jueves, 30 de junio de 2011

Últimas cartas de Jacopo Ortis -Ugo Foscolo-.




CADENA DE EQUIVALENCIAS

Será en Venecia en donde Ugo Foscolo, se había trasladado en 1792 desde la isla de Zante a la República Serenísima, conozca, más que posiblemente, el Werther. Venecia, durante el siglo XVIII, fue uno de los centros de mayor difusión de novelas italianas, pero también extranjeras, donde se publicaban la mayor parte de las traducciones de los novelistas conocidos como sentimentales, del estilo de Fielding, Richardson y otros como Defoe y, por supuesto Goethe. Venecia era una localidad civilizada y refinadísima, de floreciente vida literaria donde los salones literarios estaban a la orden del día y cosechaban una creciente fama. Entre ellos destacaban los de las dos damas más influyentes, Giustina Renier Michiel y su rival, Isabella Teotocchi. En los salones de estas mujeres Foscolo entró en contacto con la literatura de su época y, por supuesto, con la obra de Goethe.
Sin embargo, a pesar de que Werther le influye notablemente, un elemento que no existe en la novela de Goethe vendrá a inmiscuirse decisivamente en la de Foscolo: la política. La situación política del Ortis vendrá marcada por el Tratado de Campoformio y sus consecuencias, de las que el propio Foscolo será víctima, al tener que exiliarse de Venecia y refugiarse en Milán. Desde ese momento será un perseguido, y eso se trasladará a la novela, al Ortis, que arranca en la víspera de la firma del ignominioso tratado y con la huída del protagonista, Jacopo, de Venecia, para evitar las persecuciones y con una frase lapidaria: “El sacrificio de nuestra patria se ha consumado”. Foscolo pasará a engrosar así, una larga lista de intelectuales que saludaron a Napoleón y que, después, una vez vista lo voracidad del ego del Revolucionario que poco a poco se iba convirtiendo a sí mismo en Emperador y sacrificaba los países que “liberaba”, tuvieron que, no sólo renegar, sino huir de él.
De esta manera, el Ortis se empaña con una desesperación patriótica y un pesimismo nacido en el desengaño de la figura napoleónica –por extensión una creencia de que sólo la fuerza y la astucia gobiernan el mundo, de los que carece el Werther-. Así, el libro se forja en principio como un compendio de las apasionadas experiencias amorosas y políticas de Foscolo, pero ante la inminente llegada de las tropas austro-rusas a Milán para liquidar la República Cisalpina, el libro queda abandonado. Su autor se enrola en la Guardia Nacional de Bolonia, lucha en el frente ligur y conoce en Florencia a Isabella Roncioni, la joven que está prometida con el marqués Pietro Bartolommei, argumento desde ese instante del nuevo Ortis y que entronca, ahora sí, con Goethe y su Werther.
La escritura de la obra es muy activa en el tiempo, conociendo diversas versiones: de 1796 es la primera redacción incompleta de la obra. De hecho, hay constancia de un borrador titulado Laura, Lettere al estilo de la novela de Rousseau y que es conocido como el Proto-Ortis. La segunda redacción es de 1799, la tercera de 1801, la cuarta de 1816 y la definitiva de 1817, repletas todas ellas de adiciones y borrones, en función de los saltos del corazón del autor y de cómo o desde dónde soplaran los vientos políticos.
¿Hasta que punto, como afirmaba Stendhal, el Ortis es “una burda copia del Werther?”. Mientras en la novela del alemán el protagonista dirige sus cartas, sufre y se desahoga con un solo amigo, en la del italiano, Jacopo se dirige a varios interlocutores –criados, amigos, su madre…-. Esta es, ya de por sí, una diferencia fundamental, pero hay, evidentemente, otras. Que también hay semejanzas, es obvio, especialmente en los conceptos básicos y más primitivos de la trama, sin lugar a dudas, pero ambas obras son diferentes entre sí hasta el punto que me atrevería a calificar el Ortis como un espejo del Werther, pero tal vez como uno de esos espejos de feria, cóncavos o convexos, dónde aparece un reflejo deforme, muchas veces más divertido que la imagen real, y siempre diferente.
Ambas novelas se dividen en dos partes o libros, aunque esa división en partes se hace patente en el Ortis únicamente desde la edición de 1816. La acción del Werther transcurre en el periodo de año y medio: desde el 4 de mayo de 1771 –fecha de la primera carta- al 20 de diciembre de 1772; mientras, el Ortis abarca, en su versión definitiva, desde unos pocos días antes del Tratado de Campoformio (el 11 de octubre de 1797) hasta el 25 de marzo de 1799, casi el mismo período de tiempo que la novela de Goethe, pero de una significativa mayor extensión, dada por las disquisiciones y problemas políticos que influyen en la huída y en vagar de Jacopo.
Al adoptar Foscolo el Werther como guía de su obra pretende dotarla de una coherencia narrativa al estilo de la de Goethe, en donde el centro, el motor narrativo, sea el autor-personaje a quién propone, al estilo del alemán, como modelo de comportamiento. Pero de ahí al plagio hay un largo trecho, y ya he hablado hasta el momento y más arriba también, de la diferencia temática de ambas obras, que se bifurcan y alejan irremediablemente una de otra al insertarse en la italiana el factor político. Foscolo sigue a Goethe en su recurso innovador de abolir la multiplicidad de emisores (lo que, ya dije más arriba, llevó a despeñarse al género epistolar), y concentra toda su atención el protagonista solitario. Las cartas de ambos autores, de ambos protagonistas, de ambos personajes, ya son una mera monofonía en las que el protagonista anota impresiones como en un diario personal, consigna sus recuerdos, impresiones, emociones y reacciones, mientras que el destinatario se queda completamente al margen del camino de acción de los sucesos –excepto en la narración de los últimos momentos de vida y el entierro de los protagonistas, donde toman las riendas los amigos en calidad de editores-. Foscolo, simplemente, no podía, como novelista, ser ajeno a este nuevo recurso.
Tanto Werther como Jacopo actúan solos en escena (al igual que los personajes de Alfieri, del que era tan seguidor Foscolo) y, por eso, deben proporcionar al lector todos aquellos datos que en las novelas polifónicas eran suministrados por otros emisores; es decir, tienen que reconstruir un pasado que justifique su presente. Werther romperá el equilibrio hasta la fecha existente entre el protagonista y los personajes volcando el fiel de la balanza totalmente de su lado, pero también quiebra el pacto entre el emisor y su destinatario y entre el lector y la carta. Era necesario que otro personaje rellenara ese vacío para apoderarse de las riendas de la narración: nace así el editor. Y Foscolo recoge esta línea y se limita a seguirla porque, seguramente, era el mejor camino que podría tomar.
Ambos editores asumen sus papeles de cronistas –Wilheim y Lorenzo-, son objetivos con un protagonista que narra desde su punto de vista inmerso en el presente. Sin embargo, después nos damos cuenta de que el editor conoce más de lo que creíamos o nos había dejado entrever, y domina los datos externos que ponen fin a los sucesos, los cambios y altibajos sentimentales de los personajes y sus más íntimos secretos, llevándonos a preguntarnos, en más ocasiones durante la lectura del Ortis que del Werther un desasosegante -en cuanto a lo que posee de fallo estructural- ¿cómo podía conocer eso? Lorenzo, cuyas intervenciones aclaratorias se hacen cada vez más frecuentes y, me atrevería a decir que algo molestas, con el transcurso de la novela, se diferencia de Wilheim en que asume un rol de espectador y de actor, contrafigura del protagonista y encarnación del propio Foscolo. Esta es una diferencia más con respecto al Werther, y una gran novedad foscoliana. En el Ortis concurren tres agentes: Jacopo, protagonista en escena; el lector como voyeur pasivo de la historia; y Lorenzo en sus acciones de narrador y juez. Sólo los dos primeros se hallaban presentes en Goethe, pero no el último, que en Foscolo es necesario para componer una personalidad poliédrica de Jacopo, una especie de autobiografía de su propio autor. Esto tendrá una consecuencia: la obra de Foscolo aparece como más coherente al controlarse la historia desde una perspectiva lírica y subjetiva de las cartas y otra histórico y subjetiva que aporta la visión de Lorenzo, y que convergen en Jacopo tras el que se parapeta Foscolo como autor, protagonista y editor. En Werther la primera persona del protagonista se complementa con la visión del editor que cierra la historia simplemente con sus conclusiones.
