lunes, 7 de noviembre de 2011

El Palacio de los sueños -Ismaíl Kadaré-



DANTE Y KAFKA SE CITAN EN TIRANA

La presencia del Estado totalitario como un engranaje que tritura a los individuos, incluso controlando sus pensamientos, es la denuncia de Kadaré en esta novela simbólica que elige el Imperio Otomano para establecer una comparación, sin nombrarlo, con el estalinista y el de Enver Hoxha. Es el recurso de la novela histórica, que denuncia situaciones anteriores de gran paralelismo con las actuales. Aunque en este caso la novela de Kadaré vaya más allá, con su componente kafkiano y onírico; entronca con el control de las masas del Orwell de 1984. El tema de las novelas de Kadaré siempre gira en torno a la alienación del individuo dentro de una sociedad, la mayoría de las veces, con reglas incomprensibles. Hasta tal punto alcanza el absurdo y lo arbitrario en algunas de sus novelas, como es en el caso de El Palacio de los sueños, que el autor parece cuestionar la verdadera realidad de la experiencia de sus personajes, es decir, lo que ven, oyen, sienten, incluso recuerdan. En este sentido, se abre una vía directa, igual que en el caso de Norman Manea y de Ivan Klíma, que enlaza a Kadaré con Kafka. Esto no es casual. Lo que distancia, al final, a uno de otro, es que tal vez el albanés no esté tan interesado en lo absurdo, sino más en lo trágico, con una base de amor por los clásicos (en concreto Homero) que no aparece en el checo.
Así pues, los mitos griegos como referencia intertextual de Kadaré, pero también las leyendas albanesas de las que se nutre, de abundante tradición oral, y una extraña condición abierta de sus obras, al estilo de los ciclos de la épica oral, que le lleva a reescribir las novelas una y otra vez, sin considerar nunca ningún texto definitivamente cerrado. El mundo otomano, pero como ingrediente de un realismo mágico propio y especial, que podría calificar como realismo mágico balcánico, y la guerra y el totalitarismo como temas centrales. De esta manera, la novela que me ocupa, El Palacio de los sueños, se encuadra dentro de la preocupación sobre el tema del Estado entendido como un poder despótico, pero enmarcados los sucesos en el Imperio otomano. La Albania de los años en que se redacta la obra (a principios de los años ochenta), la Albania incomunicada, hostil, la Albania del tirano decrépito y solitario, aislado, Enver Hoxha, queda en un segundo plano, en una penumbra en donde también se mantiene en otras muchas de las novelas del autor. Puede parecer, de esta manera, que Kadaré opte por silenciar los crímenes que están ocurriendo en esos momentos, pero una ausencia muy significativa que salpica sus obras hace pensar, por omisión, que la crítica existe. No mencionar el Partido en la literatura sometida al realismo socialista, donde los ingenieros del alma componían a mayor gloria del Partido. Y criticar, como critica, al sistema viviendo integrado en el propio centro del sistema de Hoxha y de su sucesor, Ramiz Alia. Con el enorme mérito, además, de que Kadaré consiguió publicar gran parte de la obra en Albania, burlando el cerco de la censura y de las represalias. Además, por si todo ello no significara ya un enorme riesgo, las obras de Kadaré suelen contener claves, pactos secretos con sus lectores, los albaneses coetáneos, que encuentran referencias a personajes públicos, lugares, acontecimientos, bien conocidos por sus compatriotas y que al leerlos asociaban de inmediato con la realidad política y cultural del momento. Nada más comenzar el relato, Mark-Alem, su protagonista, realiza un recorrido por las calles de la ciudad, cuyo nombre Kadaré evita mencionar, que parece ser fácilmente asociable o reconocible con una topografía de la Tirana de ese momento, concretamente el centro de la ciudad, los lugares donde se encontraban ministerios y edificios estatales.
El tema del tiempo, de la ubicación de El Palacio de los sueños en un tiempo otomano, no es una cuestión que el autor haya elegido por capricho o por mero oportunismo de tipo comercial: no es una simple treta literaria. Kadaré se caracteriza en sus novelas por recuperar los ejes temáticos fundamentales de la humanidad, esos universales temáticos comunes a todas las civilizaciones, el imaginario que reposa y rebosa, que rezuman las fuentes de la tradición clásica (en Esquilo, en Homero) y las grandes obras maestras de la literatura universal (Shakespeare, Cervantes). La línea temporal de temas tratados desde la Grecia clásica a la Inglaterra renacentista o la España barroca demuestra que el poder, las intrigas, las guerras y la violencia, de uno u otro modo, de muchos modos, son consustanciales a la historia de la literatura. Si la gran obsesión de Kadaré en su obra son los mecanismos totalitarios y la forma en que oprimen al individuo, en El Palacio de los sueños, siguiendo una línea que desarrollará en otras de sus novelas, busca, además, reflejar cómo el sistema consigue horadar hasta conformar la conciencia de uno de los integrantes de ese aparato despótico, que lo convierte en cierta monstruosidad burocrática, acabando por integrar y asumir el mecanismo de sojuzgación del que forma parte y que sabe, en algún momento, lo destrozará a él también. En este caso, ese individuo que trabaja al servicio del Estado absoluto tiene nombre: Mark-Alem. Un nombre que muy bien podría darse la mano con Josef K. o el Agrimensor K. E incluso con Winston Smith y el camarada Rubashov. En este sentido, Kadaré se muestra en esta novela muy cercano a Kafka, Orwell y Koestler.
El espíritu que alimenta el propio lugar, también nace de un disparate: la importancia de los sueños y el papel que juegan en los destinos de los Estados y en sus gobernantes. Por eso, el lugar examina y clasifica los sueños de todos los súbditos del Imperio, en una tarea faraónica y absurda, además de imposible. Es en este momento cuando lo grotesco, lo kafkiano, deja paso a una visión de la kadaria que hace que la sonrisilla de estupefacción hasta ahora esbozada se hiele en los labios, intuyendo la magnitud de la tragedia que se está fraguando. Se trata de un intento de control mental absoluto, descubriendo lo que piensan los súbditos incluso cuando esos pensamientos escapan a su control, en el sueño. Es de una malignidad absoluta. Mil novecientas secciones provinciales, con sus propias subsecciones, someten a una purga previa los sueños recolectados, antes de remitir los sueños al Palacio. Entonces, llega el turno del departamento de Selección, que ejecuta una nueva criba que los divide en tres: sueños privados, los vinculados al ser carnal del hombre (provocados por hambre, fiebre, enfermedad) y los simulados, inventados por la gente para lograr notoriedad. Una vez eliminadas esas tres categorías, desde allí, los sueños válidos, es decir los que tienen que ver con el Estado, pasan a Interpretación. Allí, aparte de la detección de un posible sueño que augure un atentado contra la integridad del Estado, se elige, además, cada viernes, el Sueño maestro o suprasueño, considerado el más importante y que se le presenta personalmente al Soberano.
El profesor Ioan Culianu escribió un ensayo acerca del simbolismo del relato de Borges La muerte y la brújula (1944), en donde uno de los personajes se siente como Mark-Alem en el interior del Palacio: “Yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir”, afirma el asesino del relato. Para Culianu, lo que busca Borges es “huir de la tiranía de un sistema mental y entrar en tantos otros como sea posible para obtener, al completarlos, una libertad de percibir el mundo”. ¿Acaso Kadaré no ha intentado algo de eso con sus novelas, no ha luchado, con su escritura, por conseguir su propia libertad de percibir el mundo cuando lo tenía por completo prohibido?

Si se puede calificar a una novela como de obra maestra, desde luego que esta se lo merece. Y no es la única obra maestra de Kadaré, afortunadamente. Un texto opresivo kafkiano, kadaresco, kakánico, castillesco, kubinesco, archivesco, y, en particular, rotundo por su valentía y lucidez.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Amor y basura -Ivan Klíma-.



SINFONÍA DEL ESTADO EN DESCOMPOSICIÓN

Ivan Klíma refleja de una forma descorazonadora la impotencia existencial y social que el régimen produce en sus ciudadanos: ese es uno de los hilos conductores de Amor y basura, novela que podría denominarse como una narración lírica, y que presenta un curioso tapiz compositivo, con un puñado de asuntos que aparecen continuamente dentro de la narración, leitmotivs que construyen una estructura reiterativa. Así, salta de un párrafo a otro sin aparente solución de continuidad, mezcla acciones de forma repentina, sin cambios, y provoca cierto despiste y bastante estupefacción en el lector con una especie de sinfonía de toques amargos. El libro se divide en cinco partes, pero eso resulta totalmente caprichoso, porque muy bien podría aparecer sin esas divisiones, o que fueran diferentes, ya que prácticamente no separan nada, ni acotan, ni dotan de un ritmo temporal o espacial a la obra. Estas partes, insertadas en el discurso global, se asemejan a movimientos, repletas de leitmotivs que las articulan. Amor y basura: novela lírica en cinco movimientos; esa podría ser una definición.

De las formas que hay de denunciar los totalitarismos, adoptar la forma de un diario es una de ellas. Klíma escribe sus reflexiones personales como escritor que ha sido censurado y que para ganarse la vida debe probar con diferentes oficios variopintos (enfermero, tipógrafo, conductor de ambulancias) y en este caso se nos presenta como basurero en la ciudad de Praga: refleja un régimen burocrático y moribundo que aplasta al individuo y combate la individualidad en cualquier forma y expresión. El autor, internado durante la invasión nazi en el campo de Terezín, muy pronto plantea algunos dilemas fundamentales de difícil solución, relacionados con totalitarismo, individualidad y aplastamiento, entre los que destaca uno de especial interés: la indignidad del superviviente, un problema en el que ya han indagado Primo Levi e Imre Kertész, entre otros. Para el autor rumano Norman Manea, la literatura se le presenta como una forma de reconciliarse, de recuperar su lengua, de abandonar el extrañamiento. Para Klíma, la literatura, la escritura, son actividades que lo reviven. Y con ello consigue superar la indignidad del superviviente. Y aún así, pese a la compleja perplejidad del indigno superviviente, Klíma se entrega a la denuncia, deslizada en el interior de una novela de relaciones, de amantes y adulterios, de amor, al fin y al cabo, ya que el libro contiene una herencia de cierto tipo de literatura tradicional, de temas comunes y habituales a lo que se denomina literatura de Praga, con raíces ancladas en los motivos que caracterizan un estilo peculiar, particularmente centroeuropeo.

