miércoles, 31 de agosto de 2011

La leyenda del Santo Bebedor -Joseph Roth-.



EL IMPLACABLE DESTINO DE JOSEPH ROTH

Es el personaje, el vagabundo, una pieza más de este París de puentes, farolas y escalinatas que descienden al Sena. Es el vagabundo una parte más de la ciudad, que vive y respira pendiente de sus caprichos: “Un atardecer de la primavera de 1934, un caballero de edad madura descendía por las escalinatas de piedra que, desde uno de los puentes sobre el Sena, conducen a la orilla. Como sabrá casi todo el mundo (…) allí suelen dormir, a mejor dicho, acampar los clochards de París”. Los mendigos forman parte del panorama urbano de la ciudad, por lo que no es extraño, cruel, pero habitual, que mueran en ella, como una parte de ella.
Andreas Kartak tiene una misión encomendada por un desconocido: entregar una ofrenda de doscientos francos a Santa Teresa de Lisieux: “Resulta que me he convertido al cristianismo después de haber leído la historia de la pequeña santa Teresa de Lisieux –le explica el desconocido con el que se acaba de encontrar Kartak-. Y ahora venero muy en especial la estatuilla de la santa que se guarda en la capilla de Sainte Marie de Batignolles, que usted podrá localizar con facilidad”. El contrato está establecido, Kartak no debe más que entregar el dinero, pero la ciudad de París, con multitud de trampas, se encargará de que jamás entregue ese dinero a la santa, que no cumpla con el encargo, que muera sin redimirse, adeudándole siempre ese dinero a quién hizo la promesa y, por extensión, a la santa: la ciudad demuestra así su crueldad, un lugar en el que no tiene cabida la salvación de los perdidos, por mucho que lo intenten; algo parecido a lo que le sucede a Franz Biberkopf, incapaz de redimirse, en este caso de la delincuencia, en un Berlín igual de celoso.
La ciudad de París, además, con este trasfondo religioso, se ha convertido en la novela de Roth en una especie de ciudad-reliquia, de lugar de peregrinación, porque Kartak, en varias ocasiones, realizará expediciones hasta la iglesia en una semejanza a los peregrinos de Santiago, pero viendo frustrado su empeño una y otra vez. En este sentido, también tiene algo de purificadora, como Benarés, y el Sena hace las veces de un Ganges liberador y regenerador: “Entonces buscó un punto bastante solitario de la orilla del Sena, para lavarse por lo menos la cara y el cuello (…) y se sintió completamente limpio y como transformado”.
La ciudad que presenta Roth es una ciudad bulliciosa y alegre arriba, pero siniestra y cruel abajo, bajo los puentes y las farolas. Es en esta dicotomía de arriba y abajo en la que se moverá el protagonista. Arriba: “Entretanto ya había oscurecido por entero, mientras arriba, entre los puentes y muelles habían sido encendidas las farolas plateadas para anunciar la alegre noche e París”. Desde abajo se puede atravesar al espacio de arriba, repleto y proteico: “Ascendió por una de las escalinatas que desde las orillas del Sena conducen a los muelles. Allí (…) había un restaurante. Y allí entró, comió y bebió en abundancia, y gastó mucho dinero, y además se llevó todavía una botella entera para la noche, que, como de costumbre, pensaba pasar bajo el puente”. Arriba: uno es persona y actúa como tal: come, bebe, vive. Abajo se retoma la condición de miserable, de proscrito, se duerme al raso, tapado por un periódico. En medio, esa conexión entre los dos mundos de la ciudad sobre la que cabalgará Kartak en toda la novela, con funestas consecuencias.
La conexión del París de abajo con el París de arriba se encuentra en un espacio público, la rue des Quatre Vents, donde hay un restaurante ruso-armenio, el Tari-Bari, del que es asiduo Andreas, cuando tiene unos francos que suele gastar en bebidas baratas. Aquí empieza la ciudad a jugar su papel protagonista en la historia, no permitiendo que el clochard llegue a entregar el dinero. Reflejado en los cristales del bar, Kartak decide que debe darse un afeitado. De vuelta al Tari-Bari, con un aspecto aseado, obtendrá un trabajo que le llevará durante unos días a mantenerse en la ciudad de arriba, en efecto, pero que le hará incumplir la promesa ante la Santa. La ascensión a la parte de arriba de París de Kartak se cristaliza en que ahora puede dormir en un hotel.