En palabras dirigidas al lector al inicio de la obra por boca de Lorenzo Alderani, amigo de Jacopo y editor-recopilador, con la exposición de las cartas y la explicación de los últimos días vividos por su amigo pretende “erigir un monumento a la virtud desconocida (…) que quizá pueda servirte de ejemplo y consuelo”. Lo veo algo alejado de las intenciones de Wilheim en relación a la desesperación de su amigo Werther. Como vimos más arriba, el recurso narrativo ficcional de que aparezca Wilheim dirigiéndose al lector, introducido por Goethe, logra un distanciamiento adecuado entre el lector y los hechos. En este caso es el mismo editor quién ya ha presentado el libro al inicio como una indagación propia. Pero nada más. Y es que el componente político crea un mártir en el italiano y un pelele zarandeado por los acontecimientos en el alemán, que se lamenta: “¿Es preciso que sea así, que lo que constituye la felicidad del hombre, se convierta en fuente de sus desdichas?”. Y considera al hombre como un monstruo: “no veo más que un monstruo eternamente devorando, eternamente rumiando”.
Jacopo es pesimista y trágico. Su carácter incluye un claro matiz político-traumático y la novela se somete a una contraposición entre personajes infelices y personajes mediocres. El peregrinaje de Jacopo es desolador, angustioso, de significado político-existencial; cambia el libro notablemente de una parte a otra. Primero, el drama del protagonista es el de un patriota revolucionario amortiguado por la influencia del Werther: la atracción vitalista configurada por la atracción de la naturaleza y del paisaje idílico y casi hedonista de las colinas Euganeas, la posibilidad de una vida sencilla y natural, el amor imposible con Teresa (la equivalente a la Lotte italiana); después la dolorosa consciencia total del desequilibrio entre sus ilusiones y la realidad hostil –donde empieza a alejarse temáticamente del Werther-, hasta ya no parecerse en nada a la obra de Goethe con un Jacopo que cede la pasión amorosa a la pasión política que le llevara a un ansia de muerte de exiliado muy distante al modelo alemán, emborrachado de bipolaridad, como demuestra en la carta del 13 de mayo: “¿Tengo que decirte esto a ti que tantas veces has tenido que sobrellevar el peso de verme pasar de la tristeza a la loca extravagancia, de la dulce melancolía a la depravada pasión?”.
En donde Foscolo vence a Goethe, en el caso de que en esta comparación literaria tuviera que existir un vencedor y un vencido –no es ese mi objetivo-, es en la permeabilidad poética del italiano, que no se nota en Goethe. Foscolo usa de ritmos ternarios, enlaza continuos endecasílabos en los momentos de mayor lirismo, demuestra que tras el narrador se encuentra una verdadera alma de poeta. Curiosamente, Goethe, recurriendo a una función metaliteraria de la literatura, decide insertar, como parte de la novela, algunos de los Cantos de Ossian que ocupan cierta extensión. Ese mismo recurso metaliterario no es ajeno para Foscolo, pero el poeta, el más lírico, opta por insertar en el Ortis unas partes de una novelita al estilo británico sentimental llamada Historia de Lauretta y que, teóricamente, se encontraba redactando Jacopo. El narrador a incluido una muestra de poesía y el poeta ha exhibido una muestra de narrativa.
Otra función importantísima en ambas obras es la que cumplen la mirada de las amadas, que entronca con Petrarca y Dante, también con la llamada donna de la salud trovadoresca y del dolce still novo. Cuando en presencia de la amada Lotte, Werther expresa que “ella es sagrada para mí. En su presencia desaparecen todas las penas, confusiones, fantasías”, demuestra que allí hay mucho de amor cortés, como por ejemplo en la declaración: “¡Yo, que no conozco otra cosa, ni sé, ni tengo más que a ella!”. Porque, afirma, “ella puede hacer de mí cuanto quiera”. Por su parte, Foscolo se expresa en idénticos términos acerca de Teresa, a la que no duda de calificar como divina criatura y que aparece, como Lotte, siempre rodeada de niños para dar mayor impresión de pureza y virginidad, de santidad. El contacto con los niños, con el pueblo llano, son ambos elementos importantísimos en las dos novelas, puesto que no sólo dotan de realidad y toques de costumbrismo, rebate los ideales clasistas de la época, sino que ayudan a reafirmar las personalidades de los personajes con sus comportamientos en la interacción con otros substratos del pueblo –y aquí los niños pueden entenderse casi como una clase o casta social diferenciada de la que hay que compadecerse, pero también, admirar-.
La continua presencia del suicidio en Werther desde el principio, como una predestinación casi calvinista, le lleva a su protagonista a trufar la narración de admoniciones del tipo: “No veo más final para esta desdicha que la tumba”. Una predestinación de la que es muy consciente el protagonista, que nota como el desastre avanza en su interior, y sentencia: “Del mismo modo que la naturaleza tiende hacia el otoño, se va haciendo otoño en mí y en cuanto me rodea”. Una predestinación divina, como ya dije, sin duda, porque “¡Dios! Tú ves mi miseria y sabrás ponerle fin”. Porque en Werther, como poéticamente expresa, “falta la levadura que hacía fermentar toda mi vida” y para ello no dudaría en cometer cualquier acto: “Cuentan que hay una raza noble de caballos que, cuando se sienten muy sofocados y batidos, se muerden ellos mismos, por instinto, una vena para poder recobrar el aliento. Lo mismo me ocurre a mi muchas veces: quisiera abrirme una vena que me procurase libertad eterna”. Siendo así que “muchas veces me acuesto con el deseo, y a menudo con la esperanza, de no volver a despertar”.
El suicidio en el Ortis viene marcado, sin ninguna duda, por el hecho de que dos hermanos de Foscolo se suicidaron en plena juventud. La gran diferencia del suicidio de Jacopo con respecto al de Werther es que el último parece carecer de la solemnidad alfierana y de toda motivación política. El impulso suicida con su léxico sepulcral, no debemos olvidar que Foscolo, como poeta, sería autor de Los Sepulcros, impregnan toda la obra. Las referencias al desenlace son continuas: “ya que un hombre tiene muchas vías de salvación, y como último remedio la tumba”. De hecho, inicia una comparación con Catón y su suicidio, pero inserta una advertencia, quizás penando que con su libro podría ocurrir como con el Werther de Goethe y advierte: “Cuando Catón se suicidó, un pobre patricio llamado Cocio, le imitó. Al primero le admiraron, porque antes había buscado todas las salidas posibles; del otro se burlaron, pues por amor a la libertad sólo supo quitarse la vida”. El mensaje de advertencia a los imitadores de Jacopo y a su poco honor no puede ser mas significativo. También el latente deseo de cosechar un éxito como el de Goethe con su Werther, obviamente.