Klíma arranca su Amor y basura con la llegada a un vestuario donde el ser pensante, seducido por la individualidad, va a reintegrarse al pensamiento único al formar parte de una brigada de basureros. Es decir, ser basurero para colocarse en la alienación, escapar, así, de las voces que lo hacen ser consciente de la situación y de la realidad. Para colocarse entre ellos, entre la brigada de limpieza, lo primero que necesita es un uniforme que acalle su individualidad y lo sumerja en un colectivo: el chaleco naranja. El vestuario, así, se antoja, dentro del asunto del uniforme, como un lugar de gran importancia, por ser el primero en donde la persona muda de piel y aplaca sus deseos de vida al margen de lo absoluto. El protagonista, que mantiene una relación adúltera, que es un escritor prohibido, que publica de forma clandestina, un completo húligan, aspira a descubrir en el mono naranja de basurero toda una nueva hermenéutica que lo redima con esa sociedad en la que su presencia resulta tan incómoda. Un uniforme para sentirse nuevo e integrado, como un capirote procesional, una máscara carnavalesca o un uniforme repleto de heroicos entorchados. De hecho, integrarse en la brigada de limpieza ya es como pertenecer a un ejército en miniatura, un ejército de color naranja con sus jerarquías que reproducen, fielmente, los gigantescos estratos del Estado.

Esta teoría general del uniforme presenta un aspecto de suma importancia: los llamados uniformes verbales, el ya bautizado por Norman Manea como lenguaje de madera, un lenguaje oficial o totalitario con el cual cimentar las consignas: los disparates que se emiten en dirección del Estado al ciudadano para adoctrinar, y que cuajan en el ciudadano como una especie de anestesia ante el horror. En este sentido, encontramos un análisis retórico decisivo en Arthur Koestler y en su definitoria novela El cero y el infinito, con el subtítulo tan significativo de la ficción gramatical. Un constructo estatalizado del lenguaje, al que Klíma denomina yerkish, en uno de los grandes hallazgos de la novela: “Hace poco leí en un periódico estadounidense la alentadora noticia de que catorce subnormales profundos e incapacitados para el lenguaje habían aprendido yerkish. Éste es el nombre que recibe un lenguaje de doscientas veinticinco palabras desarrollado en Atlanta para la comunicación entre personas y chimpancés (…) Inmediatamente se me ocurrió que por fin habían encontrado una lengua en la que podía expresarse el espíritu de nuestro tiempo (…) que sería la lengua del futuro”. Ha nacido así una literatura yerkish, que es la maldad del sistema en su totalidad, que va penetrando, calando hondo, intoxicando, inficionando, como ocurre con El palacio de los sueños de Ismaíl Kadaré y la insidiosa actividad que allí se realiza.

Entonces, el lector empieza a reflexionar acerca del título, de ese Amor y basura, más concretamente de ese término: basura, y de lo que con ello se nos quiere realmente transmitir… ¿es la basura el lenguaje corrompido?, ¿acaso el propio sistema político?, ¿qué debe esforzarse por limpiar el narrador? Y la pregunta más importante: ¿por qué la basura? La basura es omnipresente, se apodera de todo, todo lo posee, lo controla, lo ocupa. Como el Gran Hermano orwelliano. Y como el Gran Hermano, el Estado totalitario se obsesiona por ocultar y manipular la Historia, presente y pasado; para ello, el nuevo lenguaje es un arma de poderío: “Ya llegan los basureros yerkish (…) borrando todos los recuerdos del pasado, todo lo que fue elevado y sublime en otros tiempos. Y cuando se plantan con deleite en un lugar que les parece debidamente higienizado, llaman a alguno de sus artistas yerkish y éste les erige un monumento al olvido (…) desprovisto de espíritu y alma, pero que el poder oficial presenta como el rostro de un artista, de un pensador, de un científico o de un héroe nacional”. Basureros del lenguaje, que con sus términos amaderados limpian y barren hasta el olvido. He aquí el porqué, una de las explicaciones a la basura.

Klíma ha reflexionado a lo largo de esta novela, de este diario, y ha concluido que debe continuar su camino por el huliganismo, que ser un inadaptado, un outsider, es necesario siendo escritor. Debe abandonar la integración yerkish y, por ello, decide abandonar la brigada de basureros y, lo más importante y definitorio: el chalequillo del uniforme. La fuerza unificadora y alienadora del uniforme no ha podido imponerse al escritor, superviviente, la persona, al fin y a la postre, el individuo. Las cosas están claras: hay que presentar batalla; debe presentar batalla. Los que prefieren la alienación yerkish seguirán embutiéndose en el uniforme con cada amanecer. Por ello, Klíma se decide a escribir Amor y basura: “Voy a escribir una novela en la que el protagonista barra con todo aquel que encuentre en su camino hacia la felicidad y la satisfacción. Y barrerá y barrerá mientras otro no le barra a él y lo quite de en medio. Si es suficientemente resuelto, hostil, decidido, despiadado y a la vez cauteloso, no tiene por qué darse tal eventualidad; sólo barrerá la propia muerte”.

Excelente libro, brillante narración, pleno de sufrimiento y sensibilidad, un mordisco al corazón humano, pero también a la historia, a la política y a todos esos constructos absurdos y sociales que nos martirizan. Kafka late por debajo de cada línea, Koestler respira en los párrafos, Orwell está presente, y de la amalgama se yergue Klíma: poderoso y delicado, inolvidable.

viernes, 21 de octubre de 2011

El regreso del húligan -Norman Manea-.



