jueves, 21 de julio de 2011

El invierno de la rosa -Montserrat Doucet-.





DUREZA DE ROSA AGUDA

Rosa ardiendo de luz ante el invierno, son un par de versos que muy bien resumen el espíritu y la calidad de El Invierno de la Rosa, uno de los mejores libros de Montserrat Doucet. Un poemario generoso (hasta cincuenta y ocho poemas he podido contar) que nos regala los sentidos como si fuera eso: una rosa.
En la obra prima por encima de todo una exquisita delicadeza: en la forma, en las figuras, en los sentimientos, dijérase que el mismo libro es tan frágil como una flor. Pero también tiene momentos duros, incluso algo desalentadores, punzantes como espinas de rosa. Y sangre, unas gotitas, tal vez, derramada por el corazón de la autora que late sin descanso por sus lugares amados: el campo, los paisajes, Aranjuez, los pueblos, el horizonte… porque Tiene el horizonte aspecto de pueblo.
Es todo el libro en sí una rosa, una rosa fresca aunque viva su invierno, una rosa fragante que no oculta, a la vuelta de sus pétalos, de sus versos, toda esa dureza de rosa aguda.
El Invierno de la Rosa se inscribe dentro de la producción del grupo de autores del Taller de Poesía y Narrativa Trascendentalista, grupo que se obstina en devolver la literatura a los lectores y los libros al lugar que se merecen entre el público –y que jamás debieron abandonar para convertirse en literahartura-. Es este Invierno una buena manera de conseguirlo, de que el lector, sin necesidad de ser un avezado degustador de poesía, se reconcilie con un género tan maltratado y que, a través de los sentidos de Montserrat Doucet, descubra que A veces el amor, rompe a patadas la puerta del alma o, como dice más adelante: La memoria es un arco curvándose en la espera.
Su autora nos regala un ramillete de poemas: Reclamación, Los Álamos, Atávico Viajero, Tabanera desde el cielo o Dolor de la luz… las mejores rosas que podemos prender en nuestro ojal, junto al corazón, porque las estrellas son túneles donde gira el alma. Y que no deje de girar…

miércoles, 20 de julio de 2011

En las puntas de los dedos -Carmen Leal y Soria-.





LOS QUEJIDOS DE LA FRAGUA Y EL ARPA

A primera vista, cuando un lector se enfrenta a una novela que trata de temas irlandeses, o se ambientada en lugares celtas o gaélicos, muy fácilmente le vendrán a la cabeza tópicos y típicos de gaitas y a un furibundo grupo de soldados más cercanos de neardental que de otra época histórica. Debo reconocer que hace ya mucho tiempo, cuando conocí a la autora, ella ya me habló de este libro y yo, por entonces, víctima sin duda de semejante estolidez, no pude sino imaginar una narración repleta de elfos, hadas, quizás algún dragón, unas piedras formando un crónlech y algún que otro gaitero, todos ellos insertados en un mundo mágico de sanadores y con un cielo anaranjado de fondo, al estilo de la New Age
Esa es la primera virtud del libro de Carmen Leal y Soria, que se aleja del tópico y retrata una Irlanda, sin duda, mucho más aproximada a su realidad histórica. Es uno de los motivos por los cuales la novela se puede considerar como una narración más cercana a la historia que a la mera literatura de ficción, porque refleja, lejos de estereotipos, la deprimida realidad económica de la época y el día a día de los trabajadores de una fragua inmersos en la lucha de dos reyes –uno católico y otro protestante- que habría sido, para otro escritor más cómodo o incluso menos osado o avezado (osadía que se multiplica en este caso al tratarse de una primera novela) el hilo conductor de la trama, al ser mucho más sencillo traicionar a la historia vehiculizando la obra con esos dos reyes enfrentados y aireando sus miserias de corte al estilo de toda esa literatura pseudohistórica actual, repleta de Ébolis que no hacen sino obedecer a la moda de la prensa y los programas del corazón extrapolados a los burdos libros de historia de corte.
Así que Carmen Leal ubica la acción a finales del s. XVII, y después de una profunda crisis económica, política y religiosa, cuando ocupaba el trono de Inglaterra el rey Jacobo II Estuardo. La situación política, precaria e inestable de por sí, se deterioró mucho más cuando el episcopado anglicano, y por supuesto los estamentos más poderosos, se enriquecieron con la confiscación de los bienes de la Iglesia Católica. Para conseguir sus intereses pidieron y obtuvieron la ayuda de Guillermo de Orange, holandés y protestante que se había casado con una hija, también protestante, del mismo Jacobo II. Se estableció la República parlamentaria (1649-1653), cuyo poder supremo se confió luego a Oliverio Cronwell con el título de protector (1659-1660) y fueron restaurados los Estuardos en el trono. El Parlamento ofreció la corona a Guillermo III de Orange (1689-1702), que reinó con su esposa María I, hija de Jacobo II, depuesto y fugitivo en Francia. El de Orange desembarcó en Inglaterra en 1688, tomó posesión del reino con una gloriosa revolución sin sangre y al año siguiente se hizo coronar solemnemente en la abadía de Westminster. El destronado Jacobo II encontró en el católico rey sol, Luis XIV, la hospitalidad en Francia. Sin embargo, a pesar de lo atractiva que podría resultar esta trama para una telenovela como los Tudor, el acierto de Carmen Leal consiste en dejar de lado las inquinas de los reyezuelos y pasar a describir la pormenorizada vida de los súbditos, con gran rigor y acierto, y con unas sobradas dosis de sobriedad y mano firme, inmersos en jornadas de sol a sol y, además, afectados por semejantes luchas palaciegas.
Dentro de semejante panorama social se encuadra el personaje protagonista de la novela histórica, que deriva hacia el género, además, de la narrativa de aprendizaje. Y esto es algo realmente curioso porque si bien no es nada extraño que la primera novela de un escritor sea eso, una novela de aprendizaje, Carmen Leal se mete en el papel de un hombre para contarnos los vericuetos que llevan de la adolescencia a la madurez en un mundo violento y hostil, huyendo así de los lugares comunes típicos que sufriría una narración de iniciación si el personaje femenino hubiera sido un alter ego de la autora. Ese protagonista que, desde el sillón de la madurez recrea una pequeña parte de la historia de su vida, es el músico medieval Torlogh Carolan, personaje tan desconocido para nosotros como apasionante.
Torlogh Carolan (en gaélico, Toirdhealbhach Ó Cearbhalláin) nació en 1670, en Newtown, cerca de Nobber, condado irlandés de Meath. Cuando contaba catorce años, su familia se trasladó al condado de Roscommon, donde su padre encontró trabajo con la hacienda de la familia MacDermott Roe. La señora de la casa se encargó de darle educación. A los dieciocho años, Carolan quedó ciego a causa de un ataque de viruela. Entonces, aprendió a tocar el arpa; completados sus estudios tres años después, emprendió su vida como los arpistas itinerantes que durante siglos recorrieron los caminos de Irlanda. Y así lo hizo a lo largo de cuarenta y cinco años, componiendo melodías para aquellos que le daban cobijo, razón por la cual casi todas sus canciones tienen nombre de personas. Al parecer, no destacó como gran arpista, pero desde el principio sí lo hizo como poeta y como compositor, aportando aires nuevos a la música tradicional, incluso dejándose influir a veces por la música barroca italiana, sobre todo desde que hizo amistad con el compositor Corelli y su alumno Geminiani. Un reto con este último dio lugar al O'Carolan's Concerto, del que el bardo irlandés salió victorioso. Por otro lado, Beethoven fue un admirador de Carolan y transcribió algunas de sus canciones, como el Lament for Owen Roe O'Neill.
Se casó con Mary Maguire, que permaneció en una granja de Mohill, en el condado de Leitrim. Mary le dio seis hijos, y murió en 1733. El único hijo varón publicaría las obras completas de su padre en 1742. Al final de su vida regresó a la casa de MacDermott Roe, de donde partiese; allí compuso su última canción, dedicada al mayordomo (Planty O’Flynn), aunque antes ya había compuesto su adiós musical (Carolan farewell to music). Su funeral estuvo muy concurrido, siendo oficiado por sesenta sacerdotes ante una multitud de todo tipo de gente, y con el fondo sonoro de diez arpistas interpretando una pieza llamada Goltrai. Fue enterrado en la cripta que la familia MacDermott Roe tenía en la abadía de Kilronan. Parece que Siobbhan, la hija pequeña que aparece en el relato de Carmen Leal, no fue muy ducha a la hora de elegir marido y terminó arruinando al músico. Pero tal vez eso sea motivo para que Carmen Leal escriba otra novela sobre el asunto. La narración parece pedir a gritos una segunda parte.
De Carolan se conocen unas doscientas composiciones, aunque muy pocas con el texto original gaélico, la mayor parte de las cuales pueden encontrarse en grabaciones de infinidad de músicos irlandeses. El himno americano Barras y Estrellas está basado en una composición de Carolan y existe un grupo aragonés que lleva el nombre del músico. Sin embargo, toda esta información, que podríamos llamar enciclopédica, no es nada más que eso, la biografía oficial del músico. Otro Carolan, infinitamente más humano y vivo de lo que uno pueda desprender de estas reseñas, toma vida en las páginas de Carmen Leal.
Ciertamente, la autora tomó unos riesgos importantes para su primera novela: uno con el tratamiento del personaje, que se refleja a si mismo en una supuesta tercera persona (pues da paso al narrador tras coger en brazos a su hija y parece que le cuenta a ella toda la historia), otro con el lugar y la época, lastradas por las ideas preconcebidas que tenemos de ese lugar y ese tiempo. Sin embargo, tales riesgos, están resueltos con acierto gracias a una narración contenida en la que se pueden encontrar, incluso dentro de los momentos mas duros de la trama, ecos de la primera obra de Carmen Leal, un libro de cuentos infantiles. Quiero decir con esto que, cierto ambiente de encanto, de fábula, en donde las supersticiones y las leyendas se aúnan con un delicado sentimentalismo, dan una dimensión diferente a la áspera narrativa histórica a la que estamos acostumbrados.
Y el propio Carolan es un poco un personaje como de fábula, de ensueño, que vive una vida épica, castigado con una ceguera repentina y una sensibilidad musical no menos repentina. Es una especie de fábula que no llega a tener un final ni feliz ni moralizante porque se detiene en lo que es una primera parte de una historia aún por escribir y terminar. Y en una historia tan lírica, la música, como colofón a la turbulencia y el sufrimiento, viene a poner, en el momento más crítico del personaje, la salida inesperada y sorprendente a lo que no será sino una nueva vida que empieza en ese momento.
De un gran musicólogo, Alejo Carpentier, se decía que mientras se leía su novela La Consagración de la Primavera se podían escuchar de fondo, gracias a su prosa, los cuartetos de cuerda. En esta novela de Carmen Leal, aunque el protagonista sea un músico legendario, no se escucha ni una sola nota de arpa… y eso es lo mejor, porque en su compromiso adquirido con la tierra de Beckett, con la literatura de Joyce y con el respeto a sus lectores, lo que se oye son los tañidos de la fragua, el repiqueteo de los golpes de los mazos maleando el acero y el crepitar húmedo de las tierras.
Y esa fue, sin duda, su mejor tarjeta de presentación.