En cualquier caso el suicidio de tintes políticos de Jacopo tiene una impregnación titánica de la cual carece Werther en el suyo. Jacopo asegura, totalmente dominado por su romanticismo: “Me dejaré arrastrar por el brazo prepotente de mi destino”. En Foscolo la interpretación última de la muerte de Jacopo es clara, con esa declaración ya está todo dicho, o casi todo, porque, a diferencia de Goethe, el italiano aún se guarda un as en la manga, un último truco que zarandeará el ánimo del lector: la gran sorpresa, el crimen que oculta Jacopo y que lo hace, definitivamente, contrario en todos los aspectos a Werther. Su crimen real. El que arrastra, le remuerde, la culpa absoluta: un asesinato involuntario, un homicidio podría decirse, pero muerte, crimen, al fin y a cabo, en un salto romántico que dinamita el estudio psicológico del personaje. Atropelló a un hombre con su caballo desbocado, matándolo sin remisión. Esa es la culpa que, en un paralelismo político y con su exilio, Jacopo Ortis debe expiar, algo muy alejado de las penas de amor del joven Werther.
Queda claro, pues, que el suicidio, a diferencia del de Werther, no se debe a cuestiones de amor, no es un suicidio por amor, sino que es la única respuesta que le queda al individuo noble y generoso a la continua represión de una sociedad opresora que lo atormenta con su culpa.
Resulta interesante una comparación de los escenarios del suicidio: Werther se dispara en la cabeza por encima del ojo derecho, haciéndose saltar los sesos; a su lado encuentran el libro de Emilia Galloti, la tragedia de Lessing, y un vaso de vino. El suicidio lo lleva a cabo con las pistolas que le pide a Albert, el novio de su amada Lotte, y que el muy idiota, sin advertir las verdaderas intenciones, le presta, sellando así lo negativo de su personaje en el Werther. El suicida es encontrado aún vivo, pero acaba muriendo pese a los esfuerzos por salvarlo –se le practica una sangría que, con la perdida de sangre por el disparo no parece ser la forma más prudente de actuar médicamente en este caso-. Fallece delante de su rival, de Albert –lo que aún resulta peor para la caracterización de este personaje-. Expira a las doce del mediodía. “No le acompañó sacerdote alguno”, acaba sentenciando el libro en su última línea, como para refrendar la inmensidad de su desdicha.
Por su parte, Jacopo Ortis elige un puñal. Eso indica bastante en cuanto a la resolución a quitarse la vida de uno y otro personajes. Indudablemente es mucho más difícil y demuestra mayor convicción el apuñalarse. Del texto se deduce una larga agonía de toda una noche hasta que Jacopo, aún agonizante, es descubierto por su criado. A los estertores asiste el padre de su amada, Teresa –que se ha desmayado al conocer la noticia y se pierde la última escena-. La puñalada era en el pecho, cercana al corazón, y se encontraba en mitad de un charco de sangre. Después se había extraído el puñal y lo había dejado caer en el suelo. Su traje reposaba en un silla y Jacopo estaba vestido con chaleco, pantalones largos, botas y una faja muy ancha de seda ceñida a la cintura (¿al estilo Werther?). Aún tuvo tiempo de gesticular levemente y agradecer la ayuda que el padre de Teresa le brindaba. Después, expiró desangrado porque la herida, se nos dice, no era mortal. La fatalidad de que su criado Michel no encontró al médico –que atendía a un moribundo en un claro designio del destino: Jacopo debe morir y expiar así su culpa-. El retrato de Teresa y, la Biblia, en este caso nada de obras teatrales, presidían la escena. Además, una nota a su madre con las palabras “Expiación”. El amigo, que llegará tarde, no presencia el desenlace, pero en paralelo al final de Werther, nos dice en la línea final de la novela: “esa noche me llevé el cadáver, que tres hombres enterraron en el monte de los pinos”.
Por último, veamos que rastro de la tradición clásica y que influencia de pensadores y escritores de la época se filtran en ambas obras:
En el Werther se encuentran citas al célebre arqueólogo e historiador alemán, fundador de la arqueología clásica, Winckelmann; referencias a Klopstock, el poeta lírico más influyente en el Sturm und Drang; se vierten las poesías del pseudo Ossian; se habla de los fabulistas tan del gusto ilustrado como eran Horacio y La Fontaine; el librito que acompaña a Werther durante sus paseos es una edición de bolsillo de Homero a la que se refiere como su pequeño Homero; también hay referencias a Ovidio, autor muy leído por entonces en las escuelas; se cita al teólogo, filósofo y escritor suizo, Lavater y a los revolucionarios profesores de hermenéutica bíblica: el inglés Kennikot y los alemanes Semler y Michaelis.
Por su parte, el Ortis presenta una mayor profundidad, un mayor calado en cuanto a raíces culturales e influencias de la época y de sus contemporáneos, sin olvidarse de la gran deuda con las tradiciones clásicas griega y latina y rendir tributo a la propia escuela de poesía italiana: así, aparecen menciones a Plutarco, en relación a las Vidas Paralelas, al que en contraposición al pequeño Homero wertheriano se referirá Jacopo como su divino Plutarco; Dante es inevitable –cuya tumba en Rímini incluso visita Jacopo durante el transcurso de la novela-, con pasajes del Purgatorio y Paraíso de la Divina Comedia; como no puede ser de otra manera aparecen Petrarca y su Cancionero, cuya casa incluso se visita como si se rindiera una peregrinación sacro-profana y la identificación Petraca-Ossian es clara y llega a ejercer la misma función que los cantos de Ossian en el Werther; hay referencias a Homero, a Las Metamorfosis y a la Batracomiomaquia; a las rimas de Vittorio Alfieri –importantísimo para Foscolo-; también se menciona a Torcuato Tasso; a Safo –de la que Foscolo era traductor dado su origen griego-; a Wieland, y del autor alemán toma escenas de su Sócrates Delirante, y también hace referencias a sus odas; otras reflexiones están sacadas de El Banquete de Platón; e incluso una cita, reconociendo su deuda, del Werther, concretamente la frase todo depende del corazón, que en la obra de Goethe aparece en la carta del 10 de agosto de 1771 y aquí lo hace en la misiva del 11 de diciembre de 1797; otras referencias son a Pirrón de Elis y al escepticismo; al pensamiento de Hobbes en cuanto al papel opresor del hombre; al de Maquiavelo en El Príncipe; a Karl von Linneo, el naturalista; y a novelistas sentimentales como Laurence Sterne y su Viaje Sentimental; también se refiere al Manual de Epícteto; a las Églogas de Virgilio –en concreto la primera; al poeta inglés de las elegías Thomas Gray; a Lucrecio y su Rerum Natura; pasajes de la Vida de Benbenuto Cellini; los Annales de Tácito; y, por último, la Biblia.
De esta relación se desprende una reflexión: que el Ortis es un libro mucho más profundo que el Werther, que sus referencias culturales y su marco de influencia es mayor y mucho más rico, pero que debe una deuda monumental a la obra de Goethe, sin la cual no hubiera podido existir.
En palabras de Roland Barthes, cuando analiza lo universal del personaje creado por Goethe y el porqué nos toca muy adentro, declara: “Werther se identifica con el loco, con el criado. Yo, lector, puedo identificarme con Werther. A lo largo de la historia lo han hecho ya millares de individuos, sufriendo, suicidándose, vistiéndose, perfumándose, escribiendo como si ellos fueran Werther… Una larga cadena de equivalencias une a todos los amantes del mundo”.
Sin duda ese es uno de los méritos de Werther pero yo, personalmente, prefiero el Ortis, me parece más novela, más compleja, mejor trabajada, con un trabajo psicológico de los personajes muy notable –en particular el de su protagonista- que en Goethe tan sólo se intuye; pero hay que reconocer el mérito al joven escritor alemán que fue capaz de abrir el camino, de desbrozar con sus innovaciones la trocha de la literatura: y así es como se hacen las grandes novelas inmortales, e incluso sus “copias” más adelantadas y mejoradas.