FELICIDAD OBLIGATORIA EN CLAVE DE K

La Rumania de Norman Manea era terrible y tenebrosa: el comunismo empezó con una política de violencia bruta y se fue desinflando hasta los años de miseria, el sistema entró en una auténtica bancarrota. La Securitate empezó ya su adiestramiento en el año 1944, cuando la URSS, cerca de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, reclutó policías de entre los prisioneros de guerra rumanos que habían luchado, por cierto, del lado del Eje, y que habían sucumbido por miles y sido apresados por las tropas de Stalin. Finalmente creada en 1948, la Securitate se cimentó con agentes soviéticos que hicieron las veces de generales rumanos. Por supuesto, entre las filas de la nueva policía no faltaron miembros de la fascista Guardia de Hierro del mariscal Antonescu, exiliados en Austria. Dado que el país carecía de una clase media propiamente dicha, escritores e intelectuales de cualquier tipo representaban una muy seria amenaza para el gobierno, que se empleó a fondo a combatirlos utilizando micrófonos, escuchas, delatores y chivatazos, cuando no se usaba la desacreditación pública cimentada en la mentira y en la infamia, calificando al intelectual represaliado de traficante, drogadicto, homosexual o violador. El jefe de la Securitate, Ion Pacepa, confesó que “controlar los pensamientos de la totalidad de la población rumana se convirtió en el principal objetivo de Ceauşescu en política nacional”. En estas circunstancias tan hostiles, Manea ha desarrollado su creación literaria.
Tras la caída del comunismo, el retorno a sus países de origen de los exiliados políticos dará lugar a multitud de libros que, de una u otra manera, acaban por denunciar al régimen totalitario que originalmente los expulsó. Este es el caso de Manea, que escribe desde su exilio en Nueva York, hasta su regreso a Bucarest, la visión de la Rumania de Ceauşescu, un lugar en el cual la felicidad era obligatoria en medio de la penuria a la que el régimen sometía a los ciudadanos. Si entendemos que uno de los caballos de batalla de la narrativa, del narrador posmoderno, es la cuestión de la identidad, de la recuperación de la memoria manchada de elementos biográficos, entonces nos encontramos ante un narrador que ha elegido una clara construcción posmoderna para llevar a cabo su denuncia. Otros dos elementos articulan el texto: la fragmentación y el discurso en primera persona. La voz en primera persona viaja adelante y atrás en un tiempo fragmentado para recorrer los momentos claves del régimen que desembocan en el exilio. Fragmentación, capítulos que alternan presente, pasado y futuro, se suceden para presentarnos un cuadro caótico pero repleto de sentido: la herida que la dictadura de Ceauşescu abre en las carnes de la memoria de Manea, que no consigue superar ni siquiera con la escritura del libro que es, como para tantos autores, la exorcización de sus fantasmas.
Manea obtiene cierto distanciamiento y logra que su narración sea moralmente soportable, o que al menos se mueva en los límites de lo humanamente soportable, convirtiéndola, así, en una autoficción donde ciertos elementos que nos presenta no son del todo reales, son recursos ficcionales que permiten realzar el entramado de las partes del libro entre sí y arrojan una sombra de asombro y duda sobre algunas confesiones que automáticamente las revitaliza. Discurso y memoria, lengua y tiranía, van unidas de la mano. Para Manea, la lengua es un elemento de identidad usurpado por el dictador y el sistema que lo ampara, hasta sentirse extraño de su propio lenguaje (de ahí también esa escritura fragmentaria, como balbuceos en un intento de recuperar parte de la identidad léxica). Los comunistas han convertido el lenguaje en una lengua de madera, en una abominación repetitiva repleta de fórmulas sin contenido que tan sólo valía para transmitir con éxito la doctrina ideológica.
También el tiempo, o la concepción particular del mismo, le ha sido arrebatado: tras su huida de Rumania, por Berlín, se inicia una nueva era para el escritor, que debe adaptarse a lo que desde ese momento denomina como nuevo calendario. Experimenta un nuevo nacimiento en lo que llama el Otro Mundo o Mundo del Más Allá, alterando él también, como ya lo hizo el lenguaje totalitario, la codificación, buscando elipsis y nombres diferentes y alejados para denominar y definir realidades desagradables o dolorosas, como si los asesinatos y la tiranía (tal y como creían los administradores del Estado totalitario) fueran menos dañinos, sangrientos o mortíferos por el mero hecho de calificarlos de una forma subrepticia y emboscada: mentirosa, en toda la perversión del lenguaje. En esta línea, el propio Manea se denomina como Augusto el Tonto, a Ceauşescu, el Payaso de los Cárpatos, y a su mujer, la camarada Mortu; aplicando esta denominación intenta desvestir de autoridad y crueldad, de minimizar a los criminales que lo convirtieron en un húligan, es decir en un desarraigado, convirtiéndose gran parte del discurso del autor en un discurso codificado, repleto de segundas intenciones y de giros en jerga que, precisamente, por no llamar a las cosas por su nombre, todavía las dota de mayor importancia y las viste con una dimensión trágica.
Bien pronto aparecerá una de las obsesiones de Manea, presente en todo el libro: James Joyce como remedio, como paliativo. Primero, el irlandés como recurso, porque el multiperspectivismo que a veces presenta el libro es otra forma de encararse con la dictadura y derrotarla, un multiperspectivismo curioso y polifónico, porque desde la primera persona, desde el yo narrador, se integran puntos de vista y opiniones embarulladas de otros actantes: escritores, familiares, perdedores, sobre todo perdedores. Segundo, el Ulises, no sólo la novela de Joyce, también el personaje mítico, el ejemplo del retorno, del regreso años después, de que eso es posible.
La continua proyección del mundo estalinista y dictatorial en el día a día neoyorquino lleva a Manea a alterar algunas realidades para que le sean más llevaderas, poniendo distancia entre su realidad y la Rumania del exilio, a la que, según esa perversión y desarraigo del lenguaje, llama como Jormania y que le permite referirse a ese territorio y reflexionar sobre el lugar tomando la distancia que le proporciona la ficción. Ese término de Jormania no es propiedad de Manea, sino del profesor Ion Culianu, y de esa manera le rinde una especie de homenaje. Culianu bautizó como Jormania a una dictadura imaginaria en un relato suyo titulado La intervención de los zorabi en Jormania, en el que se narraba, en clave de ciencia ficción político-filosófica, al estilo del Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (1941) de Borges, la caída del régimen de Ceauşescu.
Dentro de esta vuelta de tuerca lingüística se enmarca un término clave en la novela, la palabra húligan. El término, con el que se identifica el autor, lo extrae de un ensayo del escritor rumano Mihail Sebastian, que se define como tal, como un marginal, un no-alineado, excluido, un ser sin apego a nada, siempre un disidente. Manea se siente así desde su exilio, por encima de la marginalidad y de la inadaptación, ubicado en algo mucho peor: asentado en la exclusión, fuera de todo, es decir, en el mayor de los huliganismos, ajeno a todo, completamente al margen de lo social. Solamente los muertos le reivindican, únicamente ellos, los que dejó en Rumania y ya fallecieron, lo reclaman, lo mantienen unido a aquella tierra. El término húligan tiene en rumano un significado mucho más abierto que en su adopción del inglés en la lengua española. Así, en español denomina a un hincha británico de comportamiento violento y agresivo, pero en rumano no sólo define al vándalo o al gamberro, sino también al marginado social ya que, en Rumania y durante el comunismo, se utilizó para designar a aquellos que estaban frontalmente alineados en contra del régimen, es decir, los antisistema, los elementos subversivos, alejado pues de la denominación original: el apellido de una familia irlandesa del sureste de Londres, célebre por su vandalismo. Cabe destacar, también, que una novela de Mircea Eliade, traducida al español como Los jóvenes bárbaros, llevaba como título original Huliganii. Por tanto, el húligan para Manea, como se siente Manea, es un ser al margen del sistema, fuera del mismo, en contra del mismo, con un detalle aún más, si cabe, alarmante: apartado del sistema por el propio sistema. Además, Manea argumenta, al estilo de un Tristam Shandy rumano, que el momento de su concepción tiene mucho de paradójico, ya que sus padres mantuvieron la relación sexual en una librería de la Bucovina junto a los ejemplares recién publicados de la novela de Eliade, la ya mencionada Huliganii, y el libro de Sebastian, Cómo me hice húligan, con lo que su concepción parece señalada de una forma sterniana. Y todo su devenir posterior vendrá marcado por este destino, como formando parte de un mecanismo, del engranaje triturador.
El decurso del libro no desemboca en un clímax con el regreso del autor a la patria. Esa parte es casi la menos interesante e intensa, ya que lo que verdaderamente le importa al escritor es mostrarnos el proceso que lo llevará a superarse y a decidirse a volver: un proceso de autoanálisis, de recuerdo, de un intento de recuperar la identidad y una conclusión de que la ha extraviado por completo en el exilio. Eso es lo verdaderamente importante, ese proceso que se nos describe. El final es como una separata con tintes de diario: el deambular del autor/personaje/protagonista, Ulises/Odiseo/Josef K, Joyce/Kafka/Proust, también Mihail Sebastian/Emil Cioran/Mark Twain, en el que se ha convertido este Jacques Austerlitz rumano. Norman Manea concluye que, ahora, pertenece a la confusión, que “marcharme no me liberó y el regreso no me ha hecho regresar. Vivo a disgusto mi propia biografía”. Es la parodia del regreso ante la que sólo puede oponer una rápida huida, un retorno a esa Nueva York que aparecía al principio del libro. Esa Nueva York de almuerzos con otros escritores en el Barney Greengrass situado entre la Calle 86 y la 87, donde, quizás, no se sienta tan extraño aún hablando en inglés.
Y en el colofón a la reflexión, a la autoficción paródica con la que muere el libro, Manea, poseído por una extraña obsesión, ha ido tomando notas de su regreso a Rumania en una libreta, quizás en un intento de recuperar una parte de lo extraviado, de recuperarlo y llevárselo de vuelta a Nueva York, consigo. Una vez en casa descubre, con pavor, que se ha dejado la agenda olvidada en el avión. El pedazo que anhelaba apresar, con el cual alimentar el recuerdo y combatir el extrañamiento, se ha volatilizado en ese extraño e inquietante limbo que es el tránsito de los aviones, los objetos perdidos de los aeropuertos, las casas de nadie, unas casas intangibles, sin cimientos, en las que uno nunca puede sentirse a gusto, como es la casa de Norman Manea; al final lo admite, su casa: la que se encuentra en el Upper West Side, Manhattan. Nueva York, ha retorcido su universo hasta concluir que se encuentra en donde estaba ubicado ya en la primera página de la novela.
Podría concluirse que este regreso del húligan es una crónica de cómo fue impuesto algo tan triste y decolorado como la Felicidad Obligatoria en clave de K, no sólo en un país, con un sistema, sino por obligación, implantada burdamente en los corazones de sus ciudadanos: en donde jamás prendió ni el menor esqueje.

Un texto dolorido, cargado de todo el dolor del recuerdo, del exilio y de la brutalidad del totalitarismo. Un texto manchado de sangre, pero también pringado de buena literatura, con una mano firme a la hora de narrar, pero estremecido, porque la novela de Manea se trata de eso: de estremecimiento.

martes, 11 de octubre de 2011

Pequeña pornografía húngara -Péter Esterházy-.



LA VÍA SEXUAL DE ESCAPE

En tiempos de crisis, de presión del sistema sobre el ciudadano, hay que buscar una salida, una alternativa, una vía de escape que consiga que la realidad sea más llevadera. La sociedad actual es rica en ofertas de todo tipo de entretenimiento, pero de ellas, la pornografía, tanto en su producción como en su consumo, se lleva la palma. Esto viene a demostrar que el recurso del sexo, sea como sea (virtual, de pago, imaginario, en revistas, de verdad o de mentira) resulta una forma de supervivencia en sociedades y momentos en los que la individualidad se encuentra amenazada.

Si bien es cierto que los Estados totalitarios han empleado siempre cuestiones de sexo para sojuzgar a sus súbditos, tales como denuncias de violaciones o acusaciones de homosexualidad para hacer caer en desgracia a quienes les resultaban molestos, y que los prominentes del régimen se han amparado en su fortaleza para abusar sexualmente y obtener favores de los más débiles, en la novela de Esterházy que me ocupa, Pequeña pornografía húngara, el autor mantiene la existencia de lo que he calificado como una vía sexual de escape como forma de liberación ante el sistema totalitario.

Indudablemente, para Esterházy existen esos abusos sexuales por parte de los poderosos, de hecho, una parte del libro, la segunda, está dedicada a narrar, de forma jocosa o extremadamente crítica, ridiculizándolo, los desmanes de Rákosi, miembro prominente del Partido, estalinista profundo y animal sexual cuyas correrías, amparadas en el poder, se hicieron célebres en todo el país –incluso una disparatada aventura en la que el politicastro fue engañado por un travestido-. Pero además, y eso es lo que me interesa, Esterházy pone al descubierto toda una corriente subterránea de erotismo y encuentros amorosos individuales de ciudadanos anónimos que se mueve paralela a las rígidas normas impuestas por el estado totalitario. Y la novela va más allá aún: porque se convierte, así, en una denuncia del sistema político, al aparecer grotescamente dibujado y caricariturizado en los usos y costumbres de la vida sexual habitual de los húngaros, pero también de los miembros del Gobierno y del Partido.

Valiente, muy valiente o muy imprudente, se mostró Péter Esterházy publicando en Hungría esta Pequeña pornografía, en el año 1984, cuando la dictadura en ese país todavía era cerrada y anclada firmemente en la censura. Sin embargo János Kádar, el sucesor de Imre Nagy, y que desde 1956 iba a dar nombre a esta época, conocida como kadarismo, parece que mostraba una cierta relajación cuando apareció la publicación, o que toleró semejante ataque cimentado en la sátira política.

Todo en esta Pequeña pornografía húngara puede ser leído con dobleces, segundos y hasta terceros sentidos, porque se trata de un libro en clave. Desde el título, en húngaro Kis Magyar Pornográfia, iniciales K.M.P. que coinciden con las del Kommunisták Magyarországi Pártja, es decir, el Partido Comunista Húngaro que detentaba el poder. Y el subtítulo, esa Introducción a las Bellas Letras, como parodia de los lenguajes burocráticos de la dictadura, esa lengua de madera que califica Norman Manea o yerkish para Ivan Klíma. Esterházy elabora una denuncia coral, con un lenguaje que se burla continuamente del sistema y que, repleto de giros, guiños, argot y fórmulas a menudo intraducibles al español, hacen de su traducción una tarea ingente y complicada, a veces imposible por la complejidad estilística que alberga el libro.