Una primera novela cargada de pasión y amor por Irlanda, por la literatura y por la narración. Un texto notable (de 2005), tan notable como ya, me temo, que imposible de hallar en las librerías, ni en ningún sitio, gracias a las magníficas leyes del mercado y de la oferta y de la demanda literaria.

martes, 19 de julio de 2011

Luz -Salvador Rueda-.




ABORTO TEATRAL

Que el género teatral no ha sido uno de los puntos fuertes del modernismo –movimiento anclado en la poesía, en una novela de dimensiones extraordinarias como es De Sobremesa de Silva, en la crónica periodística y en un puñado de cuentos deslumbrantes de Quiroga y Lugones- queda bien demostrado con la lectura de la obra Luz. Su título arroja eso precisamente, luces sobre las faltas y carencias de este tipo de teatro. Si hablamos de teatro modernista deberemos recurrir a las obras de corte dramático y poético de Marquina, Villaespesa y Fernández Ardavín, de relativo éxito de público y juzgadas muy duramente por los críticos de la época y los posteriores. Porque Benavente, Grau, Martínez Sierra o el propio Valle Inclán, sin duda, incorporan elementos de corte modernista en sus creaciones, pero no alcanzan sus obras teatrales a la denominación estricta de puro y mero teatro modernista.
La obra de Salvador Rueda, titulada Luz, fue publicada por entregas en 1904 –a entrega por acto-, apareció en la Revista Literaria Helios y ha llegado hasta mí de intrincada y complicada manera, representa una comedia antirealista, característica fundamental de este tipo de teatro, que buscaba un embellecimiento de todos los aspectos de la vida cotidiana. Por ahí muere la composición: precisamente porque ese embellecimiento degenera en pastiche, en cúmulo de situaciones edulcoradas con unos personajes planos y fantasmales que se mueven representando tópicos y se expresan a través de lugares comunes. El ambiente de ensoñación, o ensueño, otra característica principal del modernismo, encaja a los personajes en el marco irreal y opresivo de un palacete rodeado de jardines, luego volveré sobre esta puesta en escena, que acaba resultando increíble para el espectador. El ambiente de la obra teatral modernista (al estilo de las de Martínez Sierra) suele resaltar la melancolía del atardecer o del amanecer, donde se mueven unos seres genéricos y estáticos, existe una fuerte presencia del simbolismo y las acotaciones escénicas son casi literarias, como si formaran una parte más del texto. La parodia es otra de las características, esa especie de negativo fotográfico que tan bien trabajó Valle Inclán. En mayor o menor medida, como ahora veremos, Luz recoge algunas de estas máximas.
El modernista desecha las tramas folletinescas y busca sustituirlas por una acción más sencilla, por un estudio de caracteres de pasiones naturales. La trama de Luz es folletinesca, sin embargo, siguiendo la máxima modernista, queda muy pronto abortada por la simpleza de sus personajes y por la sencillez de su desarrollo que, incluso, da la sensación de quedar inacabada por su falta de resolución. El estudio de caracteres, entonces, falla por completo en la creación de personajes complejos y los protagonistas de la obra no tienen tiempo de mostrarse más que encajados en sus estereotipos. Si ser modernista significaba, entonces, poner de manifiesto la emoción humana y la poesía, en ese intento, Salvador Rueda fracasa estrepitosamente, creando un drama tan estéril como su protagonista Luisa –desesperada por adoptar a la hija del jardinero- e incapaz de transmitir un sentimiento al espectador.
De forma muy leve, como de pasada, también se nos presenta la dicotomía del Arte frente al mercado, de la poesía frente a las matemáticas, del corazón enfrentado a los negocios. El marido de Luisa, Carlos, representa al hombre del momento, urbanita, preocupado por los negocios, por las transacciones comerciales que inundan el nuevo mundo de los poderosos, con sus intrigas políticas. Su mujer pone el contrapunto a esta visión utilitarista de la vida: ella es una artista encajada en todos y cada uno de los tópicos del Arte y, desde ellos, con escasa fortuna, trata de darle réplica.
Elementos del lenguaje modernista hay muchos en la obra Luz de Salvador Rueda: el título en sí mismo, que recurre a un elemento fundamental del modernismo, muy empleado en la poesía, y que entronca con las imágenes del cielo y el color azul de Darío, por ejemplo. La luz modernista es la poesía, pero también puede ser la inocencia de la niña que se cree princesa con un toque melancólico (de nuevo Darío) o esa luz crepuscular que baña la obra de Silva y su Nocturno. En las acotaciones iniciales al escenario, encontramos todos los tópicos: una habitación de cristales, recargada como esos interiores incansablemente descritos en los cuentos de Casal o al inicio de la novela De Sobremesa; esa habitación de espejos, que luego reproduce un juego de imágenes, recuerda mucho a la escena del caparazón recubierto de oro y dorados, de jades y hasta de espejuelos, de la tortuga de Huysmans, en su novela A Contrapelo… Luisa quiere ver la imagen copiada de su marido, ya no se contenta con la realidad, se decanta por la copia que arrojan un montón de espejos concatenados, en una defensa del ideal de la imagen como obra de Arte. Escena, de reivindicación simbolista con esas referencias a los espejos, es, cuanto menos, sorprendente, y parece algo fuera de lugar de la trama para el espectador.
En Luz, el escenario debe estar repleto de plantas lujosas, de recipientes, biombos que traigan la esencia de ultramar, columnas que recuerden el Arte clásico, cortinajes de terciopelo y, como rúbrica al conjunto, una jaula con un ruiseñor, emblema modernista. En primer plano aparecen los elementos de la creación: un cuadro a medio terminar y un busto a medio modelar. No es casualidad que ambas obras se encuentren a medias, porque representan la lucha de su autora, la mujer Luisa, frente al espíritu capitalista y frío, alejado de toda creación, del marido, Carlos.
En el segundo acto, la escena reproduce un lujoso almuerzo, donde las viandas y el refinamiento hacen gala del ambiente decadentista de la obra. En el tercero y último, se produce la explosión temática por excelencia: se despliega el cortinón del fondo y se pueden ver los jardines del palacio, los surtidores de agua, los macizos floridos, los quioscos, en un pedestal una estatua de la Venus de Milo y sobre ella la luna. Como dije más arriba, el ambiente de ensoñación ha destruido la naturalidad de la obra hasta convertirla en increíble.
Carlos manifiesta su imposibilidad de que le emocione una obra de arte. Sin embargo, como contrapunto a ese corazón insensible, se alza la figura estereotipada de Luisa como artista decadente. Compone música, incluso se inicia la obra interpretando un vals propio, para manifestar, más adelante, que vive encerrada en casa “con unos cuantos pinceles; con un poco de barro que hace lo que mis dedos quieren; con el alma de unos cuantos libros que contienen la poesía; con unas cuantas hojas de papel llenas de notas”. Manifiesta su adoración por el arte, mientras el marido es descrito en numerosas ocasiones con términos relacionados con la banca o la contabilidad, incluso como un “guarismo, un título del cuatro por ciento”, opuesto a la mujer que es denominada como “una mariposa”. Es de una simpleza irritante e infantiloide. Es la batalla entre la sensibilidad y ese mundo moderno que avanza implacable, que aparece en la obra de la mano de administradores, banqueros y prestamistas que hablan de empréstitos y alta política, de líneas férreas y de todo ese estallido urbanita que alienaría al artista de la época. La mariposa forma una dicotomía con lo ordenado, con lo pitagórico, un mundo reclamado por los simbolistas y al que el modernismo tampoco podía ser ajeno. Todo en la obra reproduce orden, ese orden del cosmos, ese orden personal que necesita el artista para crear. Por si eso fuera poco, estos hombres poderosos maquinan sus operaciones de finanzas amarrados a elementos tan necesarios de la distinción decadente como son los “cigarrillos, café, licores”, que marcarán una temática central desde Silva hasta Quiroga, pasando por Lugones.
El empleo del habla popular en el personaje de Pepe, el criado andaluz –aparece casi de forma esperpéntica-, y que uno de los personajes claves de la obra sea el jardinero y que los protagonistas, pese a su extracción elevada, se expresen habitualmente con refranes y giros de frases hechas, reivindica la vieja teoría modernista de la vuelta a las raíces, a lo popular. En el poso del pueblo se encuentra la sabiduría. No en vano, pese a toda la riqueza de Luisa y Carlos, la felicidad no entrará en casa hasta que no sufran un revés económico y no adopten a la hija del jardinero, que encarna los más puros valores populares, que reactivan el corazón de la pareja protagonista e incluso dotan de mayor sensibilidad para el arte al marido. Ese habla popular también reclama la atención sobre el concepto de nacionalismo y de nacionalidad, reivindicado por Martí y por Darío: el lenguaje propio conforma la identidad nacional del país. El jardinero de la obra –que cuida el Gran Símbolo de los jardines y a la vez es el padre de la niña que representa el espíritu poético inocente- es, pues, ¡que irónico!, el verdadero modernista.
Mención aparte merece el ruiseñor enmudecido en su jaula a lo largo de la obra y que acabará cantando para celebrar el triunfo del amor, tanto filial como de pareja. Ese ruiseñor, que representa la poesía encarcelada por los tiempos utilitaristas que corren, permanece todo el rato en escena, alicaído y triste, sin cantar. En un momento dado, incluso se le tienta acercándosele un clavel, pero no parece reaccionar. El clavel es aquí el Arte corrupto, manoseado por el capital, que ha perdido su forma original. Y como gran metáfora final, el pájaro arranca a cantar cuando es regalado a la niña, cuando se siente identificado y adoptado, amado de nuevo por la inocencia, única manera de que la poesía, para el modernismo, pueda triunfar.
Todos estos elementos conforman la obra Luz, que si bien alberga buenas intenciones, se muestra demasiada encarcelada (como el ruiseñor) y deudora de una serie de máximas del momento que la hacen plana, de escaso recorrido, con personajes poco creíbles, con una acción sin interés y cuya publicación en tres entregas contribuyó sin duda a su dispersión y a quedar en el olvido como una obra menor de un teatro modernista que tampoco estuvo nunca llamado a marcar elevadas cotas literarias.
Triste obra alejada del espíritu del teatro, justamente olvidada y olvidado su autor, pésimo y plúmbeo, encasillado y repleto de lugares comunes y que, además y por motivos personales, me acerca a la cabeza algunas turbulencias no del todo recomendables.

