martes, 10 de noviembre de 2020

Una vida sin fin-Frédéric Beigbeder

*Esta crítica apareció en achtungmag.com:

https://www.achtungmag.com/frederic-beigbeder-y-una-vida-sin-fin-el-falso-optimismo-de-la-inmortalidad/


Frédéric Beigbeder y Una vida sin fin: el falso optimismo de la inmortalidad

Siempre me ha gustado el francés Frédéric Beigbeder y con su última novela todavía más. Me refiero a Una vida sin fin, editada por Anagrama, en donde nos sirve un cóctel narrativo que bebe de muchas fuentes, todas ellas relacionadas con el género distópico, que aliña con un poco de autoficción (el autor y su familia son los protagonistas), junto a un sobresaliente trabajo de documentación científica. En la novela se aborda el transhumanismo, la utopía médica, la utopía cibernética y tecnológica, la distopía de la inmortalidad, creando un libro de no-ciencia ficción, dado que las técnicas que se mencionan y los científicos y lugares que aparecen son reales, producto de la investigación y las entrevistas sostenidas por el autor. Hoy, queremos vencer a la muerte en Achtung!

Lo primero en que me fijé cuando me disponía a leer la nueva entrega de Beigbeder fue en una afirmación que la editorial resaltó en la faja que acompaña al libro: “Una novela de ciencia no-ficción”, palabras del periodista de la RTL, Bernard Lehut, y que al principio pueden sorprender. ¿Acaso no son todas las novelas una ficción? ¿Acaso puede existir un género de ficción que no sea ficción, o una literatura de ciencia que no sea ciencia ficción?


En muchas ocasiones los contenidos de las fajas que eligen las editoriales pueden ser delirantes, pero cuando uno termina la lectura de Una vida sin fin se da cuenta del acierto de Anagrama al seleccionar esta afirmación como gancho. Porque es exacta. Define a la perfección el contenido del libro.

El periodista de la RTL, Bernard Lehut.
El periodista de la RTL, Bernard Lehut.

De esa forma, en la forma de ciencia no-ficción, el híbrido futurista distópico propuesto por el autor se mezcla con el reportaje periodístico, para mostrarnos el eterno tema del hombre que juega a ser Dios, con consecuencias frankensteinianas. Divertidísima, amena y con un estilo ligero pero tenaz, provocativo e incisivo. Y es una novela, claro.

La premisa de la que parte Beigbeder es tan simple como disparatada (¿o tal vez no lo es tanto?). Hace poco vi una película titulada La fuente de la vida, del intrincado director neoyorquino Daren Aronofsky y con un dúo protagonista integrado por Hugh Jackman y Rachel Weisz, que planteaba el meollo beigbederiano de Una vida sin fin. En el film se afirmaba que “la muerte es una enfermedad”. Por tanto, solo tenemos que atajar sus síntomas para detenerla. Pues bien, esta es la idea de partida del viaje, de la itinerancia por medio mundo que emprende el protagonista de Una vida sin fin, el propio Beigbeder junto a su familia: el deseo de no querer morir. La necesidad de frenar los síntomas de la vejez y conseguir una vida eterna.


De acuerdo… ¿Pero podemos conseguir una vida eterna, sin fin, tal y como reza el título, más allá de una congelación de la cabeza al estilo del mito de Walt Disney o de un proceso criogénico no del todo fiable? ¿Existen otras formas que no pasen por la hibernación helada? Beigbeder, padre de una hija y enamorado de una mujer maravillosa, se lanza en busca de cualquier remedio capaz de frenar el envejecimiento: la vieja utopía de la inmortalidad que, remozada desde el avance científico del siglo XXI, se hermana con el transhumanismo, el copia y pega de cadenas genéticas como quién edita un documento de Word, o con vaciados y renovaciones de la sangre al más puro estilo de la leyenda protagonizada por Mick Jagger y Keith Richards.

Walt Disney y el dúo Jagger-Richards, mitos de las prácticas en búsqueda de la inmortalidad: criogenización y transfusiones:


Pero hay más, claro, porque en los avances científicos que nos prometen vivir mil años, o para toda la eternidad, se suceden con rapidez centelleante: técnicas de laboratorio, toqueteos de cromosomas, tratamientos complejísimos, que solo dependen de lo abultado que tenga la cartera la persona que desea la inmortalidad.

 Es un tema que permite ser abordado desde diferentes puntos de vista: narrativa de ficción, libro de investigación, crónica periodística, informe científico, novela de ciencia ficción, distopía técnico-médica… y Beigbeder, en su línea genial, con esa especie de collage narrativo que presenta en sus novelas, elige hacerlo desde todos los puntos de vista a la vez. El resultado es magnífico.

Y a todo ello, porque Beigbeder no puede resistirse a su estilo, a su marca personal literaria, le añade una trama autoficcional, esas falsas realidades biográficas que se insertan en los diferentes planos de la realidad; y así comienza el juego literario:

La diferencia entre la ficción y la realidad es que la ficción debe ser creíble”.

Mark Twain.

 Esta frase, con la que el autor da comienzo al libro, es de Mark Twain, y pone el foco sobre el asunto principal del texto, que eso de alcanzar la inmortalidad puede parecer un disparate:

pero hoy la ficción es menos disparatada que la ciencia”.

Muchas páginas después, Beigbeder nos advierte de lo que nos hemos encontrado en el libro:

Ya no había diferencia alguna entre la realidad alrededor de nosotros y la ciencia ficción”.

Asistimos—yo lo hago boquiabierto—, a un recital de procedimientos que superan cualquier fantasía con que hayamos podido toparnos en novelas de ciencia ficción. Y son reales, como lo son las clínicas, las instituciones y los lugares; las personas también, como no, los médicos y científicos, que desfilan por las páginas de la novela. Estamos ante un trabajo de Gran Periodismo que se convierte en Gran Literatura.