El hotel, junto con el café, es el espacio urbano por antonomasia en la novelística de Roth, porque su vida se desarrolló a caballo de ambos lugares, donde tenía su oficina y su vivienda: En Berlín, en los cafés Luste, Romanishces, Mampe, Central, Schneider, Topp… y vivía en los hoteles Habsburg y Am Zoo. En Viena, en el café Herrenhof, en el Museum, en el Klomser y en el Imperial, y en los hoteles Bristol y Hoppner. En Salzburgo, en el hotel Stein y en el café Basur. En Marsella, en el hotel Beaurau, en Ámsterdam, en el hotel Eden y en el café Scheltema, en Ostende, en el hotel Couronne, en Zurich, en el hotel Schwaren. En París, en los cafés Odeon, Fouquet, Select, Weber y Tournon, en el hotel Foyot, en el Florida y en el hotel de la Poste… Es difícil encontrar una novela suya en la que no aparezca uno de estos espacios, incluso el hotel es el protagonista absoluto de su primera novela, Hotel Savoy.
La iglesia, con cierto componente siniestro, es otro de los espacios protagonistas del libro. Un bistró cercano a Sainte Marie de Batignolles, con su oferta de absenta, intervendrá tentando a Kartak, una vez más. Y allí, la tentación será doble, porque se encontrará con Caroline, la mujer por la que ha ido a la cárcel y por cuya culpa es ahora un vagabundo. El café, pues, es doblemente peligroso: alcohol y sexo, que se acaban, después, en un hotel. Se traza una línea del pecado que une esos dos lugares y difuminan la vida de arriba acercándola peligrosamente, de nuevo, a la existencia de abajo.
Mientras Kartak vive en la superficie de París tiene ocasión de disfrutar de algunos retazos de la vida cotidiana de la ciudad: “Consciente de que en aquel momento estaba en posesión de tanto dinero como el que pudieran tener los hombres acomodados (…), se dirigió a los grandes bulevares. Entre la Opera y Boulevard des Capucines fue buscando una película que le pudiera gustar”. En ese sentido, otro espacio urbano, el cine, cobrará su importancia como un sitio que ofrece París a los que se encuentran arriba. Sin embargo, este lugar decepciona a Kartak, porque el cine es un sitio expresamente concebido para quienes llevan una vida en la superficie, difícilmente permeable para quienes viven una realidad sumergida. La experiencia de Andreas en el cine es tan frustrante y parecida a la de Bloch en El miedo del portero al penalty, novela de Peter Handke que transcurre en una Vena tan inhumana como lo es este París de Roth.
Finalmente, la aparición de un amigo, Woitech, arrastrará a su final a Andreas y le imposibilitará que cumpla con su promesa. La ciudad ha ido jalonando de obstáculos los buenos sus deseos de redención, es como si por muchos esfuerzos que haya realizado para mantenerse a flote, París se haya esforzado en sumergirlo una y otra vez, de forma inclemente. En un último acto de crueldad, cuando ya está perdidamente borracho en el bar de enfrente de la iglesia, la ciudad decide una última burla sobre Andreas. Le envía al bar una muchacha muy joven, que él, en su delirio alcohólico de coñac y absenta, confunde con la propia Teresita de Lisieux porque la muchacha, incluso, se llama Teresa. Trastornado, cuando se disponía a tomar más absenta, “se derrumbó como un saco, espantando a toda la clientela del bistró”. Es realmente curioso que Roth tuvo el mismo final en su vida: se desplomó, ahíto y exhausto, entre las mesas del café Tournon.
Dado que no había médico cercano, ni hospital ni farmacia, en un guiño paradójico, el agonizante cuerpo de Kartak es llevado a la sacristía de la iglesia a la que tanto porfió por llegar, y en la que ahora ingresa involuntariamente, para fallecer ante los ojos de la muchacha Teresa, que le ha seguido desde el bar, creyendo, el desdichado, que se encuentra ante la figura de la Santa, que ha cobrado vida. “Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”, acaba la novela Roth, con este epitafio a su personaje, que ha vuelto, definitivamente, a la parte de abajo de París.

La obra maestra de Roth junto a Job y El Leviatán; un texto arrabalero, manchado del barro y las tormentas de París, amargo y con cercos de vasos de licor sobre las tristes mesitas de mármol de los cafés de una ciudad que terminó matando a Kartak y a su doble en la realidad, a Roth: demasiado castigo para un Joseph Roth que amó esa ciudad, que charló, bebió, y se emborrachó en sus cafés, durmió en sus hoteles, y que, ahora, reposa en el cementerio de Thiais, bajo el epitafio escritor austriaco muerto en París.

2 comentarios:

  1. 10, claro. Pero... ¿y "La Marcha Radetzky"?

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  2. Desde luego, otro de sus grandes libros, sin dudarlo... pero le falta un puntito, algo que lo dejaría en un 9 y medio, casi diez, pero no diez, o al menos no me parece tan demoledor como Job, Leviatán y el Santo Bebedor.
    Gracias por el comentario madrugador. Espero que estén siendo. o hayan sido, unas buenas vacaciones...

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