¿Por qué utilizar la palabra pornografía? La definición que nos acerca Carlos Fisas en su libro Erotismo en la Historia nos aclara que pornografía se trata de un tratado sobre la prostitución y nos remite a pornógrafo, es decir, una persona que escribe acerca de la prostitución. En palabras de Jesús Pardo, en su introducción al libro de Esterházy, una escritura sobre putas. La novela es pues un tratado sobre personas que se prostituyen o se han prostituido, pero no sólo las personas, también las situaciones, la sociedad y, obvio resulta, la política. Jesús Pardo concluye que la pornografía de Esterházy es la gran estafa histórica impuesta a los húngaros por su partido comunista.

El juego propuesto por el autor lo llevará a burlarse de ciertos nombres del aparataje estatalista. Así, la Editorial Sembrador, pasa a ser denominada como la Editorial Seminal, por ejemplo, y en algunos casos los burócratas, que se amparan en su poder para propiciarse aventuras sexuales, son definidos como falócratas; el miembro erecto como el potemkín, se establece un paralelismo entre el sexo oral y el lenguaje moribundo del régimen al hablar de las virtudes del cunnilingus sin olvidar que la lengua es también habitual cementerio de opiniones, cubierto de lápidas llenas de metáforas. El sistema del ciudadano húngaro lo define Esterházy como una mezcla de sensibilidad socialista, más magreo. La política húngara contiene un claro elemento masturbatorio para Esterházy, porque puede ser de mano dura, de mano blanda, de mano rápida o de mano lenta. Y, así, sumidos en esta mezcla de sexo y socialismo, le pregunta con mucha sorna a una mujer, obrera joven y bonita (…) cuyo nombre era vibrante y respetado en un auténtico barrio obrero, si con el sexo hacía algún esfuerzo por sentir éxtasis socialista porque algunas no podían, como una señora, que siempre había sido fiel al movimiento obrero, y a quién esta fidelidad había hecho frígida y se fue a ver al alto dirigente Rákosi para solucionarlo con una exigencia: ¡Mi clítoris! El Estado le debía un orgasmo que, a buen seguro, el dirigente se apresuró, solícito, a satisfacer.

La primera parte del libro, de esclarecedor título, En el asiento trasero de un Pobeda, es una denuncia del panorama político retorcido y maligno, enfermizo, a través de los escarceos amorosos de los húngaros, en algunas ocasiones ciertamente sórdidos y truculentos, ya que, como su título indica, no parece existir mucho glamour sexual en los encuentros que como marco pudieran tener ese espíritu emanado del asiento trasero de un Pobeda, en muchos casos único lugar de privacidad e individual del que gozaban los húngaros. El aquí te pillo aquí te mato, la rapidez y fugacidad de las relaciones, generalmente extraconyugales, es decir, adúlteras, es la tónica, como si el matrimonio o la fidelidad a una pareja legal fuera una de las reglas del régimen que se podían quebrantar sin peligro y ofrecieran mayor placer, sobre todo si se oponen al Estado burocrático o al rendimiento laboral: “Hace un año mi marido se lió con una chica de su oficina. La tumbó sobre la mesa de escribir, y, zas, se la calzó. Claro que antes dejó bien libre la mesa de grapadoras y papelotes".

Es el sexo como boicot al sistema, el sexo insertado en el día a día de las estrecheces del proletario: “una amiga mía con la que yo solía pasar horas en la cocina, pelando patatas, y dejábamos la peladura muy finita, casi como un suspiro, y luego dábamos de comer a sus hijos, y luego nos poníamos morados de tocarnos la entrepierna el uno al otro”.

En muchas ocasiones, el sexo que aparece en el libro está intoxicado de cierta ansia por la productividad, es un sexo estajanovista: una mujer que en un hotel donde un grupo de mineros estaban de vacaciones por cuenta del sindicato sometía a los hombres a verdaderos trabajos forzados. Hay que entrenar los músculos de la vagina y todo el cuerpo, en una burla al sistema de producción y a sus planes quinquenales, pero que también representa, precisamente, el dominio de algo individual sobre el omnipresente poder del Partido: “Hay que entrenar mejor los músculos (…) Sí, eso, entrenar (…) y la cuestión es esa: entrenarlo para que se contraiga a voluntad”. En la novela de Orwell, 1984, el sexo está prohibido, existe una policía sexual; este control que proponen los personajes de Esterházy sobre un aspecto tan íntimo y personal es la máxima expresión de la individualidad y de escape al control del sistema: “Y en un país como este, donde, de sobra lo sabes, no puede uno permitírselo todo (…) quiero decir que me las arreglo viviendo, estudiando, trabajando a la manera socialista (…) De modo que, nada (…) pues voy y me busco un hombre (…) Y vamos, me desfogo, pero lo que se dice desfogarme”.

Una auténtica vía de escape sexual al socialismo, porque en lugar de hazme el amor, los personajes de Esterházy reclaman la relación sexual con las palabras ¡Hazme!, ¡hazme libre!, y añade en el párrafo siguiente: “¿quién no ha jugado por lo menos una vez en la vida con la idea de dejarse llevar, liberarse de toda esa disciplina que tan importante nos parece, decir: ¡a la mierda!, tirarlo todo, guantes, diarios de brigada, periódicos con sus frasecitas rebuscadas de los cojones (con perdón), liarse la manta a la cabeza”. No en vano, sentando bien las bases de que el sexo es una liberación, la novela empieza con una mujer en una playa paradisíaca, lo que sorprende, ya que uno, tras el título del Pobeda y la cita de Kundera sobre las diferencias sexuales entre las checas y las eslovacas, no espera encontrarse una imagen de un paraíso sexual: “Ojos de ébano, rosada amapola de negro cabello, dulces pezones color pardo oscuro; ella, riendo, está en pie junto a la altísima ventana, y tras sus espaldas se agitan suaves a la brisa hojas de palmera”. Pronto entendemos que es la ilusión hasta donde la práctica de una felación por parte de una prostituta, que se va a ver brutalmente interrumpida, ha conducido a uno de sus clientes, que vuelve a la realidad de forma harto gráfica: “¡Maldita zorra chupona! ¡Casi me ha cortado la puntita de un mordisco!”

Paralelamente, esta corriente de liberación sexual subterránea que nos muestra Esterházy aparece reflejada en otras obras que denuncian los totalitarismos de izquierdas, y que han empleado erotismo y sexo como una forma de escapatoria antisistema al reafirmar al individuo ante la totalidad: Manea, en El regreso del húligan, nos cuenta sus escarceos sexuales de la época en que era un gris ingeniero sumido en la felicidad obligatoria de Ceauşescu; Ivan Klíma, en Amor y basura, vive un adulterio de más de doscientas páginas como alternativa a la prohibición de publicar que le censura; Kadaré, utiliza el sexo como una arma arrojadiza contra el poder del Partido en La hija de Agamenón y en El sucesor; Kundera (y no en vano la novela de Esterházy comienza con una cita de Kundera), en La insoportable levedad del ser o El libro de la risa y del olvido, y Vizinczey en su En brazos de la mujer madura, reflejan las experiencias sexuales de la juventud checa y húngara en un momento de peculiar similitud: las invasiones soviéticas que ambos países sufrieron y, durante las cuales, junto al movimiento represaliado, la corriente sexual de escape cobraba una vital importancia como oposición del individuo al tanque.

Es, lo que Esterházy denomina como la democracia en el asiento trasero de un Pobeda.

El libro resulta, a veces, demasiado complejo y localista, demasiado cargado de política también, que lo lastra en alguna de sus partes, algo deslavazado, con un humor excesivamente peculiar y privado, aunque debo reconocer que ya es un clásico de la literatura húngara.

martes, 27 de septiembre de 2011

Una investigación filosófica -Philip Kerr-.




WITTGENSTEIN MANCHADO DE SANGRE

Esta novela se me apareció entre los anaqueles de segunda mano de la librería situada en la calle Dulcinea. De inmediato, recordé que la había recomendado en sus clases un excelente profesor que tuve hace algún tiempo, Rodríguez Lafuente, especialista en cine, muy entendido en novela negra y en ese tipo de universos. Yo, por mi parte, no soy un seguidor del género. Una vez, en otra librería ya desaparecida, la de la calle Apodaca, a unas preguntas sobre Ellroy que le hacía al dependiente, me repuso: ¿eres un seguidor de la novela negra? A lo que le contesté: no me gusta la novela negra, me gusta Ellroy. Soy un seguidor de Ellroy nada más, de Ellroy como inmenso novelista.
Es cierto, el género de la novela de crímenes nunca me ha atraído. De joven leí mucho a Conan Doyle, para constatar que en ese autor existe la vida más allá de Sherlock Holmes, y también alguna que otra de las de Agatha Christie, sin más. Incluso, por otros motivos, frecuenté un par de veces a Kathy Reichs, pero se encuentran, todos, a años luz del universo y la prosa de Ellroy. El nuevo boom de la novela negra nórdica, con finlandeses, noruegos, islandeses, suecos… e incluso esa novelista de las aventurillas venecianas, simplemente, me parecen repulsivos.
Sin embargo, en Philip Kerr y su Investigación filosófica he encontrado un giro diferente y novedoso. Sin duda, no es la economía de palabras de Ellroy (impuesta por sus editores) ni su estilo eléctrico, lo que me ha cautivado. Realmente se encuentra en las antípodas de ese estilo, con párrafos algo farragosos y muchas disquisiciones morales y filosóficas, algunas incluso pedantes que, sin embargo, están bien incrustadas para dar sentido a la trama.
Kerr hace un ejercicio de erudición filosófica a través de sus personajes, tanta, que a veces resulta un poco increíble, pero aún así obtiene un producto notable. Soy consciente de que no es sencillo darle un giro novedoso al género, y en eso radica gran parte de su éxito: lleva la novela negra en Una investigación filosófica a otra dimensión, es el gran acierto del libro.
No se puede perder de vista, además, que está escrita en 1992, y que el Londres de 2013 que perfila, repleto de innovaciones técnicas y futuristas, añade un condimento de ciencia ficción al asunto. Kerr no es un Julio Verne, en lo que a clarividencia de sus predicciones se refiere, pero aún así acierta en muchas. Lamentablemente, el paso del tiempo resiente la obra, que debió ser deslumbrante leída en su momento, porque algunas de las perspectivas que atisba para nuestro inmediato futuro han quedado ahora tan desfasadas que resultan ridículas, y otras, simplemente, son disparates. Pero aún así, y a pesar de su obsesión por enmarañarse con los asuntos informáticos, el libro merece mucho la pena.
Una investigación filosófica se cimenta en la estructura clásica de policía que busca a un asesino, en este caso un asesino en serie. La originalidad radica en los perfiles de ambos protagonistas, nada planos y que intentan alejarse de los tópicos, en particular en el caso del criminal, que apodado como Wittgenstein, desarrolla toda una sangrienta y maquiavélica visión del propio filósofo y de su aparataje ideológico. Es el punto fuerte de Kerr, que inventa un malvado sólido y casi legendario. Que después el libro vaya perdiendo fuelle a medida que avanza, hasta desinflarse en un final algo apresurado y bastante previsible, no resta un ápice del interés y del mérito que ha tenido la novela en sus tres cuartas partes, deslumbrante a ratos, con unas visiones de un Londres del siglo XXI desbordantes y atractivas y con una fluidez, pese a los vericuetos filosóficos, vertiginosa.
La próxima vez que me pregunten si me gusta la novela negra diré, de nuevo, que no. Que lo que me gusta es Ellroy, y añadiré, si la lectura de alguna novela suya más que pienso realizar en breve confirma mis expectativas, que también me gusta Kerr.