El Juicio de Osiris representado en el Papiro de Hunefer (ca. 1275 a. C.).

El esfuerzo de Beigbeder no es construir una distopía médica apoyada en falsedades, sino entrevistarse con las eminencias que están desarrollando las técnicas más avanzadas, reproducir sus palabras y sus explicaciones —recopiladas a lo largo de 2015 y hasta el 2017—, incluso someterse a algunos de esos tratamientos. Y creo que aquí entra en juego la autoficción…, no estoy muy seguro, pero no soy tan inocente como para creerme que Beigbeder se ha prestado a ciertas prácticas… No podemos obviar ni olvidar lo principal: estamos, ante todo, leyendo una novela, y como tal, este género se define por su ficción.  La mentira ficcional aparece junto a su contrapunto de verdades:

Todos los nombres de personas o empresas, direcciones, descubrimientos, startups, máquinas, medicamentos y centros clínicos mencionados existen realmente”.

Esta última advertencia final deja ya lista, preparada y dispuesta, la monumental Caja de Pandora en forma de libro que se abrirá ante nosotros. La quimera en pos de la vida eterna aparece más próxima de lo que pudo parecernos al leer las novelas de Isaac AsimovDon DeLilloSaramagoBorges o Huxley, entre otros muchos.

El gran escritor Isaac Asimov, uno de los padres de la ciencia ficcion.

Tras esas advertencias iniciales que nos sumergen en el juego metaliterario aparece un primer capítulo breve, de apenas página y media, deslumbrante. Y lo de deslumbrante no lo digo por su calidad literaria, que también, sino porque, además, se nos plantea todo el drama y la épica de las estrellas que se colapsan y mueren, pero cuya luz nos sigue llegando desde los confines del universo. La potencia metafórica de esta apreciación no puede escapársele a Beigbeder que sabe muy bien, nosotros también, que las claves de las respuestas a los misterios que plantea el ser humano se encuentran arriba, en el cosmos.

Frédéric Beigbeder. autor de Una vida sin fin.

La luz de una estrella desaparecida, ese light gap, es “la prueba de que es posible seguir brillando después de la muerte”. En efecto, pero a nivel humano el asunto puede resultar mucho más miserable. Beigbeder compara este efecto con el de las llamadas al teléfono de alguien que ha fallecido y que todavía nos permite escuchar su voz en el mensaje del contestador:

“¿Al cabo de cuánto tiempo disminuye la luminosidad de una estrella que ha dejado de existir? ¿Cuántas semanas tarde un operador de telefonía en borrar el contestador de un cadáver?”.

Estas dos preguntas que se formula el autor ponen de relieve el miserable logro pasajero de la permanencia humana tras la muerte. A un escritor, un creador, un artista, sus obras le van a permanecer, esa sería su luz una vez extinto, pero Beigbeder no quiere conformarse con eso. Desde que nacemos estamos programados para morirnos, desde el primer instante ya empezamos a corrompernos, a pudrirnos, hasta que nuestro cuerpo se agote. El proceso de deterioro irremisiblemente acabará enterrándonos. Este drama cotidiano que interpretamos como una gran tragedia es simplemente el abecé de la vida. Y los libros, como pequeñas luces pulsantes en el recuerdo, en principio no le bastan a Beigbeder. Porque no quiere abandonar a los seres que ama, a su hija y a su mujer, por mucho que sus libros alumbren la posteridad. ¿No puede la ciencia hacer algo para evitarlo?

Un ala del Hospital Europeo Georges Pompidou de París.

La todopoderosa ciencia, esa que nos muestra sus avances y formidables adelantos cada día, que nos ciega con el poder de su conocimiento, no ha conseguido detener la muerte, pero sí el envejecimiento. Formas de retrasar le muerte pueden existir muchas, pero vivir eternamente, o un numero indecente de años, solo puede llevarse a cabo de una forma: viviendo para siempre porque

La vida es una hecatombe. Un  asesinato en masa con cincuenta y nueve millones de muertos al año. Un millón novecientos mil fallecimientos por segundo. Ciento cincuenta  y ocho mil ochocientos cincuenta y siete muertos al día. Desde el inicio de este párrafo en el mundo han muerto veinte personas”.

En este caso, no hay nada peor que acabar formando parte de esos números, de esas estadísticas, y algún día las engrosaremos.

Además de estas reflexiones sobre la mortalidad, o sobre la búsqueda de la inmortalidad, Beigbeder afronta otro tipo de problemas relacionados con nuestra modernidad: la aplastante presencia de la cibernética y la robótica, la influencia digital en la educación de la infancia, las vidas que vivimos a través de las redes sociales, las falacias de la impostura de lo que el autor denomina no-vida y que creemos existencia y no son más que toneladas de píxeles (en el texto se desarrolla una irónica teoría del selfie), todo ello para concluir que el hábitat en el que nos movemos ha experimentado una evolución involutiva: hemos pasado del “pienso luego existo” al “poso luego existo”. Beigbeder demuestra así su fino olfato, repleto de sarcasmo, a la hora de entender la empobrecida realidad que vivimos.

Este caballero tan risueño es el profesor Stylianos Antonorakis.