viernes, 15 de julio de 2011

Labia -Eloy Tizón-.




LOS ESCRITORES SON BONZOS QUE SE QUEMAN

Labia fue la segunda novela de Eloy Tizón y está escrita con la técnica de las cajas chinas: historias que contienen historias, unas dentro de otras, y que se complementan. En el interior de las cajas se descubre, desde el recuerdo escrito treinta años después y con diferentes perspectivas narrativas, la peculiar visión que un niño tuvo del mundo. Es un mundo lleno de estímulos y de maravillas por descubrir, donde la papelería del barrio, el estudio de un pintor, la ciudad de París y los salones de un café, aparecerán cargados de fantasía y misterio.
Bajo este prisma, los personajes que habitan en la memoria del protagonista están deformados hasta la exageración, con una deformación propia del esperpento, con todo lo que el esperpento tiene de amargo y de triste, con ese punto de humor ácido o negro. Son vidas herméticas, todo un mundo absurdo de frustraciones, historias que terminan estrellándose contra la realidad de la gran capital. Porque la ciudad juega un papel fundamental en Labia. Ya sea Madrid o París, la ciudad es otro personaje más cuya función es la de aplastar al individuo.
Detrás de esas historias se encuentra una reflexión mayor: una reflexión sobre la literatura. Eloy Tizón se plantea en esta obra si no serán todos los libros el mismo libro; todas las novelas la misma novela; todos los personajes el mismo personaje y por eso, todas las vidas serán las mismas vidas encadenadas unas a otras… y si los escritores tendrán capacidad para recrear eso en sus obras. Si lo consiguen, se produce como un estallido y entonces “los escritores son bonzos que se queman” (pagina 38) porque, cuando eso ocurre, se incineran en la propia dureza del oficio de escribir. Máxima que descubre el protagonista del libro cuando, empeñado en transcribir sus recuerdos, concluye que “el arte y los artistas son una anomalía en la vida y para ellos no hay sitio” (página 22).
La novela, alimentada con el juego de la variedad de puntos de vista, ofrece en este aspecto una de sus mayores complejidades. Su protagonista, personaje anónimo al cual se dirige incansablemente un narrador, unas veces actúa directamente en los sucesos del texto, otras se limita a ser espectador y en ocasiones hasta una mera referencia lejana. Le hablan las diferentes voces a lo largo de la novela –un narrador omnisciente, el padre, la madre, el profesor de pintura, un escultor fracasado…-, inmerso en un caos narrativo, en una labia desbordante que se exacerba cuando decide tomar la palabra y unirse al juego con su discurso en primera persona.
Tizón recurre en su texto a ciertos tics, como el uso de largos paréntesis y la sobre adjetivación (por ejemplo “el silencio homicida de los árboles nevados” –página 23-). Además, intenta ubicarse en una extraña postmodernidad urbana de barrios con descampados y pintadas, bingos y torres de alta tensión, que choca con los personajes que tienen muy poco de postmodernos –el profesor amargado y solitario, el artista esquizofrénico víctima de su propia creación o el ambiente decimonónico del café literario al viejo estilo de las estampas recreadas por Camilo José Cela-. Es tal el peso que adquieren esos personajes que el protagonista queda diluido en ellos. Será otra tesis literaria del autor: lo importante es lo que ocurre y cómo ocurre en la novela, no a quién le ocurre.
Eloy Tizón construye una novela a veces metaliteraria, al ser reflexión de la literatura misma y del alto precio que conlleva la creación artística, una especie de juego aprisionado en cajas chinas por donde rebosan la verborrea, la imaginación y el gusto por el oficio de narrar, en donde el escritor es un relator de historias al servicio de ellas.

jueves, 14 de julio de 2011

Cartas a un joven novelista -Mario Vargas Llosa-.