miércoles, 29 de junio de 2011

Werther -Goethe-.



LA IMPORTANCIA DE PEGARSE UN TIRO A TIEMPO

El impacto en Europa de la novela Las Desventuras del Joven Werther fue de consecuencias imprevisibles que, incluso su autor, no podría esperar. Así, el libro gustó a Napoleón Bonaparte que se embarcó a escribir un monólogo al estilo del libro de Goethe, que llevaba siempre como compañero en sus campañas. De hecho, Napoleón se entrevistó con Goethe en 1808 y le confesó que se había leído el Werther en siete ocasiones. Dado su conocimiento de la obra, se permitió hacerle una objeción; Werther esgrimía dos motivos contrarios para suicidarse: el orgullo herido y el amor sin esperanza. Napoleón mantenía la tesis de que esos sentimientos no podían ir juntos y de la mano porque el primero se nutría de la arrogancia y el segundo significaba abandono y humildad generosa. Es decir, que en el personaje se daba una contradicción de orgullo y humildad y, tan sólo uno de esos sentimientos, deberían haber llevado al protagonista al suicidio.
Ese era el problema del éxito de la novela de Goethe, que la gente la había hecho tan suya que se permitían todo tipo de opiniones, cuando no desmanes, con la obra. Por ejemplo, Nicolai Friedich, se decidió a cambar el final de la novela por otro de final más alegre –de hecho la nueva versión se llamaría Las Alegrías del Joven Werther- y en él, el marido de Lotte, Albert, le prestaría sus pistolas cargadas con sangre de pollo para evitar el suicidio y, después, le cedería gustosamente a su propia esposa. Esta no era sino una ramificación de la Werther-Fieber o furor wertherinus desencadenada que, según se estima, acabó con casi dos mil lectores que no se limitaron a vestir igual que el héroe de Goethe –chaqueta de frac azul, chaleco amarillo, camisa abierta, pantalones blancos, botas altas marrones, sombrero redondo y pelo sin empolvar, el lacito rosa en el atuendo femenino como el que llevaba Lotte en el día en que conoció a Werther- sino que lo imitaron hasta en el suicidio final, de un disparo y con un libro abierto ante ellos, adolescentes que vivían amores contrariados en mayor o menor medida y que interpretaban el Werther como escrito expresamente para ellos porque, tal y como opinaba el propio Goethe: “un destino, fracasado, un desarrollo obstaculizado, deseos insatisfechos no son defectos de una época determinada sino de todo un individuo, y sería triste si cada uno de nosotros no tuviera alguna vez en su vida una época en la que le pareciera que el Werther fue escrito expresamente para él”. Y en eso, el libro, resultó ser todo un acierto.
Esta fiebre suicida desatada con el Werther no era un fenómeno excepcional, ni tampoco el primero, y no resultaría el último. Según Plutarco, hubo una época en Mileto en la cual una epidemia de suicidios de jóvenes tuvo que ser frenada en seco con la exposición pública de los propios cadáveres y parece que el Romeo y Julieta de Shakespeare inspiró a un buen número de jóvenes, ellos empleando el veneno y ellas el puñal. El suicidio era pues, contagioso, tal y como opinaba Durkheim: “ningún otro hecho es tan contagioso como el suicidio”. De hecho, reconociendo esta enorme influencia de la novela de Goethe, el sociólogo David Phillips acuñó el término Efecto Werther para definir semejante fenómeno que define como “un efecto de salud pública donde ocurre un incremento de suicidios vinculado a las coberturas mediáticas a cerca de un suicidio, o bien, suicidios que ocurren en personas inspiradas por la lectura de o por la cercanía con una persona que consumó un suicidio”.
Sea como fuera, la influencia e importancia del Werther se tornó capital en la literatura alemana y, por ende, en la literatura europea. Buen ejemplo de esa sombra proyectada por la obra, no siempre positivo, es el siguiente párrafo que se puede leer en el Anton Reiser de K.P.Moritz: “La lectura del Werther, tantas veces repetida, le hizo retroceder mucho en cuanto a estilo y rendimiento intelectual, porque a fuerza de releerlos, los giros e incluso las ideas de aquel escritor acabaron siéndole tan familiares que muchas veces los tomaba por suyos e incluso muchos años más tarde, en los ensayos que escribía, tenía que luchar con reminiscencias del Werther, lo que también le sucedió a diversos jóvenes que se formaron a partir de entonces”.
En esta línea, pronto empezaron las imitaciones. Por ejemplo, las novelitas del francés Charles Nodier, con mayor ingenuidad que calidad, hasta llegar a la obra que nos atañe en este trabajo y que, a la sombra del Werther, alcanzó, sin duda, mayor calado literario: Las Últimas Cartas de Jacopo Ortis, del italiano Ugo Foscolo. Las consecuencias del Werther supusieron la popularización de la novela en Alemania, género por entonces poco conocido. Como ya se habló, Goethe, con su mezcla de descripciones ficticias de hechos y vivencias, desencadenó una fiebre lectora por una clase de literatura que relegó durante un tiempo a un segundo plano el drama, la fábula –tan de moda en la Ilustración- y la poesía, todas ellas, y sobre todo la lírica, lecturas muy de moda en la época. Así, la aparición del libro en la feria del libro de Leipzig de otoño de 1774 supondrá un hito en la obra de Goethe –a la sazón de veinticuatro años- y el comienzo de una nueva era en el campo literario alemán y el triunfo definitivo del primer grupo autóctono alemán: el Sturm und Drang. Werther acabará con el carácter eminentemente y casi únicamente receptivo de la literatura alemana, que había subsistido hasta entonces a base de modelos vecinos (autores franceses e ingleses). Goethe derriba las barreras fronterizas y la admiración, el entusiasmo o el escándalo que logrará con su obra marcarán el comienzo de un clasicismo literario alemán y la inclusión de las letras alemanas en el mundo europeo de las literaturas universales. Esta nueva literatura sentimental se alzaba sobre la base ilustradora de denuncia y protesta contra unas circunstancias y una moral instituida, lo que la convertía, amén de en una revolución literaria, en una literatura nacional. Werther cruzará fronteras, escandalizará en Inglaterra, hará época y provocará euforia en Francia e Italia, pero llegará con un gran retraso a España. Alemania tendrá así, por primera vez, desde la Edad Media, una literatura propia, por vez primera europeizada e internacionalizada.
La obra, desde su presentación en Leipzig en 1774, no dejará de conocer reimpresiones de la mano de la polémica e, incluso, de la parodia, y Goethe, para su pesar, será inmediatamente identificado como el autor del Werther, sambenito que no logrará sacudirse ya ni a pesar de su enorme e importante, por no decir crucial, producción artística y literaria –repleta de lírica de enorme nivel, de dramaturgia fundamental y con una obra de las dimensiones del Fausto-. Pero el público es caprichoso. Así, durante su estancia en Italia la gente la asalta por las calles interrogándole sobre todo tipo de dudas referentes al Werther. Si el personaje había existido de verdad, si él lo conoció, acerca del paradero se su tumba, en fin, queriendo saber si era verdad todo lo narrado en la obra y en dónde se encontraban los límites de la verdad y de la ficción literaria. Y en medio de esa oleada de éxito Kestner, quién peor parado sale de la novela, formuló su quejas a Goethe, que se vio obligado por todo ello a revisar la novela y preparar una segunda versión que no cambiaría en lo fundamental y que aparecería en 1787. Werther se seguirá suicidando –era uno de los aspectos peliagudos de la obra- ya que tras su relectura Goethe sigue siendo de la opinión de que eso era lo que mejor podía hacer su personaje al final porque, como expresa en la carta del 22 de mayo: “siempre conservará en su corazón el dulce sentimiento de la libertad y podrá dejar esta prisión cuando le plazca”.
No debemos olvidar que era lógica la curiosidad en cuanto a los lugares que aparecen en el Werther. Sobre los lugares de la acción Goethe suministra poquísima información en el texto, es muy parco a la hora de nombrar los topónimos –muchas veces emplea abreviaturas, cuando no obvia por completo cualquier pista limitándose a decirnos de una u otra ciudad que, apenas, es desagradable… y lo mismo hace con el pueblo natal del protagonista o la ciudad donde empieza a trabajar como secretario de legación. Paradójicamente, cuando se decide a revelar un nombre, como es el caso de Wahlheim, recomienda con nota a pie de página que es inútil el esfuerzo, una pérdida de tiempo completa el tratar de localizarlo en el mapa porque nunca lo encontraríamos. Sin embargo, el lector, no puede pasar por alto ese detalle, una localidad nombrada en un mar de abreviaturas, y los más avezados pronto asignaron a Garbensheim la cualidad de Wahlheim, aldea próxima a Wetzlar y, por concomitancias, dedujeron que Wetzlar era la anónima ciudad del Werther.
Semejante popularidad le llegará a Goethe al acertar en la plasmación de los sufrimientos, penas y alegrías del joven Werther, conciliados con la forma narrativa de moda en la literatura europea de su tiempo: la forma epistolar. Goethe no hace sino perfeccionar la senda marcada por Richardson y Rousseau, pero expurgando las cartas de su novela del didactismo del inglés y del artificio del francés. El subjetivismo alcanza en Werther su grado máximo; la carta como medio de comunicación de noticias, de sentimientos y de vivencias íntimas, adquiere ahora ese aire de misticismo, de vehículo de confidencias, de reveladora de secretos recónditos. Goethe obtiene un mayor efectismo al sustituir por el monólogo el diálogo entre los amantes, tan habitual en las páginas de Richardson y Rousseau. De hecho, Wilheim, el destinatario principal de las cartas de Werther, se mantiene siempre en una penumbra velada (únicamente dos cartas del libro van dirigidas a Lotte o a ésta y a su marido y muy rara vez se deja entrever alguna respuesta de Wilheim a las cartas de su amigo y suya es la información que nos facilita, al final y disfrazado de editor, sobre los últimos acontecimientos en la vida de Werther. Sin pretenderlo, no creo que Goethe eligiera el género epistolar por este motivo, las vivencias y experiencias de Werther plasmadas y transmitidas a través de las cartas –un intermediario familiar y eficaz a la vez, directo y humano- son como jirones, pedazos o retales de la vida del autor puestos a secar en las páginas de su obra como jugosas tiras de cecina vital que hacen al ávido lector de confidencias más comprensible la vida propia y la ajena.
La gran profusión de novelas epistolares durante el siglo XVIII se debe, en gran medida, a que la carta permite analizar los sentimientos en el momento mismo que éstos nacen y se desarrollan, a la vez que facilita la captación de infinitos matices, de estados contradictorios y conflictivos, de inmediatas intensidades emotivas. Responde, en definitiva, a la necesidad de autenticidad y de expresión de sí mismo con que el se humano, a las puertas de la edad moderna, busca una nueva definición de sí en un mundo sacudido por la crisis de los valores sentimentales. No es, pues, una casualidad que sea la fórmula que adopten los autores de la llamada novela sentimental, desde las Cartas de una Peruana, de Madame Graffigny, hasta las Cartas de Fanny Buttlerd, de Madame Riccoboni –que influyó en la obra de Foscolo-. Aunque en ellas, el sentimiento, o tal vez la sensibilidad, se configura como el valor clave, alrededor del cual el yo se reestructura buscando el sentido de sí mismo en los valores del mundo íntimo y subjetivo de los deseos y de las sensaciones; en una palabra: de las pasiones.