El genoma será la primera parada de Beigbeder en su combate contra la muerte. Y el escenario la Clínica del Genoma en Suiza. Y el personaje, el profesor Stylianos Antonorakis. Estos toqueteos del ADN, este manoseo de las cadenas entrelazadas, quizás sea, dentro del anhelo de eternidad, la técnica más difundida, conocida y que ha protagonizado más noticias en la televisión. Después, será el Hospital Europeo Georges Pompidou y el eminente cardiólogo Frédéric Saldmann. Luego el Hadassah Ein Kerem Hospital Center de Jerusalén y el doctor Yossi Buganim. Más tarde, la clínica Viva Mayr en Austria, a la búsqueda de la autotransfusión; cerca del final del libro, el East River Lab de Celletics, Nueva York, y el doctor André Choulika, y también la Escuela de Medicina de Harvard, Boston, y el profesor George Church obstinado en la exploración de cómo detener, e incluso revertir, el envejecimiento.

El eminente cardiólogo Frédéric Saldmann y el doctor Yossi Buganim:


La inmortalidad quizás se pueda alcanzar mediante la religión, pero esa idea no parece tener mucho espacio en el discurso armado por Beigbeder. Le atrae la idea, la parafernalia que desarrollan los egipcios con sus rituales para garantizar el tránsito al más allá. Pero no siente el mismo afecto por las religiones monoteístas: “la iglesia es el balneario del alma”.

El doctor André Choulika y el profesor George Church:


Todas la técnicas que buscan ofrecernos la inmortalidad o alargarnos la vida pueden parecer cuestión de chamarileros o meros trucos ilusionistas. A lo mejor le estamos pidiendo a la ciencia un imposible, porque buscamos que nos ofrezca una esperanza optimista y en este sentido Beigbeder se muestra contundente:

En un mundo en el que los hombres son mortales, cualquier optimista es un estafador”.

La novela presenta la posible evolución distópica del homo sapiens a transhumano y posthumano. Si pudiéramos evitar la muerte nos arrebataríamos algo de nuestra naturaleza, aquello que precisamente nos vuelve humanos. Y eso, quizás, sea un absurdo. Al fin y  al cabo, podemos leer en el libro que:

una vida sin fin sería una vida sin objetivo”.

Como concluye Beigbeder, al final, “la literatura puede vencer al tiempo”. Yo añado: quizás sea lo único que pueda vencer al tiempo. Esa es la mejor forma de hacerse inmortal. Y no olvidemos que, en un libro que plantea tantas posibilidades, el lector solo puede terminar extrayendo una conclusión que algunos atribuyen al escritor Daniel Defoe y otros al inventor Benjamin Franklin: “Lo único seguro en la vida es la muerte y pagar impuestos”.

La paradisiaca clínica Viva Mayr en Austria.

En cualquier caso, sea quien sea el padre de la afirmación, lo cierto es que parece que se cumplirá hasta el fin de los tiempos. Siempre nos quedará Beigbeder y su lectura para sentirnos un poquito más cerca de la inmortalidad o, al menos, de la salvación que puede ofrecernos la lectura de un libro excelente, un pequeño respiro a los terribles tiempos que corren.

martes, 7 de julio de 2020

Nubecita-Nora Coss

*Esta crítica apareció originalmente en achtungmag.com:
https://www.achtungmag.com/nora-coss-y-su-novela-nubecita-sobre-frontera-cuerpo-infancia-y-oralidad/

Nora Coss y su novela Nubecita: sobre frontera, cuerpo, infancia y oralidad

Hay una editorial mexicana, Nieve de Chamoy, que edita cuidadosamente sus libros y, además, da voz a  nuevas voces de la literatura. Vuelve a hacerlo con Nubecita de Nora Coss, premio Juan Rulfo a una primera novela. Historia magníficamente narrada, con un trabajo del lenguaje brillante y tremendamente divertida. Pero esa diversión en absoluto oculta la dramática historia que nos cuenta, en donde el machismo, las relaciones incestuosas y la competición por el amor de un padre que llevan a cabo dos hermanas quedan reflejadas de forma audaz y estremecedora. Un retrato de la familia actual, de la impostura por conseguir aceptación, tanto personal como social, y un relato sobre la incomunicación y la peligrosa deriva que ha tomado la juventud en el mundo capitalista y consumista en tiempos de la posverdad. Escrita de forma directa y sin anestesias, contundente, arriesgada y eficazmente reivindicativa. Atentos a este libro, en especial quienes os ubicáis al otro lado del charco. Buscadlo.

Sabinas es una localidad mexicana al norte de México, perteneciente al estado de Coahulia, no demasiado lejos de la frontera con Estados Unidos, en su paso por Piedras Negras. Esto es un detalle importante, porque la filtración del colonialismo cultural en Nubecita es un elemento crucial.

En la novela nos encontramos ante una familia mexicana —los Méndez Arreola— zarandeada por todos los vendavales del consumismo norteamericano, incluida la obsesión por conseguir un estatus, un lugar privilegiado dentro de la comunidad, algo tan representativo del american way of life para el que solo tienen ojos los protagonistas del libro, pero sazonado con los comportamientos más provincianos.
De este modo, y dentro del repertorio de anhelos y fracasos que se plantean en la narración, toda ella una batalla de posiciones enfrentadas y aspiraciones en conflicto, el ideal de la familia americana —abandonando el arquetipo de la familia mexicana—, es uno de los principales problemas. Esta lucha plantea problemas de identidad, pero sobre todo se trata de una aspiración a la vida feliz norteamericana, a esa vida de panfletos y propaganda, a esa cultura que bombardea el mundo entero y que poco a poco todos vamos adoptando con mayor o menor resistencia.
En este sentido, el modo de vida americano es un sistema envenenado que termina intoxicando a la familia protagonista del relato. Porque, como ya percibieron a la perfección los diseñadores gráficos de Random House cuando publicaron La broma infinita de Foster Wallace y en la portada colocaron la imagen de una familia norteamericana feliz a la puerta de su casa prototípica, todo es fachada. Detrás se oculta el drama de la deshumanización y el extravío de los valores fundamentales. De esos valores que nos hacen un poco más humanos.