CUANDO SABÍA (Y QUERÍA) ESCRIBIR NOVELAS

Debo confesar que este ha sido un libro que me ha acompañado, como texto de cabecera, desde que lo descubrí en 2003. En él, Mario Vargas Llosa desgrana una auténtica tesis literaria de cómo debería elaborarse una novela. En capítulos que remedan cartas, una correspondencia entablada con un supuesto aprendiz de escritor –el joven novelista-, se desgranan las interioridades que constituyen las claves del lenguaje literario y de la composición.
Destacan los capítulos que dedica a la “forma de la novela” (así lo llama), al estilo, al narrador, al espacio y al tratamiento del tiempo. Del estilo afirma que es el ingrediente esencial de la forma novelesca ya que las novelas están hechas de palabras, de modo que la manera en que un novelista elige y organiza el lenguaje es un factor decisivo. Y es tan importante que no importa que el estilo sea correcto o incorrecto, sino eficaz. ¿Y qué define a un estilo eficaz? Es aquél capaz de insuflar una ilusión de vida, de verdad, a las historias que cuenta. Como ejemplos, el Ulises y Cortazar, estilos repletos de vida que reventaron los cánones de sus goznes.
Así, la variedad de problemas a los que debe atender el escritor a la hora de afrontar una novela son, según Vargas Llosa, el narrador, el espacio, el tiempo y el nivel de realidad. El narrador, el personaje más importante de todas las novelas y del que, en cierta forma dependen todos los demás, el que cuenta la historia, no debe ser identificado con el autor, el que la escribe. Ese es el primer paso maestro para comprender la peculiar idiosincrasia del narrador novelesco. Porque el narrador es un ser hecho de palabras y sólo vive en función de la novela que cuenta y mientras la cuenta.
Tiempo y espacio se dan la mano íntimamente en la narración. Todas las novelas se construyen desde una posición de tiempo cronológico y con una especial percepción del llamado “punto de vista temporal”, el lugar en donde se localiza y desde donde nos habla el narrador. Y como gran ejemplo, el monumental Tristam Shandy y, para mi alegría, El Tambor de Hojalata de Grass. O la propia abolición del tiempo, en Rayuela.
Después, Vargas Llosa dedica unos capítulos a varios recursos técnicos: las mudas, el salto cualitativo, las cajas chinas, el dato escondido y los vasos comunicantes. En las mudas se encarga de los diferentes tránsitos que experimenta una narración como uno de los recursos más antiguos que se emplea en la estructura de las narraciones. Estas mudas pueden ser de espacio, tiempo o a nivel de realidad. La muda espacial, el cambio de perspectiva en el relato, es un recurso fundamental en la novela del siglo XX. Como ejemplo está Faulkner y su novela Mientras Agonizo.
Por su parte, la caja china o muñeca rusa, una historia dentro de una historia mayor y a su vez dentro de otra, y así sucesivamente, no puede ser algo mecánico si queremos que funcione. Las Mil y Una Noches son uno de los grandes ejemplos de esta técnica. En cuanto al dato escondido, consistente en suprimir el hecho principal de la narración, o uno de gran relevancia, esos silencios significativos que deben inventar los lectores. Este narrar por omisión no debe de ser gratuito o arbitrario. Para que la técnica funcione hay que tener mucho cuidado a la hora de esconder el dato, crucial para la composición de la novela.
Por último, en los vasos comunicantes, distintos episodios que se funden entre sí, contaminados y que dejan de ser meras anécdotas yuxtapuestas. El ejemplo se encentra en partes de la novela Madame Bovary y en las Palmeras Salvajes de Faulkner. Historias paralelas que se conectan y que contribuyen a dotar de complejidad la estructura narrativa.
Son, todas ellas, claves de un oficio complicado que, narradas por Vargas Llosa, demuestran que la elaboración de una novela, con sus recursos y diferentes resortes, no se aleja de la arquitectura de una catedral gótica. Y además, reconcilia un poquitín con el arte de la literatura a los que, desde hace ya tiempo, nos viene doliendo tanto.

Si bien Vargas Llosa quizás no haya escrito nada mejor desde La Ciudad y los Perros, o si me apuran, desde Conversación en la Catedral, y porque El Chivo es excesivamente comercial, sobrevalorado, un enorme producto de marketing brillante que funciona muy bien, desde luego, pero producto al final, en estas Cartas el autor se muestra claro y conciso, y demuestra el dominio del oficio, quizás teñido con cierto paternalismo algo perjudicial: porque cabría recordarle a Vargas Llosa que no sólo él sabe escribir novelas, o al menos, dominar la forma de hacerlo.

miércoles, 13 de julio de 2011

Vacas, cerdos, guerras y brujas -Marvin Harris-.





ABURRIDA CUADRATURA DEL CÍRCULO 

Dice Marvin Harris, en las primeras líneas de su libro, que “trata de las causas de estilos de vida aparentemente irracionales e inexplicables” y crea en el lector la falsa expectativa de que el autor será, verdaderamente, capaz de desvelar semejantes misterios. Bien pronto, se viene abajo el horizonte de expectativas creado, pues tras un enorme aparato teórico y práctico, en donde se levantan un sin fin de teorías avaladas por estudios y observaciones, resulta que el objetivo del libro, aclarar esos enigmas, queda disuelto en la parafernalia y el lector compone un gesto de decepción y escepticismo puesto que no termina de comprender lo que ha leído y, lo que es peor, para qué y el porqué lo ha leído.
Vayamos por partes: en primer lugar, el capítulo titulado La Madre Vaca, creo que es un claro ejemplo de esas falsas expectativas que provoca el libro en sus lectores. La verdad es que uno se relame ante el planteamiento inicial de que alguien, al fin, vaya a ser capaz de explicarle a uno los motivos por los cuales las vacas sean sagradas en la India, de que aunque sus habitantes se mueran de hambre no se las coman, y otros tópicos de ese estilo relacionados con el culto: es cierto, la ignorancia que hemos desarrollado como lectores ante ciertos aspectos de la vida se basa en la incomprensión de ciertos tópicos de otras culturas, como el hecho de que los occidentales o europeos no podamos entender cómo se puede comer perro o termitas, aunque este sea otro asunto, que por cierto insinúa varias veces el libro, pero que tampoco trata con la profundidad que sería deseable.
De entre las mayores decepciones del libro, el capítulo dedicado a la vaca en la India ha sido una de las mayores, dado que yo albergaba, junto al relacionado con el cerdo y por otros motivos particulares, un interés especial. Si partimos de la equiparación de la Vaca (con mayúsculas) a nuestra Virgen María, está claro que las expectativas en obtener una explicación lógica y plausible se han difuminado. Después, Harris, despliega toda una retórica que le lleva a dar vueltas en círculo sobre el culto a las vacas y cómo se refleja eso en el día a día de la gente –sin duda, interesante-, pero que no aclara el porqué de los motivos, lo que está esperando saber el lector –o al menos lo que estaba esperando conocer yo-. Porque no me vale con saber que la vaca “es el símbolo de todo lo que está vivo”, como una aclaración al problema. Luego, ya entramos en las libras, en la producción de mantequilla, en la función económica, en que hay pocos bueyes en relación a las vacas, en el “ecosistema”, en la importancia de los excrementos del ganado vacuno, en la agricultura mecanizada y en toda una serie de lugares comunes que, si bien pueden aportar una visión de conjunto, a mi no me terminan de aclarar el porqué, en la India, no se comen a las vacas.
Un par de referencias a Gandhi y su amor por las vacas y una conclusión peregrina, antisistema y antiglobalización, ecológica y fuera de lugar (“de hecho, el calor y humo inútiles provocados durante un solo día de embotellamientos de tráfico en Estados Unidos despilfarran mucha más energía que todas las vacas de la India durante un año”) por lo que tiene de redundante e incluso de hipócrita y oportunista (¿la vaca sagrada interpretada como el automóvil de hoy es acaso una conclusión de calado antropológico?), pone el desilusionante colofón a este capítulo del que, sin duda, esperaba mucho más.
Por semejantes líneas argumentales discurre el segundo apartado, Porcofilia y Porcofobia, del que también, y dada mi intensa convivencia con la comunidad judía durante años –sin yo pertenecer a ella, pero como un mero observador que muchas veces no acertaba a comprender lo que veía- despertaba en mi un gran interés. Por ello, la afirmación inicial de que tanto un extremo como otro (el odio o el amor desmesurado por el cerdo) interpretada como un supuesto de “hábito alimenticio irracional”, ya despierta en el lector español, país en donde se vive una auténtico culto al cerdo, ciertas reservas. Nuevamente, “el enigma del cerdo”, tal y como sucedió antes con la incógnita de la vaca, no será realmente despejado. Y además, para hablar de los fanáticos de los cerdos no era necesario recurrir a exóticas civilizaciones de Nueva Guinea, Melanesia y el Sur del Pacífico, tan sólo habría que fijarse en Guijuelo, por mencionar algún lugar de nuestra geografía patria.
Los motivos de la condena hebraica y coránica a los cerdos se entronca con motivos anteriores al Renacimiento, se intenta equiparar la supuesta suciedad de los cerdos con la de las vacas señalando que pese a ello, estas últimas son sagradas en la India (volviendo a no aclarar esos motivos por los cuales son sagradas y a los que se dedicó un fuego de salvas en el capítulo anterior), y termina amparándose en algunas de las teorías medicas de Maimónides. Es una lástima que Harris no especifique que Maimónides era cordobés, y por ende, durante un tiempo establecido en un país donde los cristianos tenían autentica pasión por el cerdo y donde el hecho diferenciador cultural sería eso, el rechazo musulmán al cerdo… pero bueno, esto es sólo una teoría mía. Discípulo de Averroes, esgrimió en su Guía de la Buena Salud diversas prácticas para favorecer la digestión; algunos preceptos de Maimónides (por otro lado una figura clave del pensamiento de la época con su Guía de Perplejos), nos indican que, sobre algunas cuestiones médicas, su conocimiento era extraordinariamente medieval y habría que pensarse el citarlo de forma ejemplar en ese campo, por muy médico que fuera en la corte de Saladino.
El ántrax, la posibilidad de que el cerdo trasmita la tuberculosis –olvidándonos de la triquinosis- el nomadismo hebreo, los chascarrillos acerca de expresiones como “sudar como un cerdo” que bien poco aportan a la solución del enigma, contribuyen, una vez más, a sacar la cabeza caliente y los pies fríos, sin solución posible al misterio y con la impresión de que Harris está elaborando una especie de encaje de bolillos argumental sustentado en nada.
En este sentido, particularmente irritante resulta el capítulo titulado La Guerra Primitiva, una reflexión sobre la irracionalidad del conflicto edulcorada con unas indigestas fórmulas de Rappaport y unas cuantas referencias a los maring y los yanomamo. Sin necesidad de recurrir a esto, Todorov y Sebald obtienen unas conclusiones mucho más relevantes y sustanciosas en sus ensayos, privados de tanto academicismo.
Para mí, el capítulo más interesante del libro es El Potlach, una buena reflexión sobre “el impulso de prestigio” de los aborígenes de la isla de Vancouver, toda una exposición de los motivos humanos del orgullo, el agradecimiento, el desagradecimiento, el estatus y la envidia, sazonados con algunas anécdotas francamente ilustrativas como la del buey, y una leccioncita sobre la “reciprocidad” de enorme interés.
No querría acabar esta reflexión sobre el libro sin hacer referencia a los capítulos dedicados a las brujas, ubicados al final. Si bien resultan quizás de lo más entretenido (y por cierto me sorprendió encontrar entre las citas y en la bibliografía final a un historiador como Hugh Trevor-Roper, que yo exclusivamente conocía por sus estudios sobre el nazismo), en muchas ocasiones caen en lo anecdótico y en lo más sórdido de la persecución a la que fueron sometidas. Si bien eso también ocurre en el clásico de Caro Baroja sobre las brujas (por cierto citado por Harris entre la bibliografía final), creo que en el libro del español hayamos mucha mayor información y reflexión acerca de cómo se persiguió, y porqué, a las brujas. Aunque ni siquiera sé si era este semejante objetivo de Harris.
En conclusión, Marvin Harris se propone darnos unas explicaciones a una serie de enigmas (desde los alimenticios, pasando por los religiosos, para alcanzar los culturales) que ni de lejos alcanza a explicar. Amparado, o más bien debería decir parapetado, en un estilo alambicado y aburrido (cuya parte de mérito no niego a su traductor Juan Oliver Sánchez Fernandez), Harris nos convence de que va a ser capaz de demostrar la cuadratura del círculo antropológico y, lamentablemente, al final de la lectura, sólo él parece creerse el haberlo conseguido. Y tampoco es que lo haga con mucha fe si nos atenemos a ese exordio final, a modo de epílogo, con el que nos penaliza.