En este sentido, parece que incidió más la obra de Rousseau en Foscolo y la de Richardson en Goethe, ya que el británico se sirve de la epístola para describir ambientes y detalles de la vida cotidiana y pintar cuadros de costumbres reflejados en el Werther, mientras el francés se fija más en una vida emotiva, en sus sutiles entresijos desbocados, más del gusto de la obra del italiano.
Será gracias a estos recursos literarios, innovadores y atrevidos para la época (algunos críticos se atreven a hablar de un “monólogo interior” en las cartas de Werther, yo no me atrevo a tanto) la novela se viste con un gran valor documental que le proporciona una sólida pátina de autenticidad. Qué decir del montaje narrativo: el romance amoroso sirve, habitualmente, como un pretexto para intercalar todo tipo de reflexiones sobre aspectos trascendentes de la vida y de las relaciones humanas. Así cómo retratar con avidez la realidad de la sociedad de la época. Los estilos se alternan, se aceleran o se frenan los acontecimientos en su ritmo, para lo cual Goethe no duda en intercalar los cantos de Ossian o historias paralelas –como la del criado y sus amoríos desastrados-. Incluso un cierto desorden narrativo dota de espontaneidad, con ello de credibilidad, naturalidad e incluso de mayor dramatismo a la acción.
Así que Werther causó sensación casi sin que ni su autor ni su editor se lo propusieran –al menos no en la forma en que triunfó-. Goethe atribuye semejante éxito al talante de la generación de entonces, un talante binario que mezclaba lo pesimista y lo sentimental a partes iguales y que “atormentada por pasiones insatisfechas, sin estímulos externos para acciones importantes, con la única perspectiva de tener que mantenerse en una vida burguesa que se arrastra sin espíritu alguno, estaba también abierta para una enfermiza locura juvenil”. Los elementos de novela inmoral en defensa de inmoralidad, de escrito antirreligioso que proclama la necesidad de una religión, necesariamente debían cosechar eco y éxito en una sociedad como la descrita por Goethe. Eso, y el sensacionalismo del libro, porque se atrevía a poner en tela de juicio los periclitados convencionalismos sociales del momento: era escandaloso arbitrar un discurso sin tapujos a favor o en contra del suicidio –en el texto se plasma un larguísimo diálogo sobre lo legítimo o lo inmoral de semejante práctica-, o a favor o disfavor del delito (concretamente del hurto por necesidad), con cierto aparataje de leguleyo en el que se vislumbraba al fondo –o no tan al fondo- que Goethe había estudiado leyes. En resumen, una novelita que ponía ante los ojos del lector la crisis de valores de una sociedad que arrastraba a la juventud a soportar el enorme tedio que era vivir la vida.
Con semejantes mimbres, el espíritu revolucionario e inconformista del Werther se manifiesta en una continuada actitud –mesurada eso si, en la mayoría de las veces- de rebeldía del protagonista en contra de las norma preestablecidas. Será la Naturaleza –en esa especie de ecologismo roussoniano del que se apodera Goethe- una compañera y confidente del atribulado personaje y se pone de manifiesto, así, el enfrentamiento y la lucha individual del individuo con una sociedad que busca dominarlo a su voluntad.
Y lo verdaderamente revolucionario, para mí, es que cuando Werther rinde visita al viejo pastor, o coge sus pinceles o su libro y se mezcla con la naturaleza, en la plaza del pueblo entabla conversaciones con los criados o juega con los niños de una madre, es entonces, el momento en que Goethe, por boca de Werther, su Werther, se coloca en mitad del meollo del problema social, no se abstrae de la realidad, realmente se pone a la altura de esos personajes, entre ellos, alejado de las pantomimas de la alta sociedad y de lo carnavalesco de los salones nobiliarios. Eso es lo verdaderamente revolucionario del texto que se convierte así en denuncia de las relaciones de los niños con sus padres y preceptores, de la educación en general, en un alegato en contra de la tiranía, el autoritarismo, la subordinación, pro también contra el mal humor y la pereza de espíritu, enarbolando una bandera de igualdad del individuo que tiene derecho a la paz, a la alegría, al amor al fin, a vivir en paz sin sometimientos –y en ese aspecto la religión y la moral establecidas siguen teniendo atado muy corto al individuo por mucha Ilustración teórica y en manos de unos pocos-.
Werther, posteriormente también el Ortis, serán producto del nuevo auge dado al sentimiento, el triunfo de la razón sobre la razón. En palabras de Herder: “la nueva sensibilidad deja de ver sólo a través de los ojos, para mirar, principalmente a través del corazón”, es decir, defiende una literatura del "yo"”. De esta manera, la pasión ocupa el lugar de la razón y, por ello, a la hora de escribir será una condición necesaria que el autor sienta intensa y profundamente. Y para que el lector pueda sentir las pasiones desatadas y desbocadas de los personajes en vez de detenerse a reflexionar sobre ellas –esto es, que sienta el tiempo interior de los personajes-, es necesario que el narrador recurra a la primera persona en tiempo presente y no a la tercera, ya que de este modo autor y personaje viven día a día un destino abierto cuyo final ignoran. Conocen su pasado, ignoran su porvenir y se acercan vertiginosamente a él, inexorablemente, a cada página, párrafo, renglón, palabra. El lector se ha convertido, así, en contemporáneo de la acción y la vive a la par que el autor la escribe y el personaje la sufre.
Por este motivo, la novela epistolar sufre una evolución que conduce a su extinción: pasa de ser un intercambio de cartas a una larga serie de cartas de un único remitente, sin respuestas, dejando de ser epistolar para convertirse en una suerte de diario. La metamorfosis se inicia con la Pamela de Richardson, se afianza con el Werther y se generaliza con sus copias –el Ortis, por supuesto, entre ellas-. Es curioso que el origen de esto sea el espíritu del novelista del siglo XVIII, que fiel a las ideas de la época y a la herencia ilustrada, se niega a que la novela se quede en eso y trata de presentar algo que vaya más allá: una colección de documentos, testimonios, algo que dé voz directa de la realidad y no sea una mera ficción. Y que así desvirtúe por completo el género epistolar haciéndolo pasar, no como producto de un novelista, sino como emanación de personajes reales que han vivido y escrito. El artificio conferirá verdad a los personajes ya que a ojos del lector el narrador resulta más real y cercano que la tercera persona. Es la ilusión de realidad instaurada por el autor con el tácito acuerdo de sus lectores. Además, para garantizar esta ilusión de realidad, el autor se sirve de otros recursos, como presentarlas en desorden e, incluso, con errores e incorrecciones.
La novela de Goethe es, en gran parte, autobiográfica; basada en sus propias experiencias tras sufrir un amor no correspondido. Llegó a Wetzlar (lugar que no menciona en el libro, pero que es en donde ambienta la novela), como un abogado de veintidós años. Allí, se pasó más tiempo enfrascado en la lectura de Homero y en las charlas filosóficas con los amigos que trabajando. A las pocas semanas conocería a Charlotte Buff, de sobrenombre “Lotte”, en un baile celebrado en una pequeña aldea vecina. Ni que decir tiene que le unirá un gran parecido con la Charlotte novelesca, una muchacha al cuidado de sus nueve hermanos menores tras de la muerte de la madre. Goethe ignoraba que Lotte se había comprometido con Johann Christian Kestner, un joven en la cumbre del éxito. Pese a la decepción que experimentó al enterarse del compromiso, Goethe se convirtió en amigo de la pareja y pasó un verano idílico junto a ellos. Por encima de sus sentimientos, de lo mal que pudiera llevar el compromiso de Lotte, sólo tuvo admiración y respeto para con Kestner. Casi al fin del verano, Lotte le advirtió a Goethe que no debía esperar absolutamente nada de ella, excepto su amistad. Goethe abandonó Wetzlar en septiembre aunque no rompió sus vínculos con a pareja, con quienes se siguió carteando. Finalmente, Charlotte y Kestner celebraron su boda en abril del año siguiente.
De esta manera, la historia de Goethe y Lotte, por ende la de Werther, no tenía un final infeliz, si acaso, amargo. Sin embargo, el suicidio de Karl Wilheim Jerusalem acaecido en Wetzlar, un conocido tanto de Goethe como del propio Kestner –que para colmo de males fue anunciado a Goethe por boca de Kestner-, vino a cambiar las cosas y el desenlace de la obra. A imagen y semejanza del Werther del libro, Jerusalem era un pintor introvertido y atormentado que se ahogaba en su soledad y contribuyó a alimentar con muchos rasgos de su personalidad el carácter del personaje de ficción, llegando incluso a compartir el trágico y dramático final. De hecho, era Jerusalem y no Werther quien vestía al estilo británico -casacón azul hasta las rodillas, estridente chaleco amarillo de cuero, pantalones de montar y botas altas-. Además, se rumoreó tras su suicidio que amaba a una mujer casada que le había rechazado. Es más, tal y como actuará después Werther, Jerusalem envió una nota a Kestner, informándole de que planeaba hacer un viaje y que, a tal efecto, necesitaba que le prestara sus pistolas. Kestner, ignorante de las verdaderas intenciones de Jerusalém, se las prestó. El criado de Jerusalem se lo encontró muerto a la mañana siguiente y, dicha noticia, así como el entramado del suceso, causaron un fuerte impacto en Goethe, tanto, que influyó de manera decisiva en el desenlace de su Werther.
La novela está escrita como una serie de cartas de Werther a su amigo Wilheim (es posible que eligiera este nombre como forma de homenajear al suicida que inspiraba el leif motiv de la obra). Estas cartas describen, en secuencia, los dieciocho meses del amor enloquecido y no correspondido por Lotte. Cuando Werther se torna en un personaje indomable ya no puede proseguir con el intercambio de correspondencia, Goethe elige el recurso literario de tomar el papel del editor y describir así los sentimientos íntimos del personaje mientras se encamina al suicidio y, como ya apunté antes, más arriba, por toda Alemania los jóvenes imitaban el estilo de vestir de Werther, escribían poemas inspirados en la historia, dibujaban pinturas y litografías de Lotte llorando sobre la tumba de Werther y la localidad de Wetzlar apareció repentinamente en las guías turísticas que mostraban con todo lujo de detalles la ubicación de la tumba de Jerusalem y cualquier otro detalle mencionado en el libro.
A causa de la oleada de suicidios desatados por la fiebre de Werther, la novela fue vista como peligrosa por la censura en lugares tan dispares como Leipzig o Dinamarca –que muy bien informan de su tremenda y uniforme difusión y fortuna-, en donde fue prohibida. Aunque Goethe nunca se consideró responsable de la oleada de suicidios, tal vez para burlar así la censura, en una edición posterior –corregida y aumentada- agregó un poema final, en donde el fantasma de Werther se le aparecía y le sugería al lector que no siguiera su desdichado y erróneo, tan poco edificante ejemplo, solución que no se mostró en absoluto eficaz porque los suicidios continuaron, si cabe, con mayor prodigalidad. Tanto que, se comenta, el propio autor se vio envuelto en la tesitura de extraer de las aguas del Ilm el cadáver de una joven que las aguas habían arrastrado hasta las proximidades de su residencia de verano. Al parecer, un amor desgraciado o no correspondido fue el origen del suicido y un ejemplar de Werther apareció en el lugar de los hechos.
La revisión del libro se filtra a sus páginas, ya que en la carta del 15 de agosto, se dice: “He aprendido también que un autor que hace una segunda versión, diferente de una historia, aunque esté mejorada poéticamente, tiene que perjudicar forzosamente a la obra”, en un claro guiño de Goethe.