Todo, o casi todo, es apariencia en el sistema universal que ha querido exportarnos Estados Unidos. Así lo muestra el británico Martin Amis en su novela Tren nocturno (Anagrama) en donde la vida idílica de urbanización y campus se ve azotada por un suicidio/crimen inexplicable que esconde la enorme crisis del sistema en su patio trasero.

Sobre estas premisas de la impostura, de la rivalidad por una escasa mejora social que no significa nada, bajo la contaminación consumista, se construye la magnífica narración de Nora Coss. Nace, así, un libro arriesgado y ambiguo, protagonizado por una voz que se desliza peligrosamente hacia la psicopatía aunque, en principio, quiera hacerse pasar por la levantisca mansedumbre de la reacción contestataria de la adolescencia.
Será esta voz uno de los mayores logros literarios de la novela; es la narración en primera persona de Eliana, enfrentada a su hermana Pili por conseguir el amor de un padre calzonazos y cornudo, mientras una madre desquiciada por ascender en el escalafón social se comporta como una mera espectadora, atenta en exclusiva a poder exhibir los entorchados externos del triunfo personal, cristalizados en una obsesión por el ascenso laboral del marido y por la ampliación de la casa con una habitación más.
Este discurso articulado por Eliana arremete contra todo lo socialmente establecido. A ratos nihilista, a ratos punk, a ratos enfermizo, siempre disolvente y sarcástico, producto de una visión de la realidad retorcida (mucho más que distorsionada), en donde se han extraviado los roles de referencia y han saltado por los aires las normas más elementales de convivencia.
Nora Coss logra aquello tan difícil en un escritor que afronta su primera novela: una voz característica del personaje, que nos habla con expresiones y giros propios, que muchas veces utiliza ese spanglish fronterizo, para enarbolar un discurso atómico contra su familia y, por extensión, contra toda la sociedad que la rodea.

