jueves, 14 de julio de 2011

Cartas a un joven novelista -Mario Vargas Llosa-.




CUANDO SABÍA (Y QUERÍA) ESCRIBIR NOVELAS

Debo confesar que este ha sido un libro que me ha acompañado, como texto de cabecera, desde que lo descubrí en 2003. En él, Mario Vargas Llosa desgrana una auténtica tesis literaria de cómo debería elaborarse una novela. En capítulos que remedan cartas, una correspondencia entablada con un supuesto aprendiz de escritor –el joven novelista-, se desgranan las interioridades que constituyen las claves del lenguaje literario y de la composición.
Destacan los capítulos que dedica a la “forma de la novela” (así lo llama), al estilo, al narrador, al espacio y al tratamiento del tiempo. Del estilo afirma que es el ingrediente esencial de la forma novelesca ya que las novelas están hechas de palabras, de modo que la manera en que un novelista elige y organiza el lenguaje es un factor decisivo. Y es tan importante que no importa que el estilo sea correcto o incorrecto, sino eficaz. ¿Y qué define a un estilo eficaz? Es aquél capaz de insuflar una ilusión de vida, de verdad, a las historias que cuenta. Como ejemplos, el Ulises y Cortazar, estilos repletos de vida que reventaron los cánones de sus goznes.
Así, la variedad de problemas a los que debe atender el escritor a la hora de afrontar una novela son, según Vargas Llosa, el narrador, el espacio, el tiempo y el nivel de realidad. El narrador, el personaje más importante de todas las novelas y del que, en cierta forma dependen todos los demás, el que cuenta la historia, no debe ser identificado con el autor, el que la escribe. Ese es el primer paso maestro para comprender la peculiar idiosincrasia del narrador novelesco. Porque el narrador es un ser hecho de palabras y sólo vive en función de la novela que cuenta y mientras la cuenta.
Tiempo y espacio se dan la mano íntimamente en la narración. Todas las novelas se construyen desde una posición de tiempo cronológico y con una especial percepción del llamado “punto de vista temporal”, el lugar en donde se localiza y desde donde nos habla el narrador. Y como gran ejemplo, el monumental Tristam Shandy y, para mi alegría, El Tambor de Hojalata de Grass. O la propia abolición del tiempo, en Rayuela.
Después, Vargas Llosa dedica unos capítulos a varios recursos técnicos: las mudas, el salto cualitativo, las cajas chinas, el dato escondido y los vasos comunicantes. En las mudas se encarga de los diferentes tránsitos que experimenta una narración como uno de los recursos más antiguos que se emplea en la estructura de las narraciones. Estas mudas pueden ser de espacio, tiempo o a nivel de realidad. La muda espacial, el cambio de perspectiva en el relato, es un recurso fundamental en la novela del siglo XX. Como ejemplo está Faulkner y su novela Mientras Agonizo.
Por su parte, la caja china o muñeca rusa, una historia dentro de una historia mayor y a su vez dentro de otra, y así sucesivamente, no puede ser algo mecánico si queremos que funcione. Las Mil y Una Noches son uno de los grandes ejemplos de esta técnica. En cuanto al dato escondido, consistente en suprimir el hecho principal de la narración, o uno de gran relevancia, esos silencios significativos que deben inventar los lectores. Este narrar por omisión no debe de ser gratuito o arbitrario. Para que la técnica funcione hay que tener mucho cuidado a la hora de esconder el dato, crucial para la composición de la novela.
Por último, en los vasos comunicantes, distintos episodios que se funden entre sí, contaminados y que dejan de ser meras anécdotas yuxtapuestas. El ejemplo se encentra en partes de la novela Madame Bovary y en las Palmeras Salvajes de Faulkner. Historias paralelas que se conectan y que contribuyen a dotar de complejidad la estructura narrativa.
Son, todas ellas, claves de un oficio complicado que, narradas por Vargas Llosa, demuestran que la elaboración de una novela, con sus recursos y diferentes resortes, no se aleja de la arquitectura de una catedral gótica. Y además, reconcilia un poquitín con el arte de la literatura a los que, desde hace ya tiempo, nos viene doliendo tanto.

Si bien Vargas Llosa quizás no haya escrito nada mejor desde La Ciudad y los Perros, o si me apuran, desde Conversación en la Catedral, y porque El Chivo es excesivamente comercial, sobrevalorado, un enorme producto de marketing brillante que funciona muy bien, desde luego, pero producto al final, en estas Cartas el autor se muestra claro y conciso, y demuestra el dominio del oficio, quizás teñido con cierto paternalismo algo perjudicial: porque cabría recordarle a Vargas Llosa que no sólo él sabe escribir novelas, o al menos, dominar la forma de hacerlo.

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