Un clásico, en efecto, que quizás no sea tan clásico, con tanto daño que hizo, y aún hace, desbocado y, a veces, hasta cursi. Pero sigue siendo, allá en lo profundo, Goethe.

domingo, 26 de junio de 2011

El Pentateuco de Isaac -Ángel Wagenstein-.




EL HUMOR OS HARÁ LIBRES

-reseña editada en la revista digital Frontera D-

El Trabajo os hará Libres, semejante frase recibía a los deportados en los campos de concentración nazis, lo que ya hacía pensar acerca de las características del lugar en el que ingresaban: mediante el trabajo se liberarían de la reclusión, y se liberarían porque el trabajo estaba diseñado para la consunción y, a través de ella, llegaba la muerte, la auténtica liberadora del preso.
A Cada Cual según Corresponda, se podía leer en el acceso a otro campo de concentración que frecuentará el protagonista de la novela El Pentateuco de Isaac, Isaac Jacob Blumenfeld, personaje de ficción que en su devenir novelesco conocerá en sus carnes lo más sórdido de los campos nazis y de la era soviética. Sin embargo, esa dualidad de preso, de prisionero de Hitler y de Stalin, dista mucho de tratarse de una mera invención porque, desgraciadamente, miles fueron los deportados que pasaron por los campos nazis para luego recalar en los soviéticos. Como ejemplo, ahí está la odisea de Margarete Buber-Neumann, media vida transcurrida a caballo de ambos universos concentracionarios, como relata con pulso firme y prosa fría en su libro de hace ya algunos años. Como ella, otros muchos autores se han decidido a denunciar semejante barbarie, y el búlgaro Ángel Wagenstein no ha querido ser ajeno a esa denuncia. Así lo hace en su obra El Pentateuco de Isaac, toda una reivindicación del inhumano siglo XX, ese siglo que, para otro escritor búlgaro, Ivan Vazov, era un siglo brutal y de las bestias. Aunque murió en 1921, Vazov ya presentía todo el terror que se ejercería sobre la humanidad a lo largo de ese periodo.
En esa senda se inserta el relato de Wagenstein, en donde el protagonista aparece zarandeado por los acontecimientos, intentando comprender y comprendiendo –tal y como así lo reconoce- la mayoría de las veces muy poco. Porque muy poco es su seso, nos confiesa que anda corto de entendederas, y sólo de esa manera se entiende que de tan buen grado asuma los vaivenes, crueles vaivenes, que la Historia ejecuta con su persona. El principal juguete de la Historia con el protagonista, con Isaac Blumenfeld, es el concepto de nacionalidad. Hasta cinco nacionalidades diferentes llega a tener el personaje, en un claro paralelismo con el Pentateuco, los cinco libros sagrados que componen la Torá para los judíos –no hay que olvidar que Blumenfeld, como no podía ser de otra manera, es judío-. Pero los números no se detienen ahí, y saben ser crueles con él porque, además de tener cinco patrias, vive dos guerras mundiales y es internado en tres campos de concentración. Así que Blumenfeld, que inicia la historia como sastre del Imperio Austrohúngaro, pronto se ve convertido en ciudadano polaco, después en soviético, más tarde en un ser infrahumano en el Tercer Reich, para terminar como apátrida antes de recuperar la nacionalidad soviética.
Sin ninguna duda, el libro es un monumental ejercicio de denuncia política literaria, pero Wagenstein no estructura una gran novela de denuncia del sistema al estilo de los Koestler, Manea, Kadaré o Solzhenitsyn, escritores que han denunciado el estalinismo y el nazismo desde una perspectiva muy diferente: carentes de humor, sin apenas ironía. Porque es el humor, la ironía, lo que protege a Isaac Blumenfeld de los criminales caprichos de la Historia. Dos veces es llamado a filas y por dos ocasiones se queda a punto de entrar en combate. Se suceden aquí unas escenas que recuerdan a un libro que sin duda ha tenido mucha influencia en el autor a la hora de pergeñar a su protagonista y que son Las Aventuras del Valeroso Soldado Schwejk, del checo Jaroslav Hasek. Existe una larga línea de conexión entre el Blumenfeld de Wagenstein y el Schwejk de Hasek. Tanto Blumenfeld como Schwejk son pícaros, pero pícaros no al estilo del Lazarillo de Tormes sino que más bien, dado su comportamiento en el ambiente militar, recuerdan al avezado Estebanillo González, que se las ingenia con los Tercios de Flandes durante la Guerra de los Treinta Años.
Si bien Blumenfeld no llega a entrar en combate, soporta muchos meses de acuertelamiento, con toda su parafernalia, y en esa vida cuartelaria se abre la vía más directa con el Schwejk de Hasek. Muchas de las historias y anécdotas que refleja recuerdan o evocan pasajes del Schwejk. Y, por supuesto, también en la manera de interpretar la realidad, desde un punto de vista ciertamente ingenuo o bobalicón. En ese sentido cabe destacar las continuas referencias en la novela de Wagenstein al saber popular, cuajada de refranes, repleta de frases hechas y salpicada de chistes sobre judíos que encierran reflexiones de gran retranca, la mayoría de las veces protagonizadas por un judío prototípico, Mendel, que hace las veces de tonto del pueblo. El recurso de aludir a ese judío Mendel siempre aparece a mano cuando se trata de ilustrar alguna historia particularmente escabrosa o de rubricar una reflexión especialmente densa.
Es este recurso a la humorada, tan del soldado Schwejk, del humor desaforado, irónico y ácido, incluso a destiempo en mitad de las mayores penurias y brutalidades, lo que salva al personaje de sucumbir a sus tristes destinos –igual que Schwejk con su socarronería evita ser devorado por la vorágine de la Gran Guerra-. Se hace difícil de creer que un deportado, un interno de un campo de Hitler, un condenado a la Kolimá estalinista, pueda afrontar su destino con humor e ironía pero ese será el elemento fundamental que le haga la vivencia más llevadera, así como el elemento diferenciador de otros libros que tratan estos temas –a excepción, quizás, de la algo sobrevalorada película La Vida es Bella, del oscarizado Roberto Benigni-. El humor no ha tenido nunca cabida al hablar de Auschwitz y, si en el caso de Benigni aparece, no lo hace de una manera muy certera al confundirse con la sensiblería. Ahora bien, Wagenstein consigue lo nunca visto hasta ahora y, ya sea entre los crematorios nazis o frente a los eternos campos nevados de Stalin, la visión humorística ayuda, no sólo a hacerse con una visión nueva y enriquecida de la situación, sino a que su protagonista pueda afrontar y solucionar el mal trago manteniéndose con vida.
Por eso, más que nunca en este Pentateuco de Isaac, se podría cambiar la fatídica frase de El Trabajo os hará Libres por la de El Humor os hará Libres o, más concretamente, por la sentencia El Humor os Salvará.
Tal vez, lo que realmente quiera decir Ángel Wagenstein, es que el humor salvará al hombre de las garras de la Historia.

sábado, 25 de junio de 2011

Continuidad de los parques -Julio Cortazar-.





EL HACEDOR EN SU CÍRCULO

Continuidad de los Parques es un relato de Cortazar que pertenece a su libro de narraciones breves Final de Juego, del año 1956. Este relato resume muy bien el espíritu narrativo de Cortazar, impregnado de cierto surrealismo y también de un potente realismo mágico, de esa realidad que interpreta de forma laberíntica y de la que el ser humano, condenado a existir en su interior, debería escapar. En este caso, la realidad no es ya laberíntica, sino que se inserta dentro de sí misma al estilo de las cajas chinas o las célebres Matrioskas, las muñecas rusas. Dentro de una realidad de ficción –el propio cuento en sí- aparece imbricada una segunda –la novela que lee el protagonista- y, dentro de ella, una tercera –el momento en que la ficción que lee el protagonista lo absorbe y él pasa a formar parte de la misma y de una nueva y tercera de la cual ya es un personaje también-. Son cajas que se van insertando unas dentro de otras para conformar este cuento en tres dimensiones.
Por eso, el título nos dice mucho de esas cajas que se encierran a si mismas, que se conectan. Los parques son continuos: por el parque de ficción es por donde corretea el amante dispuesto a asesinar al lector; se encuentra una continuidad de ese parque que enlaza con la vivienda de ese mismo lector, ahora ya convertido en el objetivo del asesinato. Toda la trama de la novela que lee el lector, encuentra una continuidad, trasciende a su vida a través del parque desde el cual se trasvasa la ficción de la novela hasta la realidad del asesino, asesino que ya abre la puerta de la habitación en donde se encuentra su víctima.
Ese final es, precisamente, otra de las características del Cortazar cuentista, los desenlaces sorprendentes con los que dota a sus relatos. El lector se queda atrapado en un ritmo que va creciendo a medida que avanza en la lectura, con un clímax que se encuentra en la descripción de la soledad que rodea al lector: “Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba”. Y la descripción de las exactas circunstancias que la mujer le dijo a su amante que se encontraría en la casa hasta llegar a entreabrir la puerta de la habitación, en donde se halla el lector, arrellanado en su sillón, cerrándose así el círculo de la continuidad en los parques, en donde el punto de vista del narrador omnisciente no ha dejado un solo resquicio para permitirnos dudar –a nosotros, los asombrados lectores- de que lo narrado es cierto.
Además, lo que más inquieta del relato, es que el hombre, la víctima, al trascender a la ficción, se convierte en un personaje cuyo final ya esta escrito. En un guiño absolutamente existencial, procede a leer su final, con lo que se me ocurre que igual podría detener su inminente asesinato de la manera más simple posible: dejando de leer, siempre que eso estuviera escrito en la novela que sostiene entre las manos. Estamos entonces ante la idea de un Dios unamuniano al estilo de la novela Niebla, de un Hacedor de personajes y de vidas de personajes de ficción que no son conscientes de que lo sean, aunque el hombre-lector del cuento es posible que sí lo llegue a saber tras alcanzar con su lectura el final mismo del cuento y descubrir que, por esa inquietante puerta que acecha durante todo el relato, asoma la cabeza su asesino.
El mayor acierto del cuento se encuentra en esa fusión de ambos mundos paralelos, de la primera parte en donde se narra la actividad del lector, con la segunda, una vez inmerso en la novela que lee y de la cual se despega la ficción para levantarse y formar parte de la realidad: el lector es ahora un personaje más de esa ficción. Los dos mundos se han unido y nos importa bien poco en cual de ellos se mueva el drama, lo que importa es que, en la ficción o en la realidad, la continuidad se ha producido dejándonos con la duda y haciéndonos pensar si en nuestra vida todo lo que experimentamos es cierto o quizás, cierta parte o la gran parte, procede de una ficción manejada por un Hacedor.
En el relato de Cortazar, nosotros leemos un escrito que otro personaje lee y que, a su vez, se convierte en leído, pero… ¿no estaremos siendo nosotros, a la vez, los realmente (si el termino “realidad” se puede emplear aquí) leídos?