Una novela notable. Reconozco la más que evidente maestría e innovación que Kerr lleva a cabo para elevar el texto desde una mera novela de crímenes a otro nivel, por lo que se merece un reconocimiento sangriento, apocalíptico, filosófico, wittgensteniano e, incluso, sofista.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

La gaviota -Antón Chéjov-.



CREACIÓN Y AGÓN

En un curso que me impartió hace unos años Fermín Cabal, dramaturgo, sostuvo la teoría de que el Agón era el principio y final de toda obra teatral, que sin el Agón no habría teatro. El Agón –palabra griega- es la contienda, el desafío, la disputa, el conflicto. Y todas las obras de teatro se estructuran en relaciones de agones entre sus personajes. Quizás aquí empiece la revolución de Chéjov, en las líneas del conflicto de sus personajes que se difuminan en otros pequeños conflictos, y estos en otros... En La Gaviota, los agones de los personajes son minúsculos, supeditados todos ellos a un Agón superior y enorme que lo domina todo. Porque, en La Gaviota, el tema principal, que lo eclipsa todo, es el conflicto que se apodera de tres personajes principales, Treplev, Nina y Trigorin: la creación literaria, la chispa creadora, la epifanía.

Mientras los tres personajes se debaten en la angustia que les provoca la creación artística en alguna de sus formas, de fondo corren, apenas dibujadas, o más bien desdibujadas, unas pequeñas subtramas. Es cierto que hay una especie de relación amorosa de Treplev por Nina, de Nina por Trigorin, de Arkádina por Trigorin, de Masha por Treplev, de Medvedénko por Masha, de Polina por Dorn… y existen los celos de Arkádina por Nina, de Treplev por Trigorin…incluso un conflicto de Treplev con su madre, pero no, no nos interesan, son demasiados agones, demasiadas relaciones críticas para cuatro actos tan cortos, apenas intuidas, devoradas por el Agón mayor de la Creación y de la Vocación. Y el extravío de ella, obviamente.

La gaviota, el animal, el pájaro, representa eso: la Creación. En Treplev, el ansia creadora terminará muerta y corrompida; la vocación, en Nina, extraviada en la rutina como ya le ha sucedido a Arkádina; y la creación está acartonada, acomodada, machacada por la rutina de Trigorin, que incluso ordena embalsamar la gaviota, aunque luego no lo recuerde, en una clara imagen de cómo una vez fue un autor creativo que ya ha dejado de serlo, que en algún momento experimentó la chispa, pero ha olvidado el cómo. Porque la gaviota de la creación literaria, que puede desplegar sus alas y elevarse, se ha convertido en un ser inerte, muerto en manos de estos artistas derrotados, incluso en algo caduco y disecado: ¿cabe, así, mayor símil para representar las fuerzas que luchan por poseer el alma del artista?

La Gaviota es, además, o quizás sólo eso -todo eso-, un ejercicio de la huida de lo teatral, donde atendemos más a los detalles de los personajes que a lo que realmente les sucede, sin efectismos. Se trata de esa corriente submarina acuñada por Stanislavski y sublimada en la obra en referencia a la misión del arte, más concretamente sobre la literatura y el teatro y el misterio de su creación. En la obra se representa la vida como es y las personas como son, sin ninguna distorsión teatral. Lo corriente adquiere así un valor supremo: personajes patéticos creados con escaso énfasis. Como si todo estuviera envuelto en una desgana existencial, pero atendiendo a lo microscópico. Para Nabokov, Chéjov fue el primer escritor en apoyarse en las corrientes subterráneas de la sugerencia para comunicar un contenido. Quizás esto resuma el fracaso inicial de la obra, incomprendida, y su posterior resurrección cuando se entendió que un único detalle esbozado por Chéjov ilumina la totalidad del ambiente.

He hablado, aquí, del misterio de la creación literaria… ¿cómo crea un autor? Cada vez tengo más claro que a golpe de epifanías. Este es un tema que me viene obsesionando, y me he encontrado con un claro reflejo en los comportamientos de Treplev, Trigorin y Nina. Antes veamos un par de ejemplos de a qué me estoy refiriendo:

Johann Georg Hamann fue enviado a Londres en el año 1756 (se especula hasta con motivos cercanos al espionaje y con la misión de vender Könisberg a los británicos). Una crisis vital lo mantuvo durante un mes encerrado en su hotel (por llamar así al antro en el que se hospedaba). Se mantuvo a flote leyendo la Biblia, lo que le transformó en escritor, en el escritor que sería conocido después como el Mago del Norte por su estilo. El resto de su vida, antes y después de esta epifanía, es irrelevante: sólo importan, desde ese momento, sus obras.

Otro escritor que sufrió una epifanía de dimensiones transformadoras -¿acaso no todas las epifanías son transmutadoras?- fue Kafka: en la noche del 22 de septiembre de 1912 se sentó en su escritorio del número 36 de la Kiklasstrasse de Praga y se produjo algo inexplicable. El escritor bloqueado, el apático ciudadano con dudas, el chupatintas de la administración, se demostraba así mismo que era un escritor logrando terminar, de un tirón y en sólo una noche, el relato La Condena (¡Por cierto, qué similitudes las del Treplev de La Gaviota con Kafka!) Otra epifanía.

Pues bien, el intelectual de Chéjov, el creador, es un ser incapacitado para poner en pie su trabajo. Treplev ha experimentado la epifanía fuera de la obra de teatro, antes de que esta empiece, y rápidamente la extravía. Trigorin, que alguna vez la experimentó, también la ha perdido en la rutina y el hastío de la consagración como autor. La madre de Treplev ni recuerda cuando poseyó la vocación. Y sólo Nina, delante nuestro, sufre la revelación, el nudo del Agón se deshace así ante la epifanía, la revelación de que ella se dedicará al teatro… para terminar como Arkádina: harta hasta perder toda chispa vivificadora. O para terminar como Treplev, con un disparo, puesto que la agonía de la literatura, el Agón de la literatura, lo lleva a dispararse como le sucedió a Silva o a Potocki o a tantos otros… El disparo es el colofón a la maniobra creadora, la única manera de bajarse de la ola de la literatura cuando esta te ha infectado hasta los huesos.

Realmente, este es el problema de acercarse a la obra como yo me he acercado, en calidad de narrador, en calidad de creador, porque el tema de la creación literaria ha supeditado toda mi lectura. Chéjov, en una carta de 1888, se preguntaba: ¿para qué y para quien escribo?, y parece que en esta obra hubiera intentado abordar el asunto, aunque no encuentre una respuesta satisfactoria. La Gaviota es ficción teatral sobre ficción literaria. Es tal el engaño que crea en el lector o en el espectador, genera tal ilusión, que apenas se advierte que Nina está proyectada en Arkádina, que Treplev lo será en Trigorin, el maestro en el médico, y que unos y otros no son más que ellos mismos y su transformación. Y tal engaño culmina con el disparo de Treplev, que se burla de todos. Quienes crean que se ha matado es porque desean que, al menos, la obra cierre un conflicto, porque, en realidad, la historia, construida en olas, en oleadas, no termina nunca. Mientras las personas sigan vivas no hay posibilidad de concluir con sus conflictos, con sus agones. Entonces… ¿alguien puede asegurar que el disparo de Treplev haya sido mortal?

Chéjov nos engaña a todos porque, antes, Treplev ya se disparó, en el espacio entre dos actos, y siguió vivo. ¿Qué nos hace ahora pensar que realmente muere? ¿Qué nos impide creer que, igual que Nina rondará para siempre por caminos polvorientos y teatros de segunda y que Trigorin seguirá escribiendo rutinariamente en su tormento, Treplev, una y otra vez, en el juego metaliterario, no se disparará eternamente?

Una obra sorprendente, redescubierta como nueva con cada lectura, con una corriente subterránea conmovedora, con unos personajes inolvidables, con un planteamiento sobre la creación literaria, sobre la vida como problema estético, turbador y ciertamente derrotado; una amargura deliciosa.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Los santos inocentes -Miguel Delibes-.







De la semana que pasé, a primeros de agosto, en el curso de El Escorial sobre Miguel Delibes, me ha quedado en el tintero una última reflexión relacionada con su obra Los santos inocentes, la que podría denominarse como novela experimental, las adaptaciones cinematográficas y lo que califico como el falso imaginario.