El libro, que pretende pasar por serio y riguroso, es un tostón la mayoría de las veces, pero no tan dañino como el de Barley, aunque no explique ni aclare absolutamente nada de lo que promete en su personal cuadratura del círculo pedante y aburrida.

sábado, 9 de julio de 2011

El antropólogo inocente -Nigel Barley-.




LA ANTROPOLOGÍA NO SE MERECÍA ESTO


Mal libro este para aproximarse por vez primera a la antropología. Y un flaco favor que le hace el prólogo de Alberto Cardín, del cual podemos inferir que nos encontramos ante una obra magna que aúna investigación y diversión, ciencia y sentido del humor puesto que, nos dice, “pocas veces se habrán visto reunidos, en un libro de antropología, un cúmulo tal de situaciones divertidas, referidas con inimitable humor y gracia, y una competencia etnográfica tan afinada”. Pues bien, maldita la gracia.
Si las situaciones antropológicamente divertidas que se narran, que tan descacharrantes le parecen al prologuista –y lo mismo deben resultarle al autor- son un compendio de lugares comunes relacionados con el sexo, las funciones corporales, los asuntos más escatológicos posibles, y salpicadas con alguna reflexión al más puro estilo inglés, bien puede uno entonces creer, tras la lectura de El Antropólogo Inocente, que en un episodio de la periclitada serie del cómico británico Benny Hill se encuentra, al menos, la misma cantidad de antropología que en dicho libro.
Porque el problema no radica en este pésimo mal gusto, sino en que cuando el autor pasa a referirnos el leit motiv del libro, esto es el comportamiento y algunos ritos, la vida de la comunidad dowaya, la lectura resulta plana, tediosa y embarullada, consiguiendo Nigel Barrey que no entendamos ni una palabra del ritual de las calaveras o que acabemos absolutamente hasta la coronilla de la circuncisión, sin llegar a entender nada, porque nada aclara, de ese comportamiento que parece ser clave para los dowayos. Como texto antropológico tiene muy poco recorrido, y mayor calado y rastro encontramos en algunos poemas de Bruno Galindo publicados en su libro África para Sociedades Secretas o en los textos que Ryszard Kapuscinsky –este sí que era un maestro a la hora de entender lo africano- vertió en obras como Ébano. Verdaderamente, comparar a Barley con Durrell, decir que uno hace para con la antropología lo que el otro hizo con la divulgación de la zoología, es hacerle un flaco favor a Gerald, o no haberlo leído nunca.
Tras reponerse a la lectura morosa, a ratos inaguantable, del texto de Barry, el lector se preguntará en dónde se encuentra el mal, el crimen primigenio que hace de este texto un texto execrable. La solución a la pregunta se presenta en las primeras páginas, cuando el protagonista –que no cejará de plantar el foco en sus chanzas, en su devenir que presupone interesantísimo y que aturde con su simpleza y poca originalidad al lector- confiesa que acude a África porque no tiene nada mejor que hacer que iniciar una investigación de campo… y de esa idea desganada nace el tedio, que se extiende como un manto, y que abrazará por completo la obra.
Consciente del aburrimiento, el autor no duda en apoyarse en sucesos y anécdotas que considera desternillantes –y no solo él, también Alberto Cardín- para hacer más llevadera la narración de su temporada pasada en compañía de los dowayos. Anécdotas con su coche, con la construcción de su casa, con alguna cabra, con los insectos, con sus relaciones al hablar con los dowayos y los malos entendidos y los dobles sentidos, las dobleces del lenguaje, que no son sino la sal gorda de una experiencia que, tras leer el libro, alcanzo a entender interesante –y lamento que lo interesante que haya podido ser se le ha extraviado al autor en algún lugar entre su egocentrismo y la humorada fácil-.
El libro destila una autocomplacencia insoportable, una superioridad del protagonista, un estar encantado de haberse conocido que hace difícilmente soportable su lectura. Se presenta así mismo con una falsa modestia muy peligrosa, que le lleva a encarnarse en una especie de súper antropólogo capaz de burlar todos los problemas, ya sean médicos, climatológicos o burocráticos. Y cuando la situación –es decir la narración- parece meterse en un callejón sin salida, siempre puede tirar por los vericuetos de la chocarrería como auxilio. Por mucho que niegue la mayor, Nigel Barrey no puede sacudirse le piel de hombre blanco, con sus prejuicios y su complejo de superioridad, con su larga tradición imperialista de urbanita de la metrópoli, aunque invoque, para erradicar a esos espíritus, las enseñanzas de Malinowski o del sursum corda.
Un buen libro es un hacha que quiebra el mar helado que llevamos dentro, dijo Kafka, o es el que silencia el ruido interior –dijo un editor-; no hace falta ir tan lejos: un buen libro es el que hace que algo cambie entre el antes y el después de su lectura y, con El Antropólogo Inocente, eso no me ha ocurrido. El texto, permanentemente asentado en la anécdota, con cierto tono de hipérbole que lo hace poco creíble, no me aportó nada positivo. Bien es cierto que su prólogo, enalteciendo sus cualidades divertidas, sin duda me predispuso a encontrarme con algo que no aparece ni por asomo, multiplicando así mi decepción.
Mal libro este para iniciarse en la antropología, salpimentado de unas dosis de humor muy sui generis, de unas dosis de cientificismo muy peculiar, adobado de anécdotas que no lo son y de referencias etnográficas apresuradas y embarulladas que se diluyen entre sus capítulos –la mayoría excesivamente largos-. Una pena, porque a la vista de lo leído me pregunto que tal será acercarse a Malinowski, quizás menos dotado para la gracia; quizás sea mejor, pero eso es algo que de momento no sabré, al menos hasta que me recupere del desastre, del hastío antropológico al que me ha sometido Barley tras su sobiteo de la ciencia. Como lector inocente que se aproximaba con ojos curiosos a la antropología no me merecía este libro. Y los dowayos tampoco.