Innovador, circular, arriesgado, genial, autofagocitado, unamuniano, existencial, metaliterario, pero, por encima de todo, cuentista.

viernes, 24 de junio de 2011

Trilogía de Auschwitz -Primo Levi-.




DANTE EN AUSCHWITZ

Primo Levi, judío italiano, fue deportado al campo de exterminio de Auschwitz en febrero de 1944 y sobrevivió a él, saliendo, moribundo, a mitad del año 45, cuando se liberó el lugar. Su historia, por tanto, nos habla de otro tipo de horror diferente al soportado por Grossman y, siguiendo la inquietud de otros intelectuales que pasaron por semejantes circunstancias –Kertesz, por ejemplo-, se aprestó a dar testimonio aunque sobre él pesaría toda la vida la máxima de Adorno de que después de Auschwitz es imposible hacer poesía; al igual que había resistido mientras estuvo en el campo, se dedicó a resistir a la experiencia y a sus recuerdos, a ser un superviviente por el resto de su vida. “Si Esto es un Hombre”, su primer testimonio, apareció en 1947 sin pena ni gloria. El resto de su obra siguió por los mismos derroteros: La Tregua, Ahora o nunca, El Sistema Periódico, Los Hundidos y los Salvados
Escritor, judío y superviviente de Auschwitz. ¿De qué manera Levi, en sus textos, intentó resistir a la terrible experiencia? Su actitud no fue la de clamar venganza ni la de entonar un humillante perdón. Para él, la salida estaba en la justicia. “No tiendo a perdonar, nunca he perdonado a ninguno de nuestros enemigos de entonces (…) La venganza no me interesa, me convenía que los demás, la gente del oficio, se encargara de los ahorcamientos, obra de justicia”. Creía en la justicia y pensaba dejar a sus profesionales administrarla. Porque, ante el asesinato en masa, el genocidio, el perdón de un solo individuo no valía nada. Pero lo que si era valeroso, extraordinariamente precioso, era dar testimonio, el recuerdo. Y a ellos, a los que se quedaron por el camino, con ese empeño, consagra sus obras.
Esa obsesión por dar voz a los hechos, porque la masacre no caiga en el olvido fue lo que terminó por amargar la propuesta de supervivencia y resistencia de Primo Levi. Demasiado a menudo se encontró, como dice Reyes Mate, que como testigo era “tratado como aguafiestas” tal vez porque, como decía Walter Benjamin “recordar es apropiarse del pasado en el instante de peligro”, y esa obsesión por el recuerdo le ha resultado siempre muy molesta e incómoda a quienes han intentado mirar para otro lado y querer pensar, para tranquilizar sus conciencias, que o nada tuvieron que ver con aquello o que, realmente, nada pudieron hacer para evitarlo.
Primo Levi relata la convicción de los nazis, cargada de soberbia, cuando decían a los prisioneros que nadie saldría vivo para contarlo y que, aunque lo consiguieran, nadie se lo creería. Y dice en su prólogo a Los Hundidos y los Salvados: “De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para dar testimonio de ella, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no lo creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones de los historiadores, pero no podrá haber ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las pruebas. Aunque alguna prueba llegase a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son demasiado monstruosos para ser creídos: dirá que son exageraciones de la propaganda aliada, y nos creerá a nosotros que lo negamos todo, no a vosotros. La historia del Lager, seremos nosotros quien la dicte”.
Se tardó en creerlo, ahí los nazis se equivocaron, porque al final se creyó, pero generó molestias; la verdad, sus raspas, se hicieron tan incómodas que supervivientes como Primo Levi acabaron sintiéndose como traidores por haber sobrevivido, como seres molestos que se movían, allí a donde fueran, con la indignidad de los supervivientes. Ese era el pecado. Haber vuelto para contarlo, no haber fallecido para integrar las listas, para ser llorados, recordados de otra manera mucho más higiénica para la culpa: simplemente de una forma fúnebre en la que no pudieran, como los otros seis millones, hablar, acusar, señalar, argumentar el doloroso ¿y que hiciste tu mientras para evitarlo? “Europa no puede pensarse ya de espaldas a esta tragedia” pero lo cierto es que “los lugares están abandonados y los acontecimientos olvidados. Europa no ha aprendido nada”.
Como dice Sebald en relación a lo que representa sobrevivir a la experiencia en los campos “haber sobrevivido significa (…) ser condenado a una existencia fantasmal, porque en su verdadera figura sigue viviendo aún en la ciudad de los muertos. Primo Levi, que estuvo algún tiempo en Auschwitz, describió esa ciudad muy concretamente: Buna se llamaba aquel conglomerado babilónico, donde además de los administradores y técnicos alemanes deambulaban cuarenta mil trabajadores reclutados en los campos de concentración circundantes, que hablaban más de veinte idiomas. En medio de la ciudad se alzaba, como un verdadero monumento, la torre de carburo construida por los esclavos, cuya punta estaba casi siempre rodeada de niebla”.
Sin embargo, lejos de la culpa de unos y de otros, se encuentra el intento de comprender lo sucedido en la obra de Primo Levi. Así, en Si Esto es un Hombre, manifiesta claramente sus dudas ante la posibilidad de aclarar, de una forma racional, lo sucedido: “Quizá no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender casi es justificar. Me explico: comprender una proposición o un comportamiento humano significa (incluso etimológicamente) contenerlo, contener al autor, ponerse en su lugar, identificarse con él. Pero ningún hombre normal podrá jamás identificarse con Hitler, Himmler, Goebbels, Eichmann e infinitos otros… No podemos comprenderlo; pero podemos y debemos comprender donde nace, y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también”. De forma que para Levi, Auschwitz es incomprensible, estará condenado a luchar toda su vida contra los recuerdos y las vivencias de una monstruosidad incomprensible. Los conocimientos relativos al Holocausto, por muchos que sean, nunca constituyen una explicación suficiente del horror. Aunque tal vez, como concluye Reyes Mate: “decimos que Auschwitz es incomprensible porque no queremos ver a la barbarie como una posibilidad latente de nuestra cultura”.
En Los Hundidos y los Salvados, capitulo central en su tarea de resistencia, Levi descubre una zona denominada como La Zona Gris. Esta zona define a todos los insertados en el sistema de los campos que no eran sencillamente víctimas o verdugos, sino que colaboraban con los guardianes o superiores para asegurarse la supervivencia. No todo era blanco y negro, había grises. Esos grises hacían aún más incomprensible lo sucedido e hicieron a Levi más intolerable su recuerdo. Entre Si esto es un Hombre y Los Hundidos y los Salvados hay una reflexión brutal: Auschwitz no ha servido de nada, la historia de la humanidad sigue su curso. Levi va cayendo, poco a poco en la desesperanza a golpes de actualidad y ya sólo puede reformular el axioma de Adorno: “Después de Auschwitz no se puede escribir poesía que no trate de Auschwitz”.
Fue esa realidad, constatada, tan horrible, que una mañana Levi se dejó caer por el hueco de las escaleras de su casa. Los que quieren creer que nunca dio por doblada su resistencia siguen afirmando que le dio un vahído. Pero otros, intuimos la desoladora verdad, con un Levi derrotado en su exasperante lucha porque, en palabras de Lothar Machtan “Hitler (…) no sólo infecto de forma fatal su mundo, sino también el nuestro, dejando en él su huella perdurable. Se ha creado así un reinicio de la historia para muchos intolerable: “Nuestra mitología moderna empieza con un gigantesco punto negativo: Dios creó el mundo y el ser humano creó Auschwitz”.
Eso resultó del todo intolerable para Levi.

Algo irregular, sobre todo en La tregua, pero soberbio en Si esto es un hombre, comprometido, ajeno a estúpidos maniqueísmos, rendido tributo a Dante, y que aporta ese concepto: la zona gris. Sólido y monolítico como la historia del horror europeo. 

jueves, 23 de junio de 2011

El miedo del portero al penalty -Peter Handke-.