Vaya por delante que Los santos inocentes no me parece una buena novela de Delibes: realmente me parece deficiente. El autor, antes, se ha movido en la experimentalidad literaria con Parábola del náufrago, un intento aceptable, y en la novela que me ocupa, de forma absolutamente fallida. En este terreno, volviendo a esa rivalidad Delibes-Cela a la que ya dediqué una parte de mi entrada sobre Mazurca para dos muertos, el escritor gallego se lleva el duelo: si bien tiene auténticos fiascos en la experimentalidad (el San Camilo y el, aunque simpático y por momentos hasta hilarante, Oficio de Tinieblas 5), es en la propia Mazurca y en la monumental Cristo versus Arizona en donde fabrica la gran novela experimental que, me parece, le hubiera gustado a Delibes conseguir con Los santos inocentes.
Los santos inocentes ni es una novela, ni un relato corto, ni una nouvelle… la verdad que no es nada de nada: repleta de inconexiones, lastrada por una estructura desestructurada, una deslabazón que se alimenta de personajes planos y con un cierto y extraño (extraño por lo impropio de Delibes) apresuramiento que planea por toda ella. Es un texto vacío, con una sobriedad tan extrema que no me parece ya un recurso de autor sino más bien desgana, y que al intentar ceñirse el corsé de la experimentalidad se está vistiendo las galas de la más austera mortaja.


EL FIASCO DEL FALSO IMAGINARIO 

Muchos de los que lean esta crítica, o reseña, o mi opinión más vulgar e indocumentada, o como quiera llamarse, se llevaran las manos a la cabeza repletos de indignación. No se trata de eso, de indignarse, se trata de no ser mentirosos. El lector español es muy mentiroso. Porque, de verdad, ¿cuántos defensores a capa y espada de Los santos inocentes se leyeron la novela antes de ver la película? Incluso: ¿cuántos lo han intentado después? Es imposible hacerlo. Mario Camus, en estado de gracia (él y todos los que aparecen en ella) destruye la novela de Delibes con su magnífica y mucho más sobresaliente adaptación: infinitamente más que el original. Desde ese instante, desde la proyección con que la película ensombrece el texto de Delibes, Los santos inocentes desaparece, pierde su aura de novela, lo pierde todo porque, y es aquí donde se ven sus carencias, era un texto demasiado endeble recompensado con una adaptación cinematográfica magistral que termina por anularlo.
El Azarías será por siempre Paco Rabal, y Alfredo Landa se nos aparecerá cada vez que leamos el nombre de Paco el Bajo. Es imposible extirparlos de la memoria colectiva, del falso imaginario que el cineasta ha creado en nosotros. Los que leímos la novela y después vimos la película no podíamos creer lo que estábamos viendo: ¿en dónde se retrata así a estos personajes? ¿Acaso La Niña Chica no abandona la palidez del texto para convertirse en un personaje perturbador? Y no entro ya con el asunto de la milana
Circunstancias como estas son las que me han llevado a un sordo aborrecimiento por el cine. Adaptaciones extraordinarias de otras novelas, como El Pascual Duarte o La Colmena e, incluso, la serie televisiva de La Regenta, y, por cierto, de otra novela de Delibes, Las ratas -que en absoluto interfiere en el texto porque el texto es magnífico y con una autonomía propia que rezuma por los cuatro costados-, adaptaciones todas ellas que en absoluto han creado ese falso imaginario, esa plantilla que ahora se superpone sobre la obra literaria para suplirla por completo. Tal es el daño, que se puede afirmar que resulta imposible leerse la novela tras haber visto la película: hemos ganado una gran obra cinematográfica, pero hemos perdido para siempre el texto, por otro lado nada afortunado, de Miguel Delibes. Gracias al filme, la novela se manda como lectura en la ESO, de otra forma el texto jamás habría entrado en la enseñanza, y los alumnos encantados: ven la película y tan contentos, ya se creen que han leído a Delibes, un discurso que, por lo experimental, es necesario ver, contemplar su construcción de frases y de líneas cortadas, su extraño traje antinovelístico y que, aún sin ser gran cosa, con una visita al vetusto videoclub, se extravía para siempre.
Muchos adoradores de este libro sostienen que es una de las obras maestras de nuestra literatura. Cabría preguntarse, no ya si lo han leído, si le han podido dar un somero vistazo. El texto hace aguas por todas partes, y ni la muerte del señorito, ni la escena de la milana, ni el Azarías, ni otros pasajes y personajes cargados de emotividad, aparecen ni de lejos con esa sensibilidad desbordada en el texto helado. Camus ha sido más delibesco que el propio Delibes y ha corregido y aumentado su universo literario. Pero ellos lo quieren creer así, por culpa de ese falso imaginario cinematográfico que, como un nuevo mal de nuestro siglo, recrea lugares y situaciones en nuestra cabeza con tal realidad, al habernos sometido a un bombardeo por saturación, que somos capaces de admitir, de creer, que las cosas eran así como si hubiéramos estado allí. Un ejemplo palmario, del que ya me he ocupado en mi entrada sobre Irène Némirovsky, es el caso de la idea hollywoodiense de Auschwitz. En esa línea, sobre la que ya he escrito, se encuentra el problema de la película y la novela de Delibes: sin necesidad de haberla leído podemos opinar de ella gracias a la enorme potencia de su adaptación a la pantalla, cuando más de uno se llevará una sorpresa al acudir al texto (incluso, a lo mejor, por vez primera tras leer mis disparates) y comprobar que no es una novela a la vieja usanza, o lo que normalmente se entiende por una novela, que es un experimento fallido y que puede que, en algún foro, cuando la defendía ardientemente, habrá rozado el ridículo (en el caso de que alguien hubiera leído el texto, algo que dudo seriamente). Porque el lector de Delibes tiene, de una vez por todas, que abandonar la defensa de la película de Los santos inocentes creyendo que defiende a Delibes, porque es una afortunada película de un señor llamado Mario Camus, que nada tiene que ver con el novelista. El novelista, en ese trabajo, patinó.

Pálido intento experimental que se queda en nada, ejercicio de riesgo de un novelista sobrio que ya había escrito Parábola del naufrago con azote de la crítica; valiente por tanto, pero se trata de un esfuerzo estéril, machacado, además, por la mala suerte de un cineasta en estado de gracia que perpetró el mayor robo de un imaginario literario, de todo un universo de ficción, en la historia de nuestra novela.

martes, 6 de septiembre de 2011

Suite francesa -Irène Némirovsky-




LA GUERRA EN UNA MALETA

Todo, en la vida de Némirovsky, parece destinado a un juego del azar, porque su producción literaria, de una enorme calidad, indiscutible, estaba condenada, una y otra vez, por las circunstancias históricas primero, por las editoriales después, a convertirse en una autora ascensor, es decir, que subió a los altares de la gloria literaria y del mercado, que se precipitó al abismo, para retornar, más de sesenta años después, con mayor fuerza si cabe.

Las fechas y lugares de nacimiento y muerte de Némirovsky marcarán a la escritora. Nació en Kiev, un 11 de febrero de 1903, y falleció en el campo de exterminio de Auschwitz, en 1942. El enorme lastre que significa esta segunda fecha y lugar será uno de los motivos del olvido de su obra, y paradójicamente, motivo de recuperación y reparación, si contemplamos que el olvido de Irène Némirovsky debía ser subsanado, que con ella se estaba cometiendo una gran injusticia literaria. Irène nació en una parte de la ciudad de Kiev que se conoce como yiddishland, pertenecía a una familia judía que se había labrado una gran fortuna desde el comercio, llegando a desembarcar en la banca. Esto será un detalle importante en la obra de la escritora, y factores claves a la hora de su desaparición. El padre, uno de los banqueros más ricos de Rusia, representaba a la alta sociedad de Kiev, otorgándole a su hija una infancia repleta de lujos y comodidades, que en aquella época significaban un estilo de vida lo más acercado al que se podría llevar en Francia, concretamente al parisino. Irène aprendió el francés, circunstancia clave en su formación y futuro éxito como escritora. El ambiente de esta vida en la parte alta de Kiev queda reflejado en su novela Los perros y los lobos (1940), y otras circunstancias de su infancia y su familia también aparecen en su literatura: la figura del padre, banquero obsesionado por el trabajo y el dinero, en David Golder (1929) y la figura de una madre despegada y a la que odiaba, en El baile (1930), por ejemplo. Sus obras suelen estar ambientadas en el mundo judío y ruso, circunstancia a tener en cuenta a la hora de analizar su caída en el olvido que, como sucede con todos los motivos que funcionaron para eliminarla de la faz de la tierra como escritora, se volverán después a su favor para reivindicarla.

Al describir la ascensión social de los judíos, hace suyos toda clase de prejuicios antisemitas y les atribuye los estereotipos en boga por entonces. De su pluma surgen retratos de judíos perfilados en los términos más crueles y peyorativos, a los que contempla con una especie de horror fascinado, si bien reconoce que comparte con ellos un destino común. A este respecto, los trágicos acontecimientos venideros acabarían dándole la razón, argumenta una de sus prologuistas. Evidentemente, la obra de Némirovsky le hace un flaco favor al judío, interpretado como estereotipo; es prolija en detalles: nariz ganchuda, dedos afilados, ojerosos, enjutos, amarillentos, con afán de enriquecerse y lucrarse, dotados para el comercio, el negocio, el tráfico, son algunos de los rasgos literarios con los que se despacha, espigados de sus novelas. Si se desprende semejante lectura de sus páginas, no es de extrañar que urgiera más recuperar la memoria de otros intelectuales judíos represaliados por el nazismo, sobre todo si añadimos que respecto a la religiosidad, a la espiritualidad propia de los hebreos, Irène era una lega absoluta, a pesar de que su padre provenía de Nemirov, uno de los centros hasídicos en el siglo XVIII. Se podría decir que no renegaba de su cultura ni de sus orígenes, pero nunca se había sentido atraída por ese pozo de sabiduría y cultura judía que era la Europa Oriental (y que iba a sufrir un mazazo irrecuperable con Stalin y Hitler). Némirovsky, deportada por ser judía, llegó a Auschwitz como católica: se había convertido durante su estancia en Francia. Circunstancia que, sin embargo, careció de valor para el régimen de Vichy y las estrictas ordenanzas nazis, y que pudo haber pesado, muchísimo, en los siguientes años de ostracismo.