Graciosete hasta lo idiota del texto que imbeciliza a los lectores; un texto dañino y pleno de ínfulas, porque he visto tratados antropológicos de mayor calado en las solapas de las cajas de cereales. Además, el autor se lanzó a redactar una segunda parte de semejante espanto. Por todo ello (y por mucho que me callo), un enorme y antropológico cero.

viernes, 8 de julio de 2011

Vive o muere-Anne Sexton-.




VENAS DE MARTINI

La canción Mercy Street, del álbum So del cantante Peter Gabriel, inspirada a su vez en el poema 45 Mercy Street de la escritora estadounidense Anne Sexton, me puso sobre la pista que desembocó en la conexión entre la propia Sexton y Sylvia Plath –una conexión que iba mucho más lejos de sus respectivos suicidios-.
En 1959 se consideraba a Robert Lowell el poeta más notable de los Estados Unidos. Su primera obra, compleja y tensa, tenía mucho prestigio y había iniciado el proceso de romper con la lírica de estructura rígida. Varias poetas jóvenes se habían desplazado para estudiar junto a él, en Boston, ya que impartía clases. A su seminario asistían Stephen Sandy, Don Junkins, Henry Braun, George Starbuck, Steve Berg… pero el nombre que nos interesa es el de Anne Sexton. Sylvia Plath se interesó por la obra de Lowell ya que era víctima de crisis nerviosas, como ella en el pasado, y decidió apuntarse al seminario en donde, finalmente, coincidieron ella y Sexton.
En esa época, Anne Sexton era animosa y locuaz, relativamente novata en la poesía y en las clases de creación literaria. Era una esposa moderna y atractiva de clase media cuya crisis tras el nacimiento de sus hijas había sido el tema de algunos de sus poemas. A Sylvia le interesó porque sus experiencias vitales era similares a las suyas y se identificaba con lo que escribía, además de que admiraba sus técnicas innovadoras. Todos los años de ejercicio conservador de la Plath se vinieron abajo. Tardó meses en encontrar una dirección poética para su obra como Anne Sexton había conseguido con la suya. Un trabajo de Anne, en el cual se dirigía al psicólogo, terminó de sellar la relación de amistad entre ambas. La poesía y la amistad de Anne Sexton eran algo que Sylvia no podía encontrar en ninguna otra parte, ni siquiera en casa, pues las imágenes y los temas de los poemas de Ted Hughes le eran ajenos. Anne Sexton era ya consciente de su especial competencia como mujer poeta, en ese sentido influyó en Sylvia como no podría haberlo hecho ningún poeta varón.
Además, por esas fechas, la primavera de 1959, ambas compartían otro asunto: Sylvia estaba sometida al tratamiento terapéutico de la doctora Beuscher y Anne Sexton utilizaba el psicoanálisis para conseguir superar la muerte de sus padres –acaecida con escasos meses de diferencia-. Lamentablemente, años después, ambas compartirían destino: el suicidio.
El libro Vive o Muere contiene los poemas que Anne Sexton escribió entre los años 1961 y 1966. Ganó un Pulitzer y representó una ruptura en la poesía de su autora. Es la lucha de Eros contra Thanatos y el único cuyo contenido –más autobiográfico que ninguno otro- su autora aceptó ordenar de forma cronológica. Es la tensión dramática entre la vida y la muerte, entre el deseo de vivir y el fuerte deseo de morir.
Quiero recordar aquí, de entre todos los poemas que aparecen en el libro, el poema titulado La Muerte de Sylvia: escrito seis días después de la muerte de Sylvia Plath, comienza con una invocación casi elegiaca, y un recuerdo a los hijos de la poeta, ahora huérfanos. Pero la que podía haber sido una elegía se convierte en una especie de valerosa carta de amor reivindicativa. Anne Sexton se muestra enfadada: el suicidio de Sylvia va en contra de su carrera, de la posteridad, y traiciona la palabra que ambas se habían dado, puesto que Sexton también deseaba suicidarse y por respeto a su amiga lo había venido aplazando. Tal vez se daba cuenta, en este justo instante, de que ya nada le ataba a este mundo y que sus pasos hacia el suicidio estaban más expeditos que nunca.
A partir de la invocación, el lenguaje se hace más simbólico, la muerte es un batería somnoliento, se mezclan los mundos urbanos y rurales, y el borracho que debería cantar, no canta.
Es bien significativo que en todo el poema la muerte aparece caracterizada como un hombre. En el imaginario de la Sexton, la muerte siempre es un hombre cuando se produce de muerte natural, pero una mujer en el suicidio. Sin embargo, en el caso de Sylvia Plath, Sexton rompe con esta norma: la muerte parece tener una relación con ese visitante masculino de los versos de Emily Dickinson.
Anne Sexton le confesó a su médico que la forma de morir de Plath era la manera perfecta, que le producía fascinación… aunque escribió en una de sus cartas: “¡Su pérdida, la gran pérdida de todo lo que podría haber hecho!“.Para terminar reconociendo que “Sylvia tenía el suicidio dentro de ella, como yo”.

Una gran poeta, innovadora y arriesgada, con venas de Martini y mala baba.

jueves, 7 de julio de 2011

Poesía Completa 1956-1963 -Sylvia Plath-.



DE LA BELLÍSIMA INCOMODIDAD

Muchos críticos de poesía son de la opinión de aproximarse a los poemas o a las obras de un autor o autores ignorando o haciendo caso omiso de sus rasgos biográficos, como si no influyeran para nada en la concepción y en la creación de sus poemarios. Si bien es cierto que cierta asepsia puede ayudar a la hora de no caer en falsas interpretaciones o en retorcidas y complicadas analogías, lo que viene a ser aunar significados de ciertos versos con circunstancias personales vividas por su autor, no es menos cierto que un buen conocimiento biográfico de los hechos vitales de los autores puede ayudar mucho a despejar éste o aquél aspecto oscuro que encontremos en un poema o en una obra, los motivos de porqué la tituló de una u otra forma o incluso la forma en que fueron ordenados los poemas.

En el caso que nos atañe –Sylvia Plath- no he podido librarme de ese biografismo; es más, gracias a él he conocido la poesía de esta mujer que, de otro modo, jamás habría suscitado mi curiosidad. Así que, la circunstancia biográfica que para algunos críticos es casi como una maldición. ha sido el elemento fundamental que me ha llevado a conocer la poesía de esta mujer. Mi primera aproximación a Sylvia Plath se produjo tras ver la película Sylvia (un biopic, para acrecentar mi culpa biografista) protagonizada por Gwyneth Paltrow y Daniel Craig en los papeles de la poeta y su marido respectivamente. Aunque ya conocía el trágico final de Sylvia Plath, fue la escena del suicidio en esa película lo que me llevó a ahondar en su vida –y por ende en su obra-. La vida de Sylvia tenía un final para mí muy atractivo: el suicidio. Fue desde allí, motivado por ese dato biográfico aglutinador, desde donde empecé la lectura de su poesía y es desde ahí, y no desde otro lugar, el único desde donde puedo articular con cierta comprensión –que no certera- una interpretación de algunos de sus versos.

Los poemas del libro Ariel significan una liberación de Sylvia Plath, donde afronta libremente el trauma que le produjo la muerte de su padre, cosa que no se había atrevido a hacer en ningún otro poema hasta la fecha (aunque, obviamente, el complejo estuviera latente). Es un proceso lento y complicado que lleva a la poeta, más allá de un deseo de muerte, a un deseo de resurrección, liberación y renacimiento. El enorme espíritu de culpa le venía de asociar su comportamiento a los estados de salud de los padres, o de bienestar. Cuando su madre cayó enferma una temporada, y estuvo ingresada en el hospital, Sylvia tenía la creencia de que si se portaba bien, si era buena, la madre se repondría pronto. Y cuando no podía jugar porque hacía ruido y el padre descansaba de sus clases de entomología que impartía en la universidad, deseaba ser mala para que el padre se muriera. De ahí, el terrible complejo. Además, la muerte del padre le produjo una sensación de abandono y dependencia que, unidas a su narcisismo, marcarían y arruinarían a veces el futuro de sus relaciones personales. Ese miedo siempre estaba dispuesto a aflorar en el momento más inoportuno.

Sylvia Plath, con sus poemas, transforma los sucesos cruciales de la vida, sobre los que escribe: expresa en su poesía ira y esperanza, también tristeza y alegría. Para ver cómo se refleja esto, he elegido los siguientes textos –todos ellos de 1962 a excepción del último que es de 1963: Papi, Ariel, Lady Lázaro, Talidomida y Los Maniquíes de Munchen.

