedad viva, y no queremos ver que es la sociedad la que perece para que vivan los tiranos.

Una obra maestra inacabada, deliciosamente escrita, con ira y dolor contenidos, de una novelista excepcional y reveladora, que recupera el estilo de Dostoievski y Tolstoi y apuesta por la novela de grandes personajes y grandes tramas.