Con motivo de la publicación de su primera novela, David Golder, que narra el auge y la caída de un magnate judío de las finanzas, la autora explicaba, en una entrevista aparecida en L´Univers Israélite el 5 de junio de 1935, que estaba orgullosa de ser judía y a quienes la veían como una enemiga de su pueblo les decía que en su novela describía, no a los israelitas franceses establecidos en su país desde hacía generaciones y en quienes, en efecto, la cuestión de la raza no interviene, sino a muchos judíos cosmopolitas para quienes el amor al dinero ha pasado a ocupar el lugar de cualquier otro sentimiento. Intentaba denunciar el estereotipo, desvincularse de él, sin éxito y, lo que es peor, granjeándose enemistades entre su propia comunidad.

Cuando se desencadenó la Revolución Rusa, los Némirovsky vivían en San Petersburgo. Muy pronto tuvieron que huir; el padre era un objetivo burgués de primera magnitud. Esa huida de las rebeliones, de los pogromos, aparece en Los perros y los lobos, pero también en Nieve en otoño (1931), donde, además, elabora un desesperanzado reflejo de los rusos exiliados en París tras la Revolución de Octubre. La familia de Irène se estableció en 1919 en París, el padre reflotó sus negocios como director de un banco y Némirovsky estudio Letras en la Sorbona. Diez años después, con la aparición de David Golder, se acababa de convertir en… ¿una escritora francesa? En el futuro podría compartir canon con los Balzac, Zolá, Flaubert o Maupassant.

David Golder, primera novela de Irène Némirovsky, la convierte en una celebridad. Las circunstancias que rodean la publicación son curiosas: no confiando en sus posibilidades, aunque hasta ese momento la autora ya era una asidua de las publicaciones y sus relatos aparecían, con mayor o menor periodicidad, en una revista de la época, Fantasio, y en Le Matin, entre otras, decide enviar el manuscrito sin señas. El editor, Bernard Grasset, tiene que poner un anuncio en el periódico reclamando a la autora. El libro vio la luz y las críticas fueron excelentes, obteniendo reconocimiento, incluso, por parte de escritores dispares, como eran Joseph Kessel –judío- o Robert Brasillach –antisemita-. Convertida en una celebridad, sus salones, ya de casada, fueron frecuentados por lo más granado de la sociedad parisina del momento e, incluso, unos productores cinematográficos adquirieron los derechos de la novela para su adaptación al cine, finalmente interpretada por Harry Baur en la que sería la primera película sonora del prolífico Julien Duvivier, que cosechó un rápido éxito, pasando también al teatro.

Al debut literario le seguiría El baile, un año después, la que pude ser su gran obra maestra, junto a la inconclusa Suite francesa. Némirovsky se afianza así como una escritora psicológica, influida por un doble ascendente: la cultura francesa de Huysmans y Maupassant, y la órbita rusa, de la que extrae a Chéjov, Turgueniev y Dostoievski. Nieve en otoño sería su tercera novela, lo que hizo que su prestigio, con tan sólo veintiocho años, diera un salto desde París y se proyectara por Europa y el mundo. El New York Times la bautizó como la sucesora de Dostoievski, lo que hizo que la autora se entregara a publicar numerosas novelas, como El caso Kurílov (1933), algunas de ellas editadas al estilo folletinesco, como es el caso de El maestro de almas (mayo-agosto 1939, en el semanario Gringoire), una prueba de su consagración en el panorama de las letras francesas del momento donde disfrutaba con numerosos lectores, varias películas y obras de teatro, traducciones de su obra, además de contar con el reconocimiento de los intelectuales de su generación.

Sin embargo, a pesar de lo notable de su posición, la autora no conseguirá la nacionalidad francesa. En un intento de abandonar el estereotipo y preservarse, también, de la persecución que contra los judíos de Europa se ha acentuado desde la llegada de Hitler al poder, Irène decide convertirse al cristianismo con toda su familia en febrero de 1939. La paradoja de la historia, con sus movimientos circulares, empieza a asfixiarla; así, en octubre de 1940, el primer estatuto de los judíos, les asigna una condición social y jurídica especial que, literalmente, los convierte en seres indefensos, en descastados, en intocables. El estatuto define quién es judío para el estado francés atendiendo a características raciales. Los Némirovsky son judíos y extranjeros, y poco importa la proyección mundial como literata de la mujer, que hablen y escriban en francés, que las hijas sean nacidas en Francia o, ese mínimo detalle, la conversión al cristianismo. Además, le prohíben publicar, por lo que, tras dejar a las hijas bajo protección, emprende una huída por el país. La ley de octubre de 1940 decreta el internamiento en campos de concentración de los judíos. Aunque desde 1940 y hasta 1942, Éditions Albin Michel publica sus escritos bajo seudónimos (así aparecerá su última novela publicada en vida, Los perros y los lobos), e incluso se las ingenian para poder pagar y que ella reciba ese dinero, la suerte ya está decidida.

En ese periodo turbulento, antes de que sea internada en Auschwitz, Némirovsky tiene tiempo de escribir La vida de Chéjov y Las moscas del otoño, que ya no aparecerán hasta 1957 y, además, inicia su inacabada Suite francesa, de la que consigue terminar dos de las cinco partes: Tempestad en junio y Dolce. Su pretensión era redactar un libro-sinfonía, con la Quinta de Beethoven como modelo, al fondo. El libro reflejará la actitud completamente odiosa de los ciudadanos parisinos, derrotados y colaboracionistas con los nazis, en un descarnado retrato que compone un obra incómoda y sumamente crítica. A pesar de su importancia, de su estatus como escritora, en la prensa, en las editoriales, casi todos han optado por el colaboracionismo, por mirar a otro lado… con pocas excepciones. Una idea del peso de la escritora en el panorama francés del momento nos lo proporciona la carta del 28 de septiembre de 1939, del director editorial, prometiendo dar la cara por su autora: Usted es rusa y judía y podría suceder que quienes no la conocen –pocos, sin duda, dado su renombre de escritora- le creen dificultades (…) Así pues, estoy dispuesto a atestiguar que es usted una mujer de letras de gran talento, tal y como por otra parte prueba el éxito de sus libros, tanto en Francia como en el extranjero, donde existen traducciones de varias de sus obras (…) David Golder, fue una extraordinaria revelación y dio origen a una película notable.

El 13 de julio de 1942 es detenida por la Gendarmería, internada en el campo de tránsito de Pithiviers el día 16. Tan sólo un día después, formando parte del convoy número 6, es deportada a Auschwitz. André Sabatier, editor literario de Albin, intenta solucionar el drama con una carta dirigida a J. Benoist-Méchin, secretario de Estado de la Vicepresidencia del Consejo: es una novelista de enorme talento, argumenta para rogar por la salvación. Sin embargo, el resultado es inútil, los franceses, sometidos a una implacable ley administrativa alemana, no reaccionan.

La táctica será, ahora, demostrar que la escritora sufrió la revolución bolchevique con merma de patrimonio, que es antibolchevique y comparte enemigos comunes con quienes la acaban de deportar. Una nota anónima le recomienda al marido de Irène: ¿Hay en la obra de su mujer (…) pasajes de novelas, relatos o artículos que pudieran ser señalados como netamente antisoviéticos? El marido reacciona, e inicia ese camino con una carta enviada al embajador de Alemania, Otto Abetz, el 27 de julio de 1942: Mi mujer (…) es una novelista muy conocida (…) Sus libros han sido traducidos en gran número de países, al menos dos de ellos –David Golder y El baile– en Alemania (…) Ha llegado a ser una escritora de renombre. En ninguno de sus libros (que, por otro lado, no han sido prohibidos por las autoridades ocupantes), encontrará usted una sola palabra contra Alemania, y, si bien mi mujer es judía, habla en ellos de los judíos sin el menor afecto (…) Somos católicos (…) El periódico en el que colaboraba en calidad de novelista, Gringoire (…) nunca se ha mostrado favorable ni a los judíos ni a los comunistas (…) Me parece injusto e ilógico que los alemanes envíen a prisión a una mujer que, si bien es de origen judío, no siente –todos sus libros lo prueban– ninguna simpatía por el judaísmo ni por el régimen bolchevique. Valga esta carta como una muestra de algunos posibles motivos por los que no resultaba agradable o preceptivo recuperar la figura de la escritora nada más terminar el conflicto y que, sin duda, obstaculizaron su regreso al panorama literario, que no le fue posible hasta que no se realizó una relectura de los sucesos desde un espíritu mucho más autocrítico en una Francia siempre traumatizada con toda aquella época.

Por último, en una carta del 9 de agosto de 1942, el marido de Irène se lamenta a André Sabatier: Es totalmente inconcebible que nosotros, que lo perdimos todo por culpa de los bolcheviques, seamos condenados a muerte por quienes los combaten. Internada en el campo anexo de Birkenau, la mujer sobrevivirá hasta el 17 de agosto, cuando el tifus acabe con su vida. El marido, que desconoce la muerte de su mujer, indignado, porfía y escribe una carta de protesta a Petain; como respuesta, el régimen de Vichy lo arresta y lo deporta a Auschwitz, en donde morirá el 6 de noviembre de 1942, ejecutado nada más llegar.