Papi:

En una lectura emitida por la BBC, la autora se refirió acerca de la voz del poema como “quién habla es una chica con complejo de Electra. Su padre murió cuando ella creía que él era Dios. Su caso es más complicado de lo habitual debido al hecho de que su padre era nazi, y su madre, probablemente, en parte judía. En la hija, esas dos fuerzas se unen, paralizándose mutuamente, y ella ha de representar esa pequeña pero espantosa alegoría una y otra vez, antes de librarse de ella”. En este caso, entramos en un conflicto entre la biografía de la poeta y la voz del poema, puesto que de la explicación de la propia autora se deduce que al escribirlo no se refería a ella misma sino a un personaje que creó como una forma de expresar su rabia y su dolor. Será esta una Electra algo diferente a la que aparece en el poema Electra en la Vereda de las Azaleas, ya que la de Papi suena como burlona, amarga y decidida. No anhela el renacimiento del padre sino una liberación propia. Ha pasado de lamentar la ausencia paterna a maldecir lo que supone para ella esa ausencia, en un salto de madurez, el gran duelo que le supone la falta del padre. Así, lo que en los poemas de Sylvia Plath pueden parecer datos biográficos, son revelaciones súbitas de verdades ancestrales.

Para Xoan Abeleira este es “uno de los poemas más analizados y también más manipulados de todo el siglo XX: unos para defenderlo, y otros para atacarlo”. El propio Seamus Heaney calificó al poema como ”indecoroso”. Según algunos críticos, la concepción de Sylvia Plath con este poema era la de realizar alguna performance, de ahí el reiterativo uso de Papi. Esa función también se encuentra oculta en otros poemas de la autora, como en el que veremos más abajo, Lady Lázaro, y en la mayoría de los poemas de Ariel en donde la autora parece crear una mezcla entre lírica y monólogo dramático –es indudable que estos poemas contienen un gran valor teatral-.

Papi está compuesto de la manera desasosegante que Plath nos tiene acostumbrados: con estrofas donde el último verso enlaza con el siguiente, encadenándolas, como si dejase un lugar para el pensamiento entre estrofa y estrofa. En su idioma original, el poema presenta un ritmo al estilo de una nana, un carácter reiterativo evidenciando la existencia de una mente que lucha por liberarse de las obsesiones, de la obsesión, por olvidar el trauma infantil que una y otra vez está presente en su vida. Tras la muerte de su padre, Sylvia Plath fue estimulada, a los ocho años, con nanas como forma de impulsarla a escribir.

La primera imagen que aparece, impactante y brutal, es la del zapato negro. Se trata del lugar que ocupa el pie del padre, un lugar que no quedará libre –y del que Sylvia Plath no se liberará- hasta transcurridos treinta acomplejados años: la liberación se produce en el momento en que escribe el poema y remata al padre con ello. En los sueños, el zapato, según Freud, simboliza los deseos sexuales reprimidos, en este caso se refiere a un complejo de Electra fuerte que tardó treinta años en superar. También se puede relacionar el zapato con la enfermedad del padre, diabetes, que se engarza con ese “dedo del pie gris” y que fue el primer síntoma de una enfermedad que lo llevo a la amputación de la pierna. El padre, aparece también como una “estatua siniestra, espectral”, en relación al espectro del padre de Hamlet, al que se evoca; en el príncipe de Dinamarca se funden el complejo de Edipo y el de Electra. Además, la figura es tan descomunal que ocupa, desde el Pacífico al Atlántico, todos los Estados Unidos, una monumental cabeza que recuerda a una Hidra. En conexión con la infancia se menciona Nauset: se trata de Cabo Cod, de allí eran los indios Nauset, una zona que la autora identifica con su infancia más feliz y que la presencia omnipotente del padre parece chafar en el poema.

El texto desgrana poderosas y potentes palabras en alemán para recalcar la nacionalidad alemana del padre, o más bien su comportamiento nazi y autoritario –como por ejemplo la interjección Ach, du, también Ich y las palabras Luftwaffe y Meinkampf. Hay que señalar la de Panzer, sin duda, aquí en doble referencia al blindado y al hombre-acorazado o insensible. En esa línea, la de unir al padre con la estética nacionalsocialista, se produce la asimilación del padre con una esvástica negra y enorme en el cielo, en lugar de Dios, y la imagen del “alambre de púas” de los campos de concentración, que menciona en el poema (Dachau, Auschwitz, Belsen). En esa línea, aparece el término “judía”, y es llamativo porque ocupa un papel central el imaginario de la poeta. Muchos críticos y escritores vapulearon duramente a Plath por osar a comparar su dolor con el de los judíos en los campos de concentración. Sin embargo, la identificación de ella con el pueblo judío está íntimamente ligada a su vida y a la concepción del mundo que expresa en su obra. Para ella, y según Tin Kendall, el vasto panorama de la historia humana, desde el niño Jesús predestinado a morir por su propio padre, la quema de los herejes, los campos de exterminio, la carrera espacial, hasta su propias vidas y las vidas de sus hijos, consiste en variaciones de un único tema: el Holocausto. Me atrevería a decir, dado su suicidio y el relativamente reciente de su hijo varón que, al menos en lo particular de sus existencias, no anduvo desencaminada.

“Con un hoyuelo en el mentón”, señala la fisonomía del padre insertada en esta cultura de lo nazi, en donde se interpreta esta marca en la cara del padre, y que Otto Plath en efecto tenía, como una especie de seña cainita, pero también como un defecto en el cuerpo de un higienista nazi –una anormalidad-, amén de que el mentón partido sea un rasgo de dureza. “Yo tenía Diez años cuando te enterraron”, afirma Sylvia en el poema; es un ejemplo de cómo la autora altera los datos biográficos a su antojo. Sabemos que el padre murió cuando ella contaba con ocho, pero aquí busca un simbolismo numerológico que también aparece, como ya veremos, en Lady Lázaro, aunque es este caso jugará con la Trinidad.

El poema termina con la durísima sentencia de “Papi, cabrón, al fin te rematé”, como un vampiro por cuya muerte bailan los aldeanos de los versos anteriores. El exorcismo parece que está logrado, el complejo liberado: la poeta ha podido, al final, matar al padre. Valga como anécdota que también sirvió como carburante para la composición de este poema el odio que ya sentía, por entonces, hacia su marido, Ted Hughes. El texto refleja a la mujer traicionada –independientemente de quién sea el opresor- y que sobrevive para vengarse, ya sean padre o marido.

Ariel:

Es indudable que Ariel fue el caballo de Sylvia Plath en la escuela de equitación de Dartmoor, pero también se han visto en este título diferentes interpretaciones, así como al propio poema. Hay concomitancias con el drama de Shakespeare, La Tempestad –que era uno de los favoritos de la autora y nos consta que lo leyó varias veces en su vida, y en una que le marco especialmente, en la juventud-. Allí, el espíritu de Ariel liberado por Próspero, simboliza la libertad y la fuerza de los elementos. Además, la relación padre-hija de la obra, el océano (muy importante y simbólico para Sylvia en toda su vida) y los poderes andróginos de Ariel son un cóctel irrechazable para el imaginario de la Plath. También se puede hacer una interpretación bíblica, ya que con ese nombre de Ariel, en el Libro de Isaías, se denomina al León de Dios; y que en hebreo también significa altar. En el Levítico se hace referencia a que en este altar se incineraban las víctimas sacrificiales. Y como Altar de Dios también se conocía la ciudad santa de Jerusalén. La cita bíblica la incluyó la propia Sylvia en una acotación de uno de los borradores del poema, por lo que no es desdeñable. Otra cosa será en que clave se pueda interpretar. Otro dato: este poema está escrito el día en que Sylvia Plath cumplía treinta años, algo para ella, extraordinariamente importante.

El poema se inicia con un momento temporal y personal ubicado en la hora más oscura de la noche, poco antes del alba. Partiendo de ese estado de quietud, la protagonista del poema se entrega a una experiencia que concluye con un estado de lucidez desbocada, de éxtasis se podría decir, intensificado por la luz del amanecer. Sylvia Plath hace referencia aquí a una escisión con la Naturaleza que tiene su origen en la muerte del padre –de nuevo- puesto que recordaba esa época como un momento de ausencia, de irrealidad y de estancamiento al no tenerlo cerca. La vida con él, el tiempo suspendido de la niñez, quedó sin cumplirse y sin satisfacerse. Eso es lo que subyace en esa sensación de tiempo suspendido que empapa sus últimos poemas, una sensación que volvió a experimentar a raíz de su separación de Ted Hughes. La referencia a Lady Godiva no puede pasarse sin ser tenida en cuenta: esta mujer, dama sajona del siglo IX, fue famosa, además de por pasearse a caballo desnuda (tal y como narra la leyenda), por su belleza y su bondad. Su nombre anglosajón es Godgifu, lo que tampoco puede ser pasado por alto en un poema donde tanto significado posee el otro nombre: Ariel. Godgifu significa regalo de Dios. Según la leyenda, cuando la ambición se apoderó de su marido Leofric, Lady Godiva le pidió que rebajara los impuestos a los pobres vasallos, cosa a la que él accedió a cambio de que ella recorriera Coventry a caballo, sin más vestidura que su larga cabellera. Ella aceptó el desafío, y los vecinos, en solidaridad, se quedaron en sus casas con los postigos cerrados (así que la imagen de Lady Godiva aún es mucho más evocadora porque refleja a la jinete recorriendo un pueblo desierto o una zona fantasma, sin vida).

