lunes, 22 de agosto de 2011

La vuelta al mundo en 81 días -Manuel Leguineche-.



EMPACHO DE EGO

En clave de reportaje periodístico (no en vano Leguineche fue un periodista de amplio recorrido), el autor intenta darnos noticia de cómo pretende dar la vuelta al mundo al estilo de Verne, no ya en 80 días, sino en menor tiempo; disparate propio de alguien suficientemente pagado de sí mismo e intoxicado de ego hasta el punto de sentirse capacitado para vencer a los usos horarios, cuando no con su ingenio, con la ayuda de sus notorios e influyentes, importantes y famosillos amigotes. Para ello, en el colmo del delirio, se sitúa en el mismo lugar en que el personaje de la novela inicia la aventura, en Londres y, desde allí, inicia el recorrido.

Leguineche, con su visión periodística, va dando una información sesgada y partidista, con interpretaciones, a veces, demasiado peregrinas de acontecimientos y situaciones políticas internacionales, de las que él se considera un finísimo analista, pasando por lo que a su juicio un buen viajero debería llevar en el botiquín y llegando hasta las formas en cómo afrontar los problemas aduaneros y burocráticos; aunque me temo que, nosotros, no seremos viajeros con tanta suerte, que no podremos hacer llamadas a amigos en cargos importantes de embajadas o a ex ministros, para que nos echen una mano.

Aunque sometido a otros problemas más excitantes y aventureros, la verdad es que Phileas Fogg jamás habría podido ganar su apuesta en nuestros días. La conclusión a la que llega Leguineche es clara: el mundo actual es un mundo con numerosas fronteras, algunas de ellas, las que se aproximan a países integristas y musulmanes, recelosos en exceso, imposibles de atravesar. Cuando Verne creó su ficción, dar la vuelta al globo era una tarea que se podía llevar a cabo casi sin pasaporte. Así que, ante la evidente facilidad actual que existe a la hora de tomar un medio de transporte, hay que oponer la dificultad de hacerse con un sello de entrada, un visado, para determinados lugares. El mundo sin fronteras del siglo XX y XXI es más que nunca el siglo de las fronteras.

Leguineche se enzarza en una lucha contra la administración, a la que dedica una buena parte de sus páginas, con un relato no siempre bien aclarado y resuelto, y que al final termina cansando, cuando no aburriendo: sinceramente, no me resulta atractivo descubrir lo importante que era Leguineche y los conocidos en las alturas, en las esferas diplomáticas y en el mundo de la comunicación, que al parecer contaba por manojos. Esa lucha administrativa parece ser que es la que le hace perder la apuesta, aunque alcanzada esa parte del libro, al lector ya todo le da igual, salvo unas pequeñas náuseas que ha empezado a sentir mientras leía estos interesantes pasajes. Estas partes dedicadas a los trajines burocráticos apenas disimulan, burdamente, muy burdamente, un auto bombo que resulta más que molesto.

Además, Leguineche, en sus descripciones del viaje a bordo de un carguero o durante su travesía en bus a lo largo de Estados Unidos, acusa cierto maniqueísmo, y sufre el mal endémico del retrato estereotipado, trufado del lugar común, muy a lo periodístico. Esto, es particularmente notorio en sus descripciones de los países islámicos y de los Estados Unidos, lo que lleva a preguntarse qué parte del libro no ha sido escrita en un despacho en lugar de sobre el terreno. En ningún caso, Leguineche puede sacudirse el cliché de la crónica periodística.

Al igual que Twain y Lodge, también decide utilizar un humor paródico, a veces hasta esperpéntico, pero otras veces escoge una especie de visión solidaria artificial que acaba en el tremendismo. En este ir y venir, en esa vorágine del viaje porque sí, las reflexiones románticas sobre el viajero y su destino parecen fuera de sitio, salpicadas con batallitas del autor que aprovecha cualquier instante para demostrarnos su ubicuidad como espectador en directo de la reciente historia del siglo XX. Leguineche no es un viajero, es un negociante que pretende engañarnos. No es el suyo un libro de viajes, es un compendio de anécdotas logradas gracias a un caprichito (emular a Fogg), y redactado a mayor gloria suya.

La conclusión que se saca tras leer el libro es que, hoy en día, Phileas Fogg haría negocio en una agencia de viajes de Low Cost y se dejaría de absurdos desafíos. Y que Leguineche debió decidirse entre viajar o escribir: mejor lo primero, seguro.

Pésimo, pésimo, pésimo: por exasperante, porque uno acaba hasta las narices de este personaje, que es un auténtico plomo resabiado con mucho mundo, pero que ha extraviado la sensibilidad para narrar en algún sórdido despacho. Le dedico estos versos de Bukowski, como un buen corolario a lo que me ha resultado la lectura de este librillo: “Las bibliotecas del mundo se han dormido de aburrimiento con los de tu calaña”.

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