LOS ESTADOS DE LA ANGUSTIA

La Expiación de la Culpa: el Desarraigo
Si la obra de Kafka se caracteriza por dos temas centrales, la culpa y la búsqueda de la redención, la de Handke, y más en concreto El Miedo del Portero al Penalty, no anda muy lejos de estas temáticas inherentes al espíritu de la literatura en lengua alemana. Así, los personajes de Handke son personajes desarraigados, en una profunda crisis existencial, ubicados en una situación transitoria y que deambulan por el texto como autómatas, como sonámbulos de aquí para allá, expiando así una culpa que tiene su origen en el pecado original del siglo que les ha tocado protagonizar: el siglo XX, el siglo del nazismo y de la Segunda Guerra Mundial, que, tras su paso, a sumido a esos personajes en el desarraigo.
Los personajes, tan culpables de los sucedido, deambulan por las calles de las ciudades, por el campo, asisten a sesiones cinematográficas o perpetran asesinatos con absoluta abulia pero, a la vez, angustiados por la libertad que ahora poseen -periclitada ya la época totalitaria-, para actuar con libertad y dotar, a esa libertad, de toda la maldad posible, como si no fuera posible actuar de otra manera. El retrato de Peter Handke sobre los estados de angustia del ex portero de fútbol Bloch, las vivencias del protagonista de la novela, el relato de la huida del ex futbolista de la capital a la provincia fronteriza, son sucesos que ocurren, que van desfilando delante de sus ojos atónitos y embobados, como en diferentes planos: viajes, asesinatos, recuerdos de su vida deportiva, reyertas, los crímenes, la huida desganada y como congelada, como colgada de sus espaldas; ante estos sucesos la actitud de Bloch es de distanciamiento, de una falta de emoción patológica, como si fuera un mero espectador ante lo que le ocurre y, lo que le ocurre, no pueda evitarse bajo ningún concepto. Porque, como dice Sebald, “la génesis de la esquizofrenia no debe fijarse tanto en lo que a uno le ocurrió como en los espacios en blanco de la vida anterior” y de esos, Bloch atesora unos cuantos. Así, Handke renuncia a desenterrar la vida privada de su protagonista ante sus lectores para demostrar la enfermedad, la clave esquizofrénica anclada en el desarraigo de Bloch. De ese modo, siguiendo con palabras de Sebald, “la huida en muchos aspectos estirada, a cámara lenta, de Bloch, muestra por ello de la forma más exacta cómo, por un pánico indefinido y por simples catástrofes muy diminutas, se desarrolla una forma de existencia que no resulta ya compatible con las definiciones de normalidad. El estado de pánico en que se presenta Bloch al principio del relato, cuando, por una interpretación sumamente subjetiva de las miradas de los obreros y del capataz, deja la garita y, en la calle, con sus gestos excéntricos, hace que se para un taxi de forma más casual que intencional, viene provocado por una progresiva irritación que, como explica el texto, le causa todo lo que ve. La necesidad ligada a ello de ver lo menos posible se ve sin embargo siempre anulada por una especie de necesidad de percibir, de forma que a Bloch por una parte no le gusta hojear las revistas , y por otra no podía dejar ninguna sin haberla hojeado del todo.”
Un Asesinato por Automatismo: la Ausencia del Duelo
Da inicio así una aventura donde el desarraigo y el desinterés de Bloch, del propio Handke, alcanzan una sublimación tal en la novela que los momentos claves de la narración se tratan con semejante desidia y desapasionamiento que los instantes de menor incidencia en la historia, como si todo estuviera cubierto por un velo que difuminara la verdadera importancia de cada acto. Este es el caso del asesinato de la mujer que estrangula Bloch, que recuerda mucho a otro ilustre asesinato, el que perpetra Mersault en El Extranjero de Camus -en aquel caso tal vez porque hacía demasiado calor- y ahora porque encajaba o, precisamente, no encajaba en absoluto con las circunstancias, ambos, en cualquier modo, llevados a cabo por puro automatismo, por puro hastío. Un recurso para el protagonista de la novela cuyo mal, cuya enfermedad, cuyo pánico, sólo puede superarlo Bloch mediante el asesinato de la cajera del cine. Se establece así, una línea directa con el existencialismo en el libro de Handke, al estilo de Camus, un existencialismo reconocido como una extrañeza del yo, como la existencia de ese yo propio como un cuerpo extraño y ajeno.
Será este estilo de Handke, llamado de la Neue Subjektivität, donde el sujeto literario tome conciencia de su yo interior con desapasionamiento e indiferencia y lo verbalice en una reinterpretación abúlica pero también agorafóbica de la realidad en la que todo asusta, los planos son angulosos y, esos ángulos hieren, provocan el comportamiento de sonámbulo. La realidad, la información que Bloch obtiene de esa realidad, aparece como algo extraño. El personaje purga un crimen, el de la guerra pasada, y un estado en el cual ha quedado la humanidad, incapaz de sentir, sumida en la zozobra existencial, en la alienación industrial, incomunicada, aplastada por el peso de los horrores de los que ha sido, hemos sido, autores. Horrores que, además de sumirnos en esa absoluta incomunicación, hemos sido incapaces de purgar al ser imposible generar un duelo por ellos ya que, han sido tan brutales, que todavía no hemos tomado conciencia de ellos y nos comportamos como alucinados ante las brutalidades que hemos descubierto, sin capacidad alguna de reacción. Como dice Sebald: “un estado de ausencia de dolor más allá del trauma (…) la simple existencia desnuda, persiste ininterrumpidamente”.
La incapacidad para el duelo en la literatura Alemana es un fenómeno bien documentado: la sorprendente paralización de sentimientos con que se respondió a las montañas de cadáveres de los campos de concentración, la desaparición de los ejércitos alemanes en la prisión, las noticias sobre el asesinato de millones de judíos, de polacos y rusos, y sobre el asesinato de adversarios políticos en las propias filas dejaron perfiles negativos en la vida interna de la nueva sociedad, lo que muy bien explicaría el comportamiento alucinado y sorprendido, automático, de Bloch en El Miedo del Portero al Penalty.
La Literatura de los Escombros:
Pertenecería esta novela, no en un sentido estricto en cuanto a la escena, ya que no aparecen ciudades erizadas de escombros, pero en nada alejada en lo psicológico de sus personajes, a la llamada Trümmerliteratur, esa Novela de los Escombros que Heinrich Böll definió: “de modo que escribimos de la guerra, de la vuelta al hogar, y de lo que habíamos visto en la guerra y encontramos al volver a casa: escombros”. En esta ocasión, Bloch vuelve de su personal batallar, el mundo del fútbol, de los partidos de balompié en los cuales es el portero, un valladar -¿y qué es sino una batalla un partido de fútbol?- y se reintegra, como excancerbero, en la vida cotidiana, en su vida cotidiana repleta de escombros. Esa es la analogía de Handke. Y, al igual que la literatura de Escombros se ocupó sobre todo de cuestiones personales y de los sentimientos privados de los protagonistas, Handke se ocupa de esos mismos sentimientos alienados de su protagonista en el momento del regreso a un mundo postbélico que es una gran escombrera de sentimientos.
Siguiendo con la analogía de la Novela de Escombros y de El Miedo del Portero al Penalty cabría decir que las características de aquella se ven reflejadas en esta. Sebald, en su ensayo ya citado, califica a esa clase de novela de después de la batalla “como una forma en que la literatura acoge la experiencia colectiva de la destrucción de zonas de vida humana (…), el relato de la vida sin vida (…), los peatones vagan apáticamente por las calles de escombros como si no sintieran ya lo desolado del entorno (…), privados de la última seguridad de su existencia: el lugar en que vivían”.
Estos rasgos son exactamente aplicables a Bloch, que vaga de igual manera por las calles de Viena, con la diferencia de que su escombrera interior es la que le proporciona esa especie de vida sin vida. Como superviviente, como supervivientes de una gran catástrofe colectiva, ya estamos muertos, aunque nos engañemos y creamos que hemos sobrevivido a ella, avergonzados, además, por no ser una de las víctimas, algo que debía convertirse luego en una de las principales dimensiones morales de la literatura de la Alemania occidental y que Handke recoge para sí y para su esquizofrénico personaje.
La Crisis del Idioma. El Dolor y la Incapacidad de Comunicación:
La crisis es tal, de tamañas proporciones, que el idioma pierde su naturalidad. Su capacidad de comprensión disminuye, y adivina tanto como comprende, porque el orden del lenguaje se convierte cada vez más en los bastidores sonoros de una realidad que se aleja. La realidad articulada sólo llega ahora hasta Bloch, a través de una especie de mezcladora, en forma desfigurada y como irritación. Así, en uno de los párrafos de la novela se lee: “Ya no encajaba en la realidad; solamente era, y quería seguir siéndolo, afectación e instintos asesinos”. Y eso es lo que le lleva a percibir la realidad al final, en el éxtasis de su exasperación, en signos, en símbolos, en dibujos que Handke no duda emplear para reproducir el dolor de las cosas que chisporretean en el cortex de Bloch, gran acierto conceptual de la novela y auténtico deus ex machina de la misma: el dolor, porque Handke en historias como la de El Miedo del Portero al Penalty informa y reflexiona sobre las catástrofes silenciosas que continuamente acontecen en el interior de los hombres.
“El portero miraba cómo la pelota rodaba por encima de la línea”; Peter Handke comienza con estas palabras su novela, o más exactamente la encabeza, ya que el arranque dice así “Al mecánico Josef Bloch, que había sido anteriormente un famoso portero de fútbol, al ir al trabajo por la mañana, le fue comunicado que estaba despedido”. Por tanto intuimos que este hecho, ser portero de fútbol y el objeto que indisolublemente está unido a él, el balón, tienen la importancia que ya se insinúa en el título de la novela. El portero es el último valladar, el último encargado de evitar lo, a veces, inevitable, el gol, y eso es lo que le ha sucedido a Bloch, que encarna a la humanidad o, al menos, a la Alemania de posguerra: fueron los últimos en resistir y no supieron evitar la barbarie que les ocurrió.
Tal es así que la realidad en la novela está vista muchas veces a través del enfoque novedoso y curioso de los ojos de un portero de fútbol. De este modo, y volviendo a la cita inicial, los campos de la frontera que el divisa desde el pueblo de provincias al que huye tras el asesinato de la taquillera, hacia el final de la obra, son una línea, ‘línea’ que él nunca llega a traspasar a la par que ha dejado a la inhumanidad y la insensibilidad traspasar su bastión y verse, ahora ya, batido sin remisión, sin palabras, porque la palabra, esa palabra que en Paul Celan era “un brote de visiones atomizadas que van quedando presas en la red de una tensión de lenguaje obseso consigo mismo, sin dejar más que un resquicio de alusión a realidades previamente conocidas”, esa palabra aquí pone de manifiesto la destrucción de una personalidad, de una vida, y abre ventanas e incluso puertas por las que se atisban las más duras de las realidades.

Angustiado, desarraigado, cubista, mersaultiano, sebalesco, camusiano, extranjeriano, handkiano, desarragaido y dolorido. Aterrador.