Nora Coss, autora de la excelente Nubecita, publicada por Nieve de Chamoy.
Pero cuidado, porque debajo de este torrente de palabras, que puede parecer meramente un artificio divertido, se revela una personalidad oprimida por los cánones oficiales de lo reconocido socialmente como correcto. Eliana sufre por su aspecto físico, en contraposición a la belleza de su hermana, que utiliza como arma arrojadiza para obtener lo que desea sin detenerse ante nada, incluso seduciendo a su propio padre. Eliana está enormemente presionada por la religión y la presencia de Dios, por el conato de educación que recibe de su madre, en donde solo importa mantener las formas y no escandalizar.
Toda esta presión, en lugar de explotar, implosiona. Un día, Eliana enmudece, en un giro de la novela tan sorprendente como genial. Su verborrea disparada se trasmuta en sus pensamientos, ribeteados de un peligro paranoico que continuamente sitúan la acción de la novela al borde de la tragedia. Y como giro narrativo añadido, la repentina mudez de Eliana le proporciona un sentido auditivo ultrasensible, y puede escuchar todos los ruidos y conversaciones que ocurren a su alrededor, incluso lejos, con lo que se dota al personaje de una nueva cualidad que proporciona mucho juego en la novela.
La autora, Nora Coss, lleva quince años dedicada al teatro, y en principio Nubecita nació en su cabeza como tal, como obra de teatro, pero se le apoderó la voz narradora de la protagonista, que para decir todo lo que tenía que decir (y es mucho) necesitaba abrigarse con la prosa. Aun así, en esa ristra de conflictos a la que me refería antes, de agones, que son los que activan las obras de teatro, ha quedado el rastro de la idea original. En Nubecita todo es conflicto, y mediante el conflicto, el roce brutal entre placas tectónicas de personalidad se dispara y moviliza la acción. Esa ha sido la aportación teatral al texto narrativo.
Desde el silencio de la protagonista, paradójicamente, asistimos a un vendaval ingobernable de afirmaciones y situaciones crudas, en donde se camina por la borrosa línea de algunos temas terribles como el incesto, el abuso, el acoso sexual, la infidelidad, la hipocresía de la iglesia y, finalmente, el maltrato de género e, incluso, la enfermedad mental. La soledad de Eliana es insondable, únicamente desde el silencio consigue encontrar su personalidad, pero eso no indica que haya solucionado el problema de la identidad.
Nieve de Chamoy se viene caracterizando por la publicación de novelas en donde destacan voces narrativas poderosas y originales, generalmente cargadas de frustración y violencia, entendidas como una respuesta a la incómoda situación social que soportan. Un ejemplo de este tipo de voces lo encontramos en otros libros de la editorial, de los que ya me ocupado en algunos artículos: Lagarto Rey del panameño Javier Medina Bernal, o MastodonteSacrificio y Negro corazón de los mexicanos Jaime Reyes, Béla Braun y Mateo Miguel, respectivamente. Os dejo enlaces a estos estudios críticos:
La narración de Eliana es subjetiva e interesada, pero no por ello menos cierta, válida, y llega hasta nosotros cargada de toda la furia de la incomprensión y el aislamiento. El acontecimiento principal y movilizador del texto es la necesidad de amor de la protagonista, en concreto del amor de su padre, totalmente desviado hacia la otra hermana. Se inicia así una competición insana, repleta de dobleces y malentendidos, que no puede acabar de otra forma que no sea en desastre.
Frontera, cuerpo, infancia y oralidad, elementos valorados positivamente por el jurado del Juan Rulfo a la hora de premiar a la novela, son las claves de Nubecita.
Frontera, porque aparte de un cronotopo de literatura fronteriza física (entre México y Estados Unidos, como ya comenté más arriba) y con todas las filtraciones e intoxicaciones que esa circunstancia provoca en la familia de la protagonista —como ese día ritual institucionalizado una vez al año en que la familia visita el mall de Eagle Pass para realizar compras compulsivas, a la americana—, encontramos otro tipo de fronteras más difusas pero igual de conflictivas: la que separa una relación de amor paterno filial de un incesto, la que marca los límites entre un matrimonio mal avenido y la violencia de género, la que indica hasta dónde puede o no puede llegar la iglesia o un sacerdote en su relación con una feligresa —“el único novio que he tenido ha sido el padre Miguel”, nos dice inocentemente Eliana—, la que aleja el discurso verbal incontinente de la absoluta mudez, la que establece un carácter rebelde de una enfermedad mental y, la mas importante, la que distingue entre el ser y el parecer, entre lo que se es realmente y lo que se quiere aparentar: “Ser pobre sale caro, me explicó una vez mama”, nos aclara Eliana. Y en una discusión entre el matrimonio encontramos la definición de las aspiraciones de la madre:
De rato papa le gritoneó: a ver si ya te dedicas a ser mi esposa y no la de ese cabrón, al cabo ya tengo el dinero, ¿no? Y mamá le remató: sí, pero no la clase”.
Cuerpo, en el estallido sexual de Pili, la hermana de la protagonista, pero también en la anatomía menos afortunada de Eliana, cuerpo inmerso en esa turbulencia del tránsito de la infancia a la adolescencia, cuerpo en la mudez como causa psicológica que afecta a la narradora, cuerpo el de la madre y que es deseado por el amigo del padre pero no tanto por el propio padre…
Eliana ocupa una anatomía que le produce rechazo, un mal muy habitual y tristemente contemporáneo de la juventud constreñida por una sociedad que ha equivocado por completo los ideales de belleza. En este párrafo, además, podemos comprobar el peculiar lenguaje de la protagonista, fresco, vivo, repleto de expresiones del habla popular, spanglish, que logran que el discurso nos llegue como lectores, nos cale como una fina llovizna de palabras:
¡Cuánta desilusión puede caber en un espejo de dos metros por uno cincuenta! Esa imagen de mí no la podré borrar nunca. Una señora tamalera malquerida y desvelada se vería como una miss universo al lado mío. Era una disgrace to women Kind. Y ahí, con la panza fuera, con las chichis apretadas y el gordito de la espalda que se desbordaba en esa horrenda blusa, pensé: ¿por qué no mejor me arrancan la piel y me dejan andar en puros órganos y salimos de pedos?”.
Infancia: ya lo he comentado hace un instante, ambas hermanas abandonan la infancia para adentrarse en los tortuosos caminos de la adolescencia, pero lo llevan a cabo de formas distintas. Pili con su primera menstruación, descubriendo las formas de su cuerpo para obtener sus deseos, utilizadas como chantaje, mientras en Eliana esta transformación es mucho más mental que física. Mientras Pili se dirige hacia la madurez física pero no intelectual, el proceso en Eliana es a la inversa.
Oralidad: Toda la novela es un convite narrativo de primera, un jolgorio expresivo, una celebración del discurso oral, un vertido de los pensamientos desbocados de la protagonista que se alimentan de expresiones populares, de la contaminación lingüística del inglés, de los giros propios de la niña que combina sus expresiones con referencias a canciones de la música popular o del rock. Nora Coss demuestra aquí lo gran narradora que es, porque si, generalmente, un personaje se define por sus actos, en esta ocasión Eliana se define por sus pensamientos. Otro acierto en el haber de la escritora, mucho más meritorio si tenemos en cuenta que nos encontramos ante su primera novela.
La autora en el día que recibió el Premio Juan Rulfo a una primera novela por Nubecita.
Festival narrativo, historia de una familia estructurada, los Méndez Arreola, que realmente está desestructurada, intoxicación fronteriza en donde la hibridación cultural lejos de aportar riqueza atrae miserias, envidias, odios, un retrato de lo contemporáneo si como tal podemos entender una cala en la vida urbanita cotidiana de los personajes del libro, que aparecen como un reflejo de las realidades más habituales de esta modernidad terriblemente egoísta que nos acompaña.
Al fin y al cabo la literatura es el reflejo del momento que vivimos, y estos son los momentos que nos han tocado vivir. Estos son los momentos de Nubecita. De verdad, no os la perdáis porque, además de todo lo dicho, es una novela extraordinariamente divertida. Y solo eso, ya sería mucho en el panorama actual literario que soportamos. Reconozcámosles a Nieve de Chamoy y a Nora Coss todo el mérito que tiene sacar adelante un texto como Nubecita.

viernes, 3 de julio de 2020

Cuatro mensajes nuevos-Joshua Cohen

*Esta crítica apareció originalmente en achtungmag.com:
https://www.achtungmag.com/cuatro-mensajes-nuevos-de-joshua-cohen-la-util-inutilidad-de-la-literatura/


Cuatro mensajes nuevos de Joshua Cohen: la útil inutilidad de la literatura

El norteamericano Joshua Cohen es un escritor mayúsculo, y así lo demuestra en su libro de relatos Cuatro mensajes nuevos, publicado por De Conatus, en donde despliega el poder fabuloso de toda su prosa. Y en especial, lo hace en el primero y en el último de los cuentos, sin detrimento de los que permanecen en el medio. Simplemente, Emisión y Enviado muestran el imaginario que atormenta al autor: la modernidad digital, la pornografía, un mundo que se aleja de las imágenes y de las palabras para sustituirlas por sucedáneos de los sucedáneos, junto a una continua reflexión metaliteraria que nos muestra relatos que se van construyendo y destruyendo ante nuestros ojos. A menudo se compara a Cohen con Foster Wallace; en este libro comparte la alarmante carga reflexiva y filosófica de Wallace, pero se muestra mucho más directo y contundente. Estamos ante un recital maestro de lo que deben ser las narrativas de corto recorrido, erigidas con un empeño de originalidad tan prodigioso como desconcertante.

El título que engloba el texto, esos Cuatro mensajes nuevos, es de por sí claro: puede ser el aviso de que tenemos una serie de emails sin leer en nuestra bandeja de entrada, pero también se puede aplicar a que los cuatro mensajes son los cuatro relatos que componen el volumen. Cada uno con su advertencia particular.

1-No te fíes de Internet (ni de un camello)
El libro se abre con Emisión. Todo indica, desde las primeras frases, que vamos a enfrentarnos a un juego metaliterario adobado con una crítica feroz al mundo de las  nuevas tecnologías y, muy en concreto, de las redes sociales:
Este no es el clásico artificio donde cuentas la historia de alguien y en realidad la historia trata de ti. Mi historia es bastante simple”.
Ese clásico artificio sería la narración concebida al antiguo estilo, lineal y plana; el autor adopta la voz del narrador para imponernos los principios estéticos de su teoría del relato. Y esa historia simple es algo deprimente, pero ejemplifica la esencia que permanece presente a lo largo de todo el libro y ejerce de pegamento entre las piezas: la crisis de las humanidades, la inutilidad de la escritura, la imbecilidad de la literatura (o, al menos, la imbecilidad que puede significar dedicarse a ella):
Unos años después de graduarme en la universidad y obtener un título de desempleo —mi tesis trataba de la metáfora— me trasladé de Nueva York a Berlín para trabajar de escritor, aunque quizá esto sea incorrecto, porque en Berlín no trabaja nadie. No voy a entrar en aquí en el porqué. Esto no es historia, no es un episodio del History Channel”.
¿Qué acaba de suceder ante nuestros ojos de lectores impresionables e impresionados? Dos recursos arteros han dotado de relieve a este primer párrafo. En primer lugar, el recurso de autoridad encubierto de Joshua Cohen que, con este principio, acaba de convocar a J. D. Salinger, en concreto al protagonista de protagonistas, al rebelde (pero luego, quizás, no tanto), Holden Caulfield de El guardián entre el centeno (Alianza Editorial); este íncipit narrativo se solapa al universalmente conocido de la novela de Salinger:
Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada”.
Es la dinamitación del relato clásico y podemos, claramente, sustituir el David Copperfield de Dickens (en Austral) por el History Channel. El segundo recurso radica en que Cohen sigue al pie de la letra uno de los puntos más importantes del decálogo cuentista del argentino Julio Cortazar, que en su epígrafe tercero asegura:
La novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out”.
Cohen, con semejante principio, nos ha proporcionado un directo a la mandíbula. Ya nos tiene aturdidos, nos ha ganado. Pero, un momento, dirán algunos, si Cortazar es un clásico, y antes se ha afirmado, y también el propio Cohen, que no estamos ante un clásico artificio. Consideramos a Cortazar como un clásico del relato, en efecto, pero un clásico revolucionario. Sus cuentos pueden ser muchas cosas, pero desde luego, lo primero que son es innovadores. Cortazar destruye lo anteriormente aceptado desde los puntos de vista nuevos, desde la narración metaliteraria, así aniquila la vieja estructura del relato. Y Cohen también.
La tarea de zapa sobre el concepto clásico de la figura del escritor continúa unas líneas después:
el hecho mismo de que yo fuera novelista era una ficción, y como era incapaz de terminar una sola novela y nadie me pagaba para que viviera la novela tediosa y vacía que era mi vida, decidí rendirme”.
El ataque al género autorreferencial, autoficcional, a la mitología impostada que rodea a la imagen del escritor que no escribe, ha sido derribado en el inicio del relato, cimentando las bases generales de lo que podremos encontrarnos a continuación. Ni tan siquiera le vale a Cohen la afirmación que podemos espigar de la novela-ensayo del barcelonés Enrique Vila-MatasBartleby y compañía (Anagrama):
Robert Walser sabía que escribir que no se puede escribir también es escribir”.
Por tanto, este peculiar protagonista de Emisión se vuelve a Nueva York, hace un máster en empresariales, juega en bolsa y su economía engorda, huyendo de la miseria a la que estaba abocada su carrera de escritor. Pero es que, claro, con una tesis doctoral sobre la metáfora no se puede aspirar a esa expresión tan norteamericana de poner comida en la mesa.
Salinger y Foster Wallace, dos referentes de Joshua Cohen:


Desde aquí, el narrador recuerda su pasada vida en Berlín, fijando su atención en Mono, el verdadero protagonista de la historia. Liquidando la archiconocida y manoseada literatura del yo. Pero antes, todavía, hay que puntualizar algo sobre un recurso narrativo como la descripción:
Las descripciones en prosa entrañan menos riesgo que las fotografías y las películas. Nadie  identificaría al héroe de una novela si cobrara vida basándose solo en la descripción de su autor. Afrontémoslo: a Raskólnikov (…) no lo va a parar nadie por la calle”.
La incapacidad de la literatura para trasvasarse a la realidad, el engaño de la mentira por antonomasia, la ficción, queda al descubierto en estas palabras sobre el protagonista de Crimen y castigo (en Cátedra) de Dostoyevski. Y esto le permite al narrador dar paso a la historia contada por el propio Mono, Richard Monomian, un armenio. Ambos coinciden en Berlín, y Mono le cuenta las circunstancias que lo llevaron a huir de Nueva Jersey (una historia dentro de otra historia, Cohen haciendo de las suyas).
La historia de Mono es tan simple como escabrosa: Mono era un dealer, un camello, repartía drogas a domicilio. En uno de esos repartos se acomodó en casa de unos desconocidos que tenían montada una fiesta con motivo de las vacaciones de primavera, y también consumió.
Lo peor fue lo que ocurrió después, se masturbó sobre una chica que dormía el colocón y eyaculó sobre su mano. Y no quedó impune. El blog Emisión relataba el suceso con pelos y señales (otra historia en el interior de la historia de Mono, que pertenece a la historia del narrador). Desde aquí: la enorme bola de Internet que rueda y rueda, que invade la privacidad de Mono, que le impide encontrar trabajo, que se convierte en una amenaza completa para su vida.
El resto del relato, y los motivos de la huida de Mono hasta Berlín, los dejo para quienes disfruten de este texto, que además de subvertir algunos principios narrativos, de incluir lenguaje de chats, de señalar la red como un lugar agresivo y peligroso, ha sido el primer ladrillo en los cimientos de la estética literaria de Cohen (y lo del ladrillo no lo digo por capricho, el tercer relato del libro lo justifica, como veremos).
2-La comida basura puede bloquear al escritor
McDonald´s es la segunda historia del libro. Si antes la amenaza fueron las redes sociales, ahora le toca a la fast food, la llamada comida basura, es decir, a las hamburguesas, cargadas de un significado paralizante. Pero trata de mucho más, obviamente, porque una cosa es lo que parece que Cohen nos dice, y otra bien distinta lo que ha dicho.
En este relato, la historia que ha escrito su protagonista se va construyendo ante el lector, mientras se la cuenta a su padre para que lo ayude a salir de un bloqueo. El protagonista es un redactor farmacéutico atascado en un texto de ficción, incapaz de colocar sobre el papel una palabra. De nuevo, la imposibilidad de la escritura tal y como la concebimos, un ataque a la romántica idea que todos tenemos en la cabeza al escuchar la palabra escritor:
Había empezado a escribir un relato, otro exabrupto de mierda de los centenares que he empezado en mi vida solo para transformarlos en bolas arrugadas (nunca antes había estado bloqueado, me habría ido bien un poco de bloqueo pero…), llegué a aquella parte del relato y simplemente…, simplemente tuve que parar, ¡era ridículo!”.
Si antes, en Emisión, nos ha golpeado directo a la mandíbula, ahora nos ha sujetado de las solapas con este principio. El escritor ha llegado a un punto en donde, al tener que escribir la palabra que no puede escribir, se ha detenido. De forma que empieza a contar el relato, con las variaciones que va introduciendo, con las alteraciones que su padre le sugiere.
Así, asistimos a un proceso de construcción/deconstrucción/re-construcción metaficcional del texto, un procedimiento arquitectónico (de nuevo una referencia a la edificación de estructuras, en consonancia con la tercera pieza del libro) consistente en utilizar el texto como una bola de demolición y, tras combinar las dos perspectivas, la del autor del relato del que se habla dentro del propio relato y de las variantes que incorpora el padre con sus sugerencias, recomponerlo de nuevo.
Y de pronto, el narrador nos confiesa que el padre al que cuenta su terrible bloqueo no existe, y ahora se dirige a su madre. Y prosigue con la historia. Va cambiando las perspectivas, los puntos de vista, en un recital narrativo faulkeriano, hasta que llega un momento en que no sabemos quién está dentro o fuera de las historias, ni que relato, como una especie de matrioska vuelta del revés, se contiene dentro del otro.
La historia se metamorfosea delante del lector, los personajes aparecen y desaparecen hasta alcanzar un final sorprendente que se ceba virulentamente con una de las imágenes más comunes del American way of life: un McDonald´s. Y la tremebunda aseveración final:
Se acabó el escribir, no hay nada más inteligente que eso”.
Un relato de manual para quienes pretenden aprender algo de la forma en que se debe afrontar una historia, un ejercicio de estilo que es una clase magistral de recursos inacabables.
3-Construir un relato puede ser como levantar un rascacielos
La tercera pieza es El distrito de la universidad. El juego metatextual alcanza ahora al propio funcionamiento de un taller literario impartido por un escritor que, sin duda, es muy del gusto de Cohen y de este periodo de la posverdad:
Al profesor Maury Greener lo invitaron (…) para que trabajara de escritor residente (…) basándose en el mérito de su recientemente publicado y único libro, una novela de los años de formación de su autor tan mordaz tan quemadoradepuentesytúneles y tan explícitamente realista que no pudimos resistirnos a saquearla en busca de detalles autobiográficos”.
Nuevamente ha sido convocada la figura de Salinger. A ello debemos añadir un profesor ególatra, desagradablemente insultante, pagado de sí mismo y odioso. Es el bartleby de Vila-Matas por antonomasia: su nueva novela, rechazada por la editorial, era:
una novela que revisa mi novela anterior”.
Autor de esos que prefieren no hacerlo, que —insisto— sin duda habría fascinado a Vila-Matas, no solo no escribe nunca más, además emplea unos métodos de enseñanza muy peculiares. Su primera clase consiste en una cena en un restaurante mexicano que tiene poco de mexicano (de nuevo esa obsesión de Cohen por la amenaza de los sucedáneos). Después les encarga a los alumnos un relato en donde escriban sobre él, poniéndolo de las peores maneras posibles, para terminar asegurando que no piensa leer ninguno de los trabajos.
Otro guiño: la única novela publicado por Maury Greener es una historia de formación… Lo que nos cuenta el protagonista de este relato es su propia historia de formación en un taller literario que comienza, como lo han hecho las piezas anteriores, con un párrafo sorprendente:
Yo ayudé a construir el edificio Flatiron”.
¿Qué tiene esto que ver con un taller de literatura? Pues mucho, porque el profesor decide no impartir ni una clase más, y concentra a todos sus alumnos en un único empeño: construirán una réplica del neoyorquino edificio Flatiron —también conocido como edificio Fuller— en una zona del campo de deportes de la Universidad.
Dos imágenes del edificio Flatiron:


La literatura, la creación literaria como un desafío arquitectónico. Y el profesor  distribuye el trabajo en función de las cualidades de la prosa de los alumnos: un poeta que con su escritura levantaba vigas endebles se encargará de los cimientos, en donde sí puede progresar; una alumna de estilo recargado, descriptivo, barroco y abigarrado, fue la encargada de las cristaleras; otro, muy del realismo sucio, se convirtió en electricista; una autora de poesía vistosa pero vacía será la diseñadora de interiores…, y así con todos.
Un guiño, otro más, a Salinger, que publicó un relato bajo el titulo Levantad, carpinteros, la viga del tejado (Edhasa). Y de nuevo la angustia ante la copia, lo imitado, la reproducción que actúa como sucedáneo. El edificio Flatiron será denominado Falsiron, en cuya erección el profesor de escritura invertirá todo su dinero, se arruinará e incluso terminará viviendo en él.
Muchas reflexiones se contienen en esta narración, cuyo desenlace ocultará, de nuevo, para quienes deseen afrontar unas páginas que vuelven a ser una lección de literatura, de sus funciones, incluso de su arquitectura.
4-La pornografía es un falso cuento de hadas
Por último, Enviado, relato en dos partes diferenciadas: La cama y COM/MOC. La primera mitad bebe de los tradicionales cuentos infantiles, de hadas, con bosques, leñadores, y la historia sobre la fabricación de una cama que, en su cabecero, acumula una serie de símbolos tallados en la madera. La cama irá pasando de generación en generación, un significado del legado cultural y del peso de las historias, dado que el propio leñador (el leñador primigenio) se había tallado a sí mismo en el momento de recoger madera para construir aquella cama.
Este detalle implica una historia dentro otra historia (de nuevo), metaliteratura o metatexto cuyo vehículo es el mueble en una especie de puesta en abismo. Sin embargo, con el paso de los años, y de sus dueños, el mensaje del hombre entre los árboles del bosque recogiendo la madera para tallar la cama (y su cabecero), se va diluyendo a causa de la incomprensión para interpretar la escena de quienes se han visto alienados por el progreso. Es el deterioro del acervo cultural, de la reserva sapiencial de la oralidad. La corrupción del mensaje que se alberga en toda obra de arte.
De repente, el relato/retrato de todas las generaciones que han disfrutado/sufrido la cama, gira bruscamente. Las palabras del narrador, como ya nos ha acostumbrado Joshua Cohen, destrozan la historia anterior y privan del sustento al lector, cuyo suelo narrativo es escamoteado súbitamente:
Este relato no terminará como ha empezado. Nada de crónicas de pacotilla como la de mas arriba, nada de cuentos folclóricos. Este es un cuento folclórico que terminará como relato, como novela si tenemos suerte (…) Había una vez un cuento folclórico, pero su narración quedó olvidada con el paso de las generaciones. Un día, sin embargo, se escribió un relato acerca de un cuento folclórico perdido”.
Todo lo narrado anteriormente, en la parte de La cama, es una crónica de pacotilla. La cama se destruye por causa de una relación sexual que la rompe en pedazos. Una relación sexual que se graba de forma sórdida para que sirva de video pornográfico. Y esto, dará acceso a la segunda parte del relato: COM/MOC. El protagonista será un aspirante a periodista que vaga por Estados Unidos, de motel en motel, buscando un reportaje. Al final, amargado, solitario, desencantado, empieza a visitar páginas porno en Internet.
El porno, el comportamiento del porno que trasvasa la ficción y cala en los adolescentes hasta creer que las relaciones sexuales son todas como en una película pornográfica. De nuevo el sucedáneo colisionando con la dura pared de la realidad. Y el protagonista accede al visionado del video en donde la cama de la primera parte resulta quebrada por los embates del coito ante la cámara.
El relato prosigue con una historia de cómo se contratan a las chicas de las películas gonzo, de cómo funciona la industria, de la deshumanización, de la cosificación de las mujeres, del falso sueño pornográfico americano urdido en la Europa del Este.
Joshua Cohen, autor de este magnífico libro de relatos publicado por De Conatus: Cuatro mensajes nuevos.
En un final de la pieza delirante, el aprendiz de periodista, enamorado de la chica del video de la cama rota, emprende su búsqueda hasta dar con un lugar que parece sacado de un cuento de hadas, para crear una conexión de cierre circular con el principio del relato: un remedo de nube de Internet en donde habitan copiadas en caché todas las actrices porno de las películas. Un giro sorprendente para poner el colofón a un relato sorprendente, a un libro sorprendente y, sobre todo, admirable.
Así es este Cuatro mensajes nuevos de Joshua Cohen que ha editado De Conatus: un texto asombroso que presenta un tapiz metatextual que alcanza mucho más allá de una primera lectura. Que fluye como una fuente, siempre renovado, y que no se agota con la relectura. Es un libro de relatos, pero también es un manual de escritura, una reflexión sobre la literatura y una crítica social demoledora acerca de los males que nos acechan en estos momentos de grandes tribulaciones. Imprescindible Joshua Cohen.