El barroquismo del poema queda reflejado en imágenes tan recargadas como la de las escamas, con todo un mundo onírico y simbólico detrás: arrancarse lo inútil o lo superfluo, un cambio de piel, en el original puede leerse la palabra flakes; el proceso de despellejamiento, purificación y renacimiento que experimenta la amazona volando en su caballo. El proceso que la poeta siente sobre el caballo Ariel tiene mucho de renacimiento religioso; el caballo Ariel es una especie de animal de poder, y se va despojando de todo lo inútil mientras se dirige en dirección al sol o “caldero mágico del alba” del que ya Robert Graves, de quién Plath era asidua lectora, habla en La Diosa Blanca como un símbolo de renacimiento y revelación. En el rito de iniciación al caldero se va por la senda de la muerte psíquica, pero nunca por el suicidio, que tiene unas cargas negativas que no posee la palabra morir. Morir implica un renacer, pero suicidarse no. Así que, cuidado con la palabra Suicidal que aparece en el poema y que daría al traste con las anteriores interpretaciones, en cuanto a que se trata de un renacimiento.

Ella, Sylvia, es en el poema una “flecha” lanzada que galopa hacia el amanecer, ¿paradójicamente hacia el suicidio?.

Lady Lázaro:

En la ya referida charla de la BBC, Sylvia presentó el poema con estas palabras: “Quién habla es una mujer que posee el gran y terrible don de poder renacer. Lo malo es que, para ello, primero ha de morir. Ella es el Ave Fénix, el espíritu libertario, o como quieran llamarla. Más también es una mujer buena, sencilla y llena de recursos”. Lázaro, en hebreo, significa con la ayuda de Dios, y Ted Hughes comentó que Sylvia, en la etapa ya final de su vida en la que se encontraba, a menudo se sentía en comunicación con Dios en unos momentos de absoluto vacío para ella. El yo del poema se comporta como un Ave Fénix que renace de sus cenizas. El Ave Fénix es considerado por la tradición como un macho, aunque se trate de un ave, ya que es el Pájaro de Sol. Sin embargo, Sylvia Plath lo ve como una hembra, al igual que D. H. Lawrence, otro de los escritores que ella admiraba. En ese sentido, Robert Graves menciona un tipo de Diosa-Luna que renovaba su virginidad ritualmente, frecuentemente tras asesinar a su viejo consorte y antes de dormir con un nuevo amante, momento en que refresca su virginidad bañándose desnuda en una fuente sagrada. Uno de los borradores del poema hacen pensar que el texto se compuso en esta dirección.

La palabra “celda” que aparece en el poema tiene gran importancia: en varias cartas que escribió a su madre, Sylvia expresó el sentimiento de sentirse encerrada en una celda –así lo afirma en el poema El Carcelero-, e incluso metida en un saco. La segunda vez que intentó suicidarse se encontraba metida en un sótano. La llamaron a gritos y se organizó una partida para buscarla. Y tras la expresión “bebé de Oro” encontramos referencias al mito de Osiris, como sucede en otro poema suyo, Pequeña Fuga. Osiris fue transportado en su barca solar desde su muerte a su renacimiento como niño divino, renaciendo él mismo como su propio hijo en forma de halcón. Según algunos críticos, este es un motivo, el de Osiris, recurrente en la poesía de Plath, como también, esos mismos críticos, encuentran en este poema, ecos de Coleridge. Así que se nos presenta una especie de Resurrección como la de Lázaro, tras un macabro streaptease. Hay que tener en cuenta que después del primer intento de suicido, Sylvia no podía ni leer ni escribir y recibía sesiones convulsivas de electro-choque y tratamiento de choques de insulina. Poco a poco, volvió a leer, a escribir, saliendo como resucitada de todo ese terrible proceso que la marcó de por vida. Escribió este poema tras salirse de la carretera cuando estaba conduciendo –no se sabe si voluntariamente o por accidente- lo que asimiló a sus anteriores intentos de suicidio.

En el poema, la muerte del padre –que aparece de nuevo- se interpreta como una primera muerte personal, con esa implicación activa de la protagonista en la muerte y la visión del suicidio como un trabajo costoso. El papel del padre es bien activo en esa obsesión de procurarse la muerte “Ceniza, ceniza/ Que tu remueves y avivas”. Y de nuevo, todo ello, con la aplicación de imágenes nazis y del Holocausto a lo peor de su mundo, de su imaginario poético; obviamente no son referencias reales, ella estuvo muy lejos de vivir todo eso, pero las usa para reflejar lo más sórdido de sus sentimientos.

Talidomida:

En la época en que este poema fue escrito, la conexión entre ese componente tranquilizante, la Talidomida, y la generación de niños deformes nacidos entre 1960 y 1961 ya era clara. Era un fármaco teratogénico empleado como sedante que en los años sesenta produjo malformaciones en los bebes (y asunto al que ya Sylvia Plath aludió en su poema Tres Mujeres); además existe una muy curiosa connotación en la palabra griega, algo así como “mujercita de su casa”, lo que podría ser una denuncia de la figura en la que Sylvia Plath se había convertido: en una ama de casa abnegada, algo que ella siempre aborreció. Con todo, el título original, bien expresivo también, era Half Moon, Media Luna y, de hecho, la imagen de la media luna aparece al principio, es una especie de ying-yang vista como un negro con careta de blanco. Esa media luna significa que no existe ni embarazo ni fertilidad. Tiene que ver con el ciclo menstrual. Y en ese campo semántico se mueve la mayoría del poema como en “qué clase de cuero me ha protegido”, donde se refiere a la bolsa fetal –no olvidemos que, además, Sylvia tuvo un aborto-. De ahí que me haya inclinado por elegir este poema de imágenes tan descarnadas y brutales que evocan niños tullidos, con todo el drama que eso podría significar para una madre como ella.

El poema describe una forma semihumana y deforme que se interroga sobre sus circunstancias. Es como una pesadilla y hay que crear un espacio donde pueda vivir esa cosa informe. La imagen del aborto, del engendro, del monstruo, aparece en la figura del espejo rajado.

Los Maniquíes de Munchen:

Este poema aglutina, a modo de resumen, lo anteriormente visto en todos los demás, porque recrea los recursos e imágenes empleadas con profusión por Sylvia Plath. De ahí que sea tan significativo en su producción poética.

En la primera estrofa se encuentra el eco de la Talidomida, una declaración de la esterilidad, el útero frío y yermo, como la nieve. Sylvia consideraba la esterilidad como la peor condición imaginable para la mujer: las mujeres como seres débiles e improductivos. De hecho en esta época su marido ya estaba con una relación extramatrimonial que no hacía por ocultar y Sylvia describe a su rival como una mujer “con un útero de mármol”. Así que, los maniquíes son un símbolo de la esterilidad, incapaces de propagar la vida, pero también del fracaso y de la impostura. Aparecen la hidra y el árbol del tejo –la primera asociada al padre, el segundo, como árbol venenoso, era referente en los poemas de Sylvia Plath-. Y los zapatos otra vez. Y los dedos gruesos. Este poema parece conectar directamente con Papi en sus partes temáticas. Y de nuevo los motivos nazis –términos en alemán como Stolz para la construcción del texto-. El teléfono es un objeto negro y fúnebre que dirige las vidas de las personas. Recuerda a esos teléfonos nazis que tanto se han visto en las películas y por los que se imponen ordenes a los que no tienen voz para actuar, a los estériles de voluntad. Pero la muerte también es una esterilidad de la que hace gala el maniquí: un ídolo que se exhibe sin descendencia ni proyección.

Sylvia Plath hablaba de la supuesta relación entre la escritura y estar loca dejando bien claro que, en su caso, semejante relación no existía. Lo que ella escribía procedía de su yo mas cuerdo. Y repitió: “cuando estas loca, estás ocupada en estar loca… todo el tiempo… Yo cuando estaba loca, era sólo eso, una loca”. Y juró que si alguna vez volvía a estar loca se mataría. No podría volver a pasar por todo ello. Así que se decidió a abrir el horno para, precisamente, no tener que volver a pasar de nuevo por ello, como antes Alfonsina se introdujo en el mar o como, Anne Sexton, imitándolas, se ahogaría en monóxido en un garaje. Al estilo de Leopoldo Lugones que, al conocer la noticia del suicidio de su amigo Horacio Quiroga, exclamó que era vergonzoso que hubiera usado veneno, como una “criadita”… para poco después, hacer él lo mismo.

Poeta visceral, rabiosa y genial, su grandísima calidad lírica no le resta un ápice de bellísima incomodidad a sus poesías.