El asunto Auschwitz merece una especial atención a la hora de evaluar la reentrada de Némirovsky en el panorama literario del siglo XXI: en mi opinión, este ha sido el elemento clave. La recuperación de una autora que cierra su biografía con la palabra Auschwitz no podía pasar desapercibida para una industria que, en particular durante todo el trecho que llevamos del siglo XXI, ha reinterpretado el Holocausto, y cualquier suceso que tenga que ver con la Segunda Guerra Mundial o el nazismo, como un elemento sumamente atractivo que se traduce en ventas y dinero. Esta concepción del Holocausto, más concretamente de Auschwitz como un parque temático o un imaginario de quienes nunca estuvieron allí tiene múltiples culpables (y sería algo a tener muy en cuenta el plantearse estudiar el campo y su representación en el Arte, Literatura y Cine, desde esta perspectiva, como la re-invención de un nuevo imaginario, totalmente ficticio muchas veces). Dentro de esos culpables, sin duda, dos de los principales son los escritores William Styron, con La decisión de Sophie (1979) y Thomas Keneally, con su Arca de Schindler (1982). Son novelas, ambas, refrendadas con populares películas que han construido ese pastiche hollywoodiense que es Auschwitz en el imaginario del espectador globalizado del siglo XXI. Poner en el disparadero de ventas a una autora que murió allí, es una oportunidad comercial difícilmente rechazable. Más aún si la novela, para mayor suerte, trata de la Segunda Guerra Mundial, el tema de moda más absoluto durante el primer tramo del siglo XXI. Es todo un jackpot.

La figura de Némirovsky se agiganta desde esas premisas y supera así los errores, o los prejuicios, que llevaron a que fuera olvidada. La editorial nos sirve un aspecto de ella, como gancho comercial, terriblemente mentiroso, y cruel, pero que cuadra con el tópico de Hollywood y, al menos, redime a la autora: asesinada en Auschwitz, tal y como pone en todas y cada una de las contraportadas de sus libros. Es cierto, pero técnicamente inexacto. Irène no fue gaseada, como ese asesinada parece sugerir: la cinematográfica cámara de gas vende más que el tifus, y con ello no quiero decir que no sea igualmente execrable el crimen, pero la autora no murió producto de una ejecución indiscriminada, como su marido, o tras una paliza, y sin embargo la imagen que se quiere dar desde la editorial, porque es la imagen de un innegable resultado comercial, es esa; cabe reflexionar aquí sobre cuánta gente tiene en su cabeza, de nuevo ese imaginario falso de quienes nunca estuvieron allí, la muerte de Anna Frank en una cámara de gas y fue, de nuevo, el tifus, una enfermedad que no resta ni un ápice de dramatismo, sufrimiento e indignidad a los sucesos de ambas. Irène, además, era una judía convertida al catolicismo, que no tenía nada que ver, ni el menor punto de conexión, con muchas de las circunstancias de millones de judíos de la Europa Oriental –esos que se nos ofrecen, sistemáticamente, como un artefacto comercial-. La autora debe su recuperación, en parte, a semejante estrategia sin escrúpulos que ofrece una imagen inexacta de ella, demostrándose que, al final, el canon atiende a aspectos políticos, comerciales, de cualquier ámbito, menos al verdaderamente importante: el de calidad literaria. Con ello se desprecia, además, a quienes se interesan por conocer las verdaderas causas y sucesos del Holocausto, y van más allá de la visión espielbergiana del asunto.

La obra de Irène Némirovsky, tras el paréntesis de la Segunda Guerra Mundial, parece haber desaparecido por completo, como si la autora jamás hubiera existido, tragada por la Noche y Niebla del nazismo, tal y como se llamaba el decreto promulgado por Hitler. ¿Qué ocurre, desde entonces, para que actualmente vivamos un boom de la novelista? La clave de ello radica en su obra inacabada, curiosamente, en Suite francesa. Élisabeth y Denise Epstein, las hijas del matrimonio, llevaron consigo una maleta que pertenecía a su madre, repleta de documentos, apuntes, y en la que se encontraba el manuscrito de Suite francesa. Era un cuaderno de letra abigarrada y minúscula, en pésimo papel y con una tinta aguada, que durmió durante años en aquella maleta. Hasta que un día, una de las hijas, convertida en directora literaria, decidió entregar el legado de su madre al Institut Mémoire de l´Edition Contemparaine. Con una lupa, Suite francesa fue mecanografiada, después pasada a ordenador y, finalmente, ordenada en su estado actual. La hija se sorprendió, pues esperaba que aquello se tratase de un diario de los últimos días, y era la obra maestra de su madre. Publicada, al fin, obtendrá en 2004 el premio Renaudot, por vez primera otorgado a un escritor fallecido, las críticas serán unánimes en las publicaciones de mayor prestigio, las traducciones alcanzarán los treinta idiomas y venderá más de un millón de ejemplares en todo el mundo. Su éxito en España no fue menor: Libro del Año 2005 por los libreros de Madrid, y la edición de la editorial Salamandra que alcanza la número 18, según datos de mayo de 2010.

En la novela de Némirovsky, sus protagonistas, porque es una novela coral, tienen un deseo permanente de huida, de escapar del París convertido, por la inminente invasión nazi, en una especie de tela de araña urbana. La ciudad que nos enseña Némirovsky es un reflejo de todo el país, una ciudad de espacios privados, de pisos, de interiores, de cobardías. Esos interiores son recargados, barrocos y delicados, generalmente pertenecen a una clase burguesa alta o a una nobleza decadente, miedosa e insolidaria, preocupada de su propio y exclusivo bienestar. Son pisos repletos de japonerías, de porcelanas, de jarroncillos, de pequeñas piezas de arte que hay que salvar, toda una cacharrería que parece salida de A rebours de Huysmans, y que se va a poner a los pies del elefante de las divisiones acorazadas nazis, que van a pulverizarla. Las casas de vecindad, las ventanas, que poco a poco se irán apagando, abandonados los salones por una población que huye en desbandada, son la imagen de un París que se cierne, maligno, sobre sus habitantes: la ciudad extiende un halo maléfico, peligroso, y cuando interviene en la vida de los personajes, provoca desgracias; cuando no, la muerte.

La ciudad de París es una ciudad de silencios, del silencio de la desbandada. En los barrios, en las calles, sólo se escucha el eco que resuena de los últimos rezagados que oyen los partes de la guerra en sus radios y los cerrojos de las puertas: Las calles estaban desiertas. Los comerciantes echaban los cierres de las tiendas. En el silencio, sólo se oía el ruido metálico, ese sonido que con tanta fuerza resuena en los oídos, las mañanas de sublevación o guerra en las ciudades amenazadas.

La imagen típica y bucólica de París, del París primaveral, salta en añicos ante la inminente tragedia que se avecina: De vez en cuando, en el umbral de alguna casa del bulevar Delessert se veía aparecer un gesticulante grupo de mujeres, ancianos y niños que se esforzaban, con calma al principio, febrilmente después y con un nerviosismo frenético al final, en hacer entrar familias y equipajes en un Renault, en un turismo, en un cabriolé. No se veía una sola ventana iluminada. Empezaban a salir las estrellas, estrellas de primavera, con destellos plateados. París tenía su olor más dulce, un olor a castaños en flor y gasolina, con gotas de polvo que crujen entre los dientes como granos de pimienta. En las sombras, el peligro se agrandaba. La angustia flotaba en el aire, en el silencio.
El mismo ritual que cuando se acudía al campo de vacaciones, el cabriolé con el que se daban los paseos, las maletas colocadas de la misma manera… pero ahora, ante ellos, ante los que huían, se extendía el panorama del terror, bien diferente, extraño e incomprensible de un París amenazado y amenazante. La ciudad experimenta un desnudamiento del alma ante el pánico, un desnudo semejante al de los personajes: La caridad cristiana, la mansedumbre de los siglos de civilización se le caían como vanos ornamentos y dejaban al descubierto su alma, árida y desnuda. ¿Nos habla Némirovsky de sus personajes, de la ciudad, o de toda Francia? De todos, porque París se proyecta en los personajes y los personajes se reflejan en ella. La insolidaridad, las traiciones, el intento de salvarse a costa de lo que sea, no es más que un rasgo oculto, latente, de los urbanitas, que ahora florece ante el desastre y que, en el resto de la novela, en el retrato de los habitantes del campo, de los pueblos, no será tan acusado.

La crueldad de la situación, lo injusto de la Historia, se ve reflejada en la historia de la porcelana, que ha resistido los avatares de la huida, el viaje en cajas, la amenaza de los bombarderos, y el regreso de nuevo a París, y que se quiebra a manos de la portera: La señora Logre, que por fin había acabado el despacho y la biblioteca, volvió al salón para desenchufar la aspiradora. Al hacerlo, el mango del aparato golpeó la mesa sobre la que descansaba la Venus del espejo. La portera ahogó un grito al ver cómo la estatuilla se estampaba contra el parquet. Venus se hizo añicos la cabeza. La ciudad se venga, no acepta que los huidos, los que la dejaron abandonada a su suerte, ahora regresen mansamente. La Venus se ha reventado, pero poco le importará ya eso a Charlie Langelet. Él, como su porcelana, también ha pasado por mucho sufrimiento en el éxodo, hasta poder regresar de nuevo a París. Ha salido de casa porque se merece un buen restaurante, una buena cena como recompensa a sus sufrimientos, pero la niebla, repentina, se ha cernido sobre la ciudad. París ha elegido su venganza. En una curva junto al Sena, donde la visibilidad es menor, un automóvil atropella a Langelet. El alerón del coche le dio de lleno en la cabeza y le destrozó el cráneo.
Como sucede con la Venus de porcelana, la ciudad se ha vengado en Langelet, rompiéndole la cabeza. París ha decidido actuar en la novela, rabiosa, enfadada por el destino que le espera, el de una ocupación humillante y dolorosa. ¿Ha sido París o ha sido la autora? El valor de la obra es indiscutible, como lo es, también, la incomodidad que pudieron sentir los franceses con un texto tan crítico. ¿Qué me hace este país? Ya que me rechaza, considerémoslo fríamente, observémoslo mientras pierde el honor y la vida, se quejaba su autora, y eso decidió hacer, literariamente hablando. Más adelante, también es sus notas, manifestaba: Todo lo que se hace en Francia en cierta clase social desde hace unos años no tiene más que un móvil: el miedo; y en un apunte de 1942: Quieren hacernos creer que vivimos en una época comunitaria en la que el individuo debe perecer para que la sociedad viva, y no queremos ver que es la sociedad la que perece para que vivan los tiranos.

Una obra maestra inacabada, deliciosamente escrita, con ira y dolor contenidos, de una novelista excepcional y reveladora, que recupera el estilo de Dostoievski y Tolstoi y apuesta por la novela de grandes personajes y